Memorias.
Hora Brynth.
1) La araña y su hilo.
Miraba hacia fuera, apoyada en la ventana. Esta estaba cerrada. ¡Cómo no! Todo estaba cerrado. Había estado tantos años encerrada, que ahora pensaba hasta que estaba encerrada en ella misma. Suspiró. "Hoy no es mi día". Relativamente nunca era su día. Siempre se quedaba mirando fuera, desde aquella silenciosa esquina de la gran papiro teca del Gran Templo y siempre suspiraba. A continuación, siempre acababa volviendo sobre sus pasos y dirigiéndose hacia las estanterías. Otro pergamino más que había quedado por leer. Desde que tenía uso de razón, todo lo que sabía, lo sabía gracias a los pergaminos de aquella sala. Siempre había vivido allí, encerrada. Y lo único que hacía durante todo el día era leer y leer. Leía hasta que el sol desaparecía y últimamente sentía que cada vez lo hacía antes. De los millones de pergaminos que se ocultaban tras las grandes acumulaciones de polvo que había en aquellas estanterías, ella podía alardear de una cosa: se había leído más de la mitad. Todas las demás individualidades que allí residían o iban de paso, no podían contar semejante disparate con la cabeza alta, sin pecar de hacedor de falacias. Ella sí. Porque era lo único que había hecho durante los diez años de vida de los que había podido, si no conseguirlo, al menos sí, intentar vivir.
Sin embargo, ella no era feliz. Ya se le veía el atisbo de tristeza en la cara. "No siempre se puede ser feliz" eso le decían cuando ella comentaba que no se sentía feliz. Luego se pararía a pensar. Todas las personas que tanto sonríen como si les fuera la vida en ello, ¿realmente serán felices? Porque ella bien que extendía el músculo de la boca para sonreír. Sonreía, mas no era feliz. Sin embargo, ¿por qué? Quizás otro de los misterios de la vida. Si no reía, al menos sonreía. ¿Pero sonreír es motivo de felicidad? No recordaba haber leído semejante ordinariez. "¡Que me aspen!" soltó un día. Estaba conversando con su mejor amigo. Sarghu. Era un chico solitario. Le llevaba al menos unos doce años, nunca lo supo. Cuando ella le preguntaba por su edad, él miraba para otro lado, cambiaba de tema o se concentraba en la lectura de aquel pergamino que tuviera entre las manos. Porque siempre tenía un pergamino entre las manos. Sarghu la miró, confundido. "¿Qué te ocurre ahora, Hora?"
Hora se incorporó y le miró a los ojos. Si realmente hubiera estado enamorado de ella, Sarghu hubiera apartado la mirada. Pero le llevaba doce años. Ella tenía diez. Era una chiquilla a sus ojos. Una solitaria y pobre chiquilla. Estaba haciendo una labor comunitaria. Una petición del antiguo Maestro Anciano. Nada más.
"Nada. Simplemente no me apetece leer."
Él, de no conocerla, lo habría tomado en serio. Pero como la conocía bastante bien, ya que había estado con ella desde que tenía apenas seis años, se lo tomó bastante más en serio. "Si no me lo quieres decir, estás en tu derecho." Ese argumento siempre funcionaba para despertar la vena sensible de la niña. Ella se levantó de su silla. Se acercó a la esquina de todos los días y observó cómo una pequeña araña hacía del ángulo que unía ambas paredes, su nido, tejiendo una fina red. Hilo por hilo. Poco a poco.
"Tal como esta araña teje su vida, hilo por hilo, poco a poco, siento que mi vida, se basa en esto."
Sarghu la miró y ella, con sus ojos escarlata, le devolvió la mirada con mucho sentimiento. Para él, eso lo decía todo. Su vida era pura monotonía. Y ella sólo se paraba para leer. Y leía y leía. Y no se cansaba de leer. "Si estás viendo esto, Pelor, más te vale que dejes de hacerla sufrir." Mientras la miraba, eso pensaba. La niña, con sólo diez años, y ya cansada de su vida. ¿Cuándo florecerán las luces de una nueva esperanza? Quizás para Hora no quede ya…
2) Si la muerte nos espera, ¿Cuándo ha de llegar?...
"Si la muerte nos espera, ¿cuándo ha de llegar? ¿Cuándo florecerán las luces de la esperanza? Quizás no quede ya para mí. Quizás no quede ya para ella. ¿Cuándo florecerán los colores del nuevo mundo? Quizás no quede ya para mí. Quizás no espere más por ella…"
Algo que se le daba bien era cantar. Cantaba a todas horas. Cantaba mientras veía llover. Y mientras veía nevar, cantaba también. Nunca se imaginó que aquél día, sus esperanzas sucumbirían frente a la oscuridad. Y toda la rabia contenida se expulsaría de inmediato. El simple hecho de que un día, la oscuridad volvería en forma de huellas de lo que la Gran Guerra había sido. Pero ella sólo recordaba vagos pasajes de lo que aquello había causado. Las consecuencias. Nunca te paras a pensar las consecuencias cuando la adrenalina que sientes es infinitamente superior a tu sentido común. Se cansó de cantar y dobló la esquina. Todo aquello que pudo vislumbrar antes de quedarse ciega ya no era nada para ella. Y mientras se esforzaba por comprender por qué ya no alcanzaba a ver más allá de sus instintos, la luz se hizo oscuridad y la noche llegó, causando la aparición de sangre en el horizonte. ¿Qué será de aquellos que dieron su vida por los demás? Nada podía comprender. Sólo caía al suelo, gimiendo por los demás. Sus vidas gastadas para esto. Su esperanza corrompida. Sus sueños, arrancados cual hoja de un árbol en otoño. Sentía cómo se iba su vida y, en el último instante, sintió lacrimosos sus ojos. Pensó que lloraba. Pero realmente se sentía triste, demasiado como para llorar. Si este es su final, no habría de llorar. Pero cuando vio que de verdad jamás recuperaría aquello que le había sido negado o, si no, al menos, literalmente arrancado, rompió todos sus esquemas. Ya no había luz para ella. Los colores, más que nunca, se convirtieron en sentimientos. Sentimientos que no volvería a experimentar.
"Si la muerte nos espera, ¿cuándo ha de llegar? ¿Cuándo florecerán las luces de la esperanza? Quizás no quede ya para mí. Quizás no quede ya para ella. ¿Cuándo florecerán los colores del nuevo mundo? Quizás no quede ya para mí. Quizás no espere más por ella…"
Cantaba en un último suspiro, hasta que la última letra consumió su espíritu y, largo y tendido, pudo reflexionar. Parándose a pensarlo, el castigo, pues, no es eterno. El castigo es la vida que te toca vivir. Sin embargo, vivida en un mundo de guerra, creado por la guerra y consumido en la guerra, ¿Qué otra cosa cabía esperar, que no fuera el único recordar, de un pasado de vivencias malditas? La razón, por la que sólo recordamos nuestros miedos, temores y sentimientos de otra vida pasada. Porque la vida es un castigo. Y aquellos que dejan de vivir, son quienes realmente viven.
Terminado de leer el pergamino, por décimo octava vez, Hora lo enrolló y lo volvió a colocar en su posición entre las decenas de pergaminos de las estanterías. Era su cuento favorito. Una persona, sin nada especial, que muere por circunstancias nada especiales. Y sin embargo tan significativa. Esa mujer no quería vivir más, su castigo había sido demasiado y había sido en vano. No aprendió nada durante su vida. Pelor oyó sus lloros y le concedió la libertad.
Hora sonrió y volvió sobre sus pasos. Tenía once años, pero su cuerpo apenas había crecido. Seguía necesitando ayuda para acceder a los pergaminos más altos. Sin duda, su cuerpo no tenía pensado crecer más. Y su mente estaba por llegar al límite pronto. Estaba oscureciendo cuando depositó el último pergamino del día y se encaminó hacia sus habitaciones. Al recorrer uno de los pasillos, rozó con su brazo la pared de oro. Estaba muy fría. Odiaba esas paredes.
3) Sueño maldito.
"¿Nunca te has parado a pensar cuántas veces has tenido que dar la vuelta porque veías una gran ventana que daba al exterior y no has querido mirar?"
Sarghu se quedó impresionado ante semejante pregunta venida de Hora. Sabía muy bien que no le gustaba su monótona vida pero, ¿tanto como para que le duela el admirar el exterior? Sin dudarlo, fue directo al grano.
"Nunca lo he hecho. Pero hasta los gusanos que viven bajo tierra, salen de vez en cuando a admirar el paisaje."
Hora carraspeó y puso cara de asco. "¿Es que no tenías una metáfora mejor?" Sarghu sonrió. Tenía cara de sentir algo. Ponía esa cara cada vez que intentaba disculparse o quería dar las gracias por algo que parecía demasiado para ella. "De todos modos, el sentimiento no es mutuo, porque tú puedes salir al exterior."
Sarghu abrió los ojos y la boca al unísono. Hora ansiaba salir de ese edificio por encima de cualquier cosa. Pero Sarghu sabía que ella no se lo contaba todo. Para sus secretos, siempre había sido demasiado desconfiada. No le hacía gracia que los demás, en cuanto a sentimientos profundos, supieran cómo se sentía. "Mi posición me otorga algunos privilegios, podrías habérmelo contado antes. Convenceré al Maestro para que te dejen salir."
En ese momento, Hora se levantó, fue a guardar el pergamino que había estado leyendo y se encaminó hacia la salida. Sarghu la llamó.
"Espera. ¿Quieres que se lo diga o no?"
Hora se dio la vuelta. Tenía lágrimas en los ojos.
"¡Haz lo que quieras!"
Sarghu se levantó, dejando el pergamino que tenía en sus manos y se acercó a Hora. Pero ella se alejó más, haciéndole entender que no quería que se acercara. "Hora. ¿Cuál es el motivo de tu enfado? Quiero ayudarte y…"
"¡A ti sólo te importa tu posición! ¡Sólo quieres ser famoso! ¡Ni si quiera crees en Pelor!"
Al decir esto último, Hora se llevó una mano a la boca. Era consciente de que se había pasado. Sarghu, por su parte, escondió el rostro y se encaminó hacia la salida, pasando justo al lado de una perpleja Hora que parecía haberse convertido en estatua, excepto por el hecho de que sus piernas temblaban. Finalmente, sus rodillas cedieron, haciendo ruido al impactar contra el frío suelo dorado. Pero Sarghu ya había desaparecido de allí.
Esa noche, Hora se fue a la cama temprano. Había estado tanto tiempo llorando, que terminó por dejarse dormir. Tuvo un sueño extraño. Rayos y Truenos de colores parecían salir de su cuerpo. Fuego. Sangre. Destrucción. Cientos de auras de energía impactaban contra casas y seres. Todos eran desintegrados al instante y los que no, escupían sangre de sus heridas. A presión. Parecía una visión del mismísimo infierno, donde ella misma era el demonio que causaba todo ese dolor. Notaba que sonreía. Sonreía mientras causaba tanta destrucción. En el fondo, ella no quería hacerlo, pero parecía como si le impulsara un rencor interior, cuya procedencia le era desconocida. Al final, todo cesó. Y se encontró con una persona. Una mujer. De mediana estatura, casi de su misma altura, algo mayor. Pelo blanco, ojos negros. Se parecía a ella. Se parecía tanto que llegó a pensar que era su propia madre. Una luz de color violeta apareció entre ellas. Y al instante siguiente, la mujer desapareció. Hora empezó a llorar, sin saber por qué motivo lo estaba haciendo. Finalmente gritó.
Se encontró tumbada sobre la cama. Quizás era cerca de la medianoche.
4) Las Tres Lunas.
"Tengo que disculparme." Hora tenía ese pensamiento en la cabeza desde que había ocurrido el incidente. Luego de haber pensado durante varias horas que Sarghu no querría saber nada de ella, terminó aceptando el hecho de que, lamentándose más y más, no llegaría a nada. Por eso estaba a las doce de la noche, paseando por los fríos pasillos, buscando la habitación de Sarghu. Intentaba no hacer el menor ruido, no fuera a ser que llegara a despertar al resto de sacerdotes, sacerdotisas, alumnos, alumnas o incluso integrantes del Consejo de Ancianos, quienes también dormían allí. Hora se aseguró de que no causaría el menor ruido al caminar, desprendiéndose del calzado y sustituyéndolo por bolsas de tela resistente. Independientemente de cómo se sentía respecto a lo ocurrido anteriormente, este último hecho la hacía sentirse estúpida.
A mitad de camino pudo percatarse de que había una luz. Una pequeña luz anaranjada, propia de varias antorchas juntas que se aprecian en el horizonte. "Mierda. Gente despierta." Se lamentaba hasta antes de escuchar voz alguna. Sin embargo prosiguió su camino en dirección a aquella luz. Cuanto más se acercaba, mejor podía distinguir lo que era. Había luz en una de las habitaciones. Se veía, dado que la puerta estaba, aunque al mínimo, suficiente para que un ojo humano pudiera ver, entreabierta. Así que se movió lentamente hacia la luz, cuando distinguió una voz. Era Sarghu. A punto estaba de tocar en la puerta cuando escuchó una segunda voz. Le era familiar también. Era sin duda el Maestro Anciano. Se acercó todo lo silenciosamente que pudo hasta poder ver el interior de la habitación sin ningún esfuerzo más que el intentar no hacer ruido para no ser descubierta. La habitación era prácticamente de oro. Absolutamente todos los objetos decorativos eran de oro. Pensó Hora, que, sin tener en cuenta que el tamaño de la habitación era el mismo que el de las demás, el Maestro Anciano veneraba las riquezas. Se concentró en la conversación cuando Sarghu rompió el silencio que de pronto se había sucedido.
"Quería comentarle sobre un tema de extrema urgencia, Maestro."
"Da rienda suelta a tus palabras, jovencito. Úsalas bien y te secundaré."
La voz del Maestro Anciano era pronunciada, pero casi no se le notaban los años. ¿Pura imaginación o el carácter divino del oro tenía algo que ver en eso?
"Se trata de la pequeña. No podemos dejarla encerrada durante toda su vida. En algún momento ha de salir a experimentar por cuenta propia lo que en sus historias admira escrito. ¿No podría suceder que ella desee salir al exterior?"
"No es un caso hipotético, pero no puede darse, bajo ninguna circunstancia, el hecho de que ella, en algún momento de su vida, excepto si Pelor lo ordena, pueda abandonar este edificio. Creía que ya habíamos discutido esto."
"Pero…"
"La situación ahora mismo se torna demasiado peligrosa como para dejarla suelta a sus anchas por el mundo. Compréndelo ya."
Esa última frase ponía fin a la conversación con un tono muy acusado. Se le notaba cansado. ¿Tantas veces habían hablado de eso? Hora sintió aún más deseos de disculparse con Sarghu y se dispuso a tocar en la puerta. No llegaron sus nudillos a su destino porque el Maestro comenzó a hablar de nuevo.
"A propósito. Eres mi alumno mejor preparado. Necesito que lleves a cabo la misión más importante para Pelor… de estos tiempos."
Sarghu miró con cara asustada y a la vez, inclinó la cabeza, en agradecimiento al comentario anterior. Una importante misión le haría salir de ese edificio. Llevaba un par de años que no salía a una misión que le hiciera abandonar la ciudad.
"¿Conoces la historia de Las Tres Lunas?"
"Vagamente."
5) Tengo una misión.
Hora la conocía. Se decía que antaño, cuando no existía ningún planeta, Malar creó varios dioses del cosmos. Y, de entre todos los soles que creó, tres de ellos los hizo a imagen y semejanza de lo que él consideraba como el Bien Puro. Los creó para así negar el efecto del Principio de Mal Natural, del cual se sostenía que el universo existía bajo unas leyes malignas y por ello, existe el mal en el mundo. Durante la Guerra de los Mil Dioses, estos tres soles fueron apagados, se convirtieron en lunas, y, tras la muerte de Malar, de la cual se formó el planeta donde residen todas las criaturas, una de las lunas, la tercera de ellas, quedó destruida en mil pedazos. Todos se esparcieron por el planeta Malar y se incrustaron dentro de objetos o incluso personas. Pura era su esencia y sólo causaba el Bien. Sin embargo, aunque esta historia ha ido siendo demostrada durante siglos y siglos con extraños objetos famosos como la Antorcha de Farah, cuyo fuego nunca quemaba a su portador, el Velo Invisible que desaparecía cuando era robado, para volver a las manos de su dueño, la Piedra Filosofal, que convertía objetos de poco valor en otros de gran valor, únicamente a quienes lo necesitaban o incluso el Santo Grial, que otorgaba la vida eterna a aquellos cuyo sacrificio les era indiferente, actualmente sólo se conocían siete de los miles de fragmentos de esta luna. Tal como pensó Hora, no había que ser un genio para comprender la gravedad de la misión que estaba a punto de ser encomendada a Sarghu.
Tras terminar de relatarle la historia completa a Sarghu, el Maestro se sentó y quedó fuera del alcance visual de Hora. Prosiguió con la explicación.
"Recientemente hemos encontrado un octavo objeto. Puedes considerarlo como la octava maravilla. Conocemos casi absolutamente nada sobre este objeto, pero sí su forma y una de sus propiedades no divinas. Es una copa. Y es transparente."
"Una copa. Como el Santo Grial."
"Últimas informaciones nos indican que se halló en el hemisferio norte, en la cara Dareh. Entre varias ciudades, tales como Sílice, Cor-Hylia y Xeinon. Encuentra la copa y tráela. Pelor cuenta con tu ayuda y tú contarás con la suya."
Como venida del cielo, Hora encontró su salvación. Se abrazó a ella sin dudarlo ni un segundo. Mientras Sarghu agradecía al Maestro semejante muestra de confianza hacia su persona, Hora iba olvidando poco a poco el motivo por el que estaba allí. O simplemente ya no le importaba lo más mínimo. Estaba tan emocionada que no se percató de que alguien se hallaba detrás de ella. A punto estuvo de echar el grito en el cielo y lo hubiera hecho de no ser porque esa misteriosa persona, antorcha en mano, le tapó la boca y le susurró que no gritase. Conocía esa voz.
"¡Demencia!, me has dado un susto de muerte."
Obviamente, Hora susurraba. Demencia era una de las alumnas del Maestro. Solía sufrir de insomnio y a menudo caminaba por los pasillos bien entrada la noche. Siempre llevaba consigo una antorcha. Parecía un alma en pena. Aunque en esos momentos, se la veía divertida. Sonrió.
"¿También sufres de insomnio?" La miró, ladeando la cabeza.
"No. Sufro de ignorancia." Hora también ladeó la cabeza. Terminó por sonreír también. Había encontrado su billete de salida.
"Demencia. ¿Te apetece salir a dar una vuelta?"
Demencia dudó. "Nos han dado órdenes de no dejarte salir…"
Hora bajó la cabeza. Maquinó un plan mientras intentaba no arrepentirse de ello justo al instante. Detrás escuchó un sonido. Una puerta cerrándose. Ya se estaba arrepintiendo, pero no le quedó otra.
"Acababa de salir de la habitación del Maestro cuando me sorprendiste."
"¿Ah, sí? ¿De qué hablaron?..."
"Resulta que tengo una misión…"
