HETALIA ASYLUM

Oh vosotros que entráis, abandonad toda esperanza.

Dante Alighieri, Infierno, Canto III

Como todas las mañanas, Alfred Jones se levantó dándole un sordo golpe a su despertador, se desperezó mirando a su alrededor con gesto aburrido, salió de la cama e hizo sus ejercicios matutinos, rutina recomendada para salvarse de las doce horas que pasaba en su trabajo; tomó una ducha, se vistió, tomó su maletín y salió para sacar su auto del garaje y emprender la marcha, pasando antes por un McDonald's. Sabía bien que a ésas horas no tendrían sus deseadas hamburguesas, pero no veía ningún mal en los desayunos que ofrecían y luego de pedir un Desayuno Deluxe e ir mordisqueando en el camino un hot cake, cruzó rápidamente por la autopista hasta un sendero separado por una avenida desierta de árboles que conducían hasta su lugar de trabajo. El hospital psiquiátrico.

El edificio tenía cuatro pisos, mas un sótano donde lo único que había era una construcción monstruosa de tubos que conducían el agua y la electricidad a todos los confines del hospital; una reja alta, de más de cuatro metros, era la única entrada y sólo podía abrirse por medio de un control remoto que era operado desde una caseta de vigilancia, y los muros, casi de la misma altura, rodeaban el recinto. El hospital era un sitio muy austero, solitario e incluso algo tétrico según lo vieran, pero por otro lado no se podía pensar en éste como una casa de orates cualquiera, con locos babeando y gritando, existía cierto control en el comportamiento de los pacientes que los hacía ser pacíficos, incluso sociales, y de no ser por sus desequilibrios pasarían por personas normales; como única puerta al exterior, en la parte trasera del hospital había un reducido jardín por el que se paseaban a sus anchas antes de que los enfermeros los devolvieran de buena gana a sus habitaciones. En conjunto había más o menos ciento cincuenta internos, porque aceptar un número mayor habría significado un problema de caos. A su vez, estaban divididos en los cuatro pisos: la planta baja correspondía a la gran sala comedor, las duchas y la recepción, donde se apilaban los enfermeros y la farmacia, el segundo piso correspondía a las oficinas de los doctores y los archiveros, el tercero era para las habitaciones, donde los pacientes comunes compartían recámara con un compañero y los de difícil trato estaban solos; el cuarto piso era otra historia.

En sus casi cinco años trabajando ahí, Alfred nunca había accedido al cuarto piso, y fue su colega el que le explicó que el lugar estaba bloqueado en casi la mitad de su extensión. Antaño, el cuarto piso correspondía a otra serie de recámaras un poco más espaciosa para los pacientes con necesidades intensivas, pero un accidente suscitado años atrás derrumbó toda el ala este, producto de un incendio repentino del que no tenían aún idea de cómo se provocó, y al final el ala que se salvó reservaba pocas habitaciones que eran más bien celdas de aislamiento para los enfermos peligrosos.

Fuera de ese detalle, el hospital funcionaba con toda normalidad, y Alfred ya estaba acostumbrado a las excentricidades de los pacientes. Por ejemplo, cuando el vigía lo dejó pasar y estacionó, notó que había una cara pegada al cristal, sonriendo ingenuamente; era un rostro enternecedor, la cara de un muchachito de pelo castaño que se pasaba la vida con los ojos cerrados, lo que hizo que por mucho tiempo pensaran que era ciego, pero sus motivos para permanecer así eran otros y se las había ingeniado para poder pasear por todos lados a ciegas. Cuando Alfred entró, escuchó unos golpeteos en el cristal y luego divisó cómo el muchachito era empujado por un hombre moreno que estaba ocupado lamiendo el cristal. El doctor suspiró y siguió su camino.

-Buen día, Elizabetha. –saludó a la mujer que estaba en la recepción. Ésta se encontraba enfrascada frente al pequeño televisor agitando los puños y viendo una guerra grecorromana en un ring.

-¡Machácalo, machácalo, idiota! Buen día doctor Jones… ¡Rómpele la maldita cara de una vez! Aquí tiene sus llaves…

Sin despegar la vista del televisor, la mujer le tendió unas llaves que correspondían a su oficina; Alfred, sonriendo amablemente, miró la pelea y comentó:

-Es Vlad, ¿no es así?

-Correcto. Vladimir contra Scott, el peso pesado y campeón de Escocia… ¡estúpido muérdelo, muérdelo…! Aaaah… ya qué. –la mujer hizo un gesto de desencanto al ver cómo su luchador favorito terminaba aplastado por el peso del escocés.

Alfred continuó su caminata hasta las escaleras que lo conducían a las oficinas, pero escuchó un topetazo y vio cómo la puerta de la sala se abría, dejando paso a Arthur Kirkland, su colega y también amigo. El doctor Kirkland era una cabeza más bajo que él, pero tenía el mismo pelo rubio despeinado y lacio, unos ojos esmeraldas refulgentes y unas cejas extremadamente gruesas. Al verlo en tal estado de exasperación, Alfred detuvo su marcha.

-Hola, Arthur… ¿qué pasa, problemas de nuevo?

-Lo de siempre, Alfred. Sadiq continúa lamiendo las ventanas pero se ha salvado por poco… hay un cristal estrellado y casi se rebana la lengua. –repuso con enfado. –Oye, Al, ¿te importaría echarles un vistazo? Debo devolver una llamada urgente y…

-Sí, por supuesto. –el muchacho entró en lugar de Arthur a la sala y vio el caos controlado en su interior; casi todos los pacientes rondaban, perdidos o hablando entre ellos por el lugar pero siempre en un orden tal que parecía mentira que fueran orates. En el fondo, un hombre de cabellos de punta estaba haciendo cuentas millonarias con objetos diversos, como monedas de chocolate, pastillas, prendas pequeñas y hasta mechones de cabello, todo con un aire tan serio que se notaba que se tomaba sus negocios a pecho; no muy lejos de él había cuatro hombre de tez muy clara jugando cartas, y uno de ellos arrojó su partida gritando dichoso:

-¡He ganado de nuevo, alaben todos al rey!

-Dagmar, nos pones en ridículo. –canturreó el de cabellos platinados. Habría sido una escena normal de no ser porque las cartas con que jugaban eran de todo tipo, desde baraja inglesa a unas de un juego japonés de mesa y otras dibujadas por los propios pacientes. En una mesa apartada, había tres muchachitos muy juntos, temblorosos, que miraban nerviosamente a todos lados con aprensión. Alfred sabía que tenían buenos motivos para estar así, apenas un par de meses antes se habían librado del yugo de un paciente excesivamente peligroso que por poco y mataba al que tenía cabellos castaños.

Del otro lado, el hombre moreno que había visto al entrar lamía las ventanas ansiosamente, y junto a él había otro de cabello castaño, acurrucado y semidesnudo a excepción de su ropa interior, y que lucía unas orejas de gato y un collar con cascabel; estaba acurrucado y dormitaba ronroneando suavemente. Pero el que atrajo su atención fue el muchachito del principio, que lo saludó con un fuerte y amistoso:

-¡Ciao, doctor Jones!

-Ah, Feliciano. –se volvió para mirarlo. -¿Cómo supiste que era yo?

-Hmm, sus pasos son más fuertes que los de otros doctores y además huele a miel. –repuso calmadamente, sonriéndole con sus ojos bien cerrados. –Doctor, adivine qué. Anoche volví a ver a mi hermano, dice que está seguro que muy pronto me sacará de aquí.

-Caray, pues… qué bueno… me alegro pero… Feliciano… -comenzó Alfred con una nota de pesar en la voz, pero el alegre jovencito lo interrumpió.

-¡No se preocupe por nosotros, doctor, estaremos muy bien! Bueno… debo irme, ¡ciao!

Alfred le siguió con la vista, viéndolo correr sin tropezarse entre las mesas. La historia de Feliciano, de entre todos los pacientes, era la que más lo enternecía. Cuando era niño, perdió a su hermano que falleció y cuyo cadáver nunca fue encontrado; sin embargo, él insistía en que éste seguía vivo y que era capaz de verlo y hablar con él, y para corroborarlo comenzó la inquieta costumbre de cerrar siempre sus ojos, para retener en su mente la imagen de su hermano hasta que pudiera verlo otra vez. Su obviamente desquiciada actitud lo llevó hasta el hospital, donde las visiones de su familiar fallecido lo siguieron, pero le granjeó el rumor entre los pacientes de que tenía visiones del Más Allá. Alfred lo entendía, la pérdida de un pariente tan querido es un trastorno del que muy pocos salen completamente ilesos.

Oyó de pronto unos sollozos desesperados, y no tardó mucho en saber de dónde venían; en una esquina, una muchacha de cabellos platinados y grandes pechos estaba luchando contra un hombre que la había acorralado, y negaba histéricamente con la cabeza mientras gritaba:

-¡No! ¡Ya te dije que no quiero, mi hermano se enojará mucho conmigo si lo hago!

-Pero mon chérie, ¿qué tiene de malo? Anda, déjame tocarlos… sólo un poquito…

-¡Hey, cuidado ahí! –exclamó Alfred, y un enfermero de estatura descomunal y aspecto aburrido se aproximó a la esquina, apartando al hombre de la llorosa chica. Alfred se acercó y sonrió tratando de calmarla. –Ya ha pasado, estás bien, ¿te hizo algo?

-¡Él quería tocarlos! –gimoteó asustada aún. –Gracias doctor, es muy amable por pro… protegerme.

-No hay de qué. –le dijo amablemente.

-Tengo que agradecérselo… -repuso la mujer, que empezó a desabrocharse los botones de su blanco delantal dejando entrever sus gigantescos atributos. Palideciendo, Alfred la tomó de las manos.

-¡Hey! No es necesario, Yekaterina, jejeje…

-De acuerdo… cuando me toque visita se lo agradeceré. –repuso con aire infantil. Todavía no averiguaban del todo qué le ocurría, sólo sabían que se trataba de una persona muy retraída que, a ratos, le daba por enseñar sus pechos, no con mala intención sino como una necesidad repentina, y todo con un aire ingenuo que daba a entender que no era consciente de sus actos.

Por otro lado, el hombre que la había acorralado era una cosa más complicada.

-¡Suéltame en nombre del amour! –le gritaba rabioso al enfermero, que gruñó por lo bajo.

-Berwald, está bien, puedes soltarlo. –replicó Alfred, y el huraño enfermero liberó al paciente. Éste sacudió sus hermosos cabellos dorados y miró con pesadumbre al doctor, diciendo con su voz afectada:

-Monsieur doctor, exijo que se me dispense por hoy. Claramente es una grave equivocación tenerme aquí.

-Creo que sí, por eso siempre te tenemos en aislamiento, Francis.

-¡Ya les he dicho que no soy un violador! –escupió el hombre. –Sólo me gusta repartir mi amour entre todos los presentes y otorgarles una perspectiva diferente de la vida. ¿Es un delito acaso?

-Si es contra su voluntad, sí.

-Nunca hago nada contra sus voluntades.

-¿Y qué hay de Yekaterina?

-Ella se ofreció amablemente a mostrarme esos hermosísimos senos que tiene, y yo, como buen caballero y amante de lo hermoso, quise rendirles tributo con unas… ah… caricias delicadas, es todo.

-Eso no justifica nada. –le cortó Alfred de mal modo. Francis se apartó, resignado, y se dispuso a buscar compañía por lo que terminó sentado al lado de un muchacho rubio muy menudo que iba vestido con un camisón femenino. Apenas verlo, el del camisón le entabló plática, y Alfred los dejó ahí muy tranquilos, como de costumbre, avanzando a la puerta de salida luego de tan divertido espectáculo.

Antes de salir, le cortaron el paso dos personas: uno ya lo conocía, el doctor Honda, de Tokio, famoso entre sus colegas por presentar un estoicismo aún en los momentos más maniáticos de sus pacientes, el otro se trataba de un hombre alto y delgado, con anteojos y el cabello oscuro y lacio, que miraba con petulancia la sala.

-Por aquí, Edelstein-san. –le pidió Kiku, conduciéndolo entre las filas hasta llegar junto al hombre de orejas de gato. –Este es uno de mis pacientes particulares, Heracles Karpusi. Tiene un trastorno típico de distorsión y desde hace tres años se cree que si modifica su comportamiento y alimentación se convertirá en un gato. Karpusi-san… -le dijo en voz más alta. El hombre se revolvió en su butaca, se estiró adoptando una postura típica de gato, y miró con ojos adormilados a Kiku.

-¿Sí… señor… veterinario? –preguntó con voz suave, lenta y ronca.

-Karpusi-san, le he explicado varias veces que no soy un veterinario. –le repuso Kiku con mucha tranquilidad. –Por favor salude a Edelstein-san, el nuevo aspirante a doctor.

Por toda respuesta, Heracles se incorporó a cuatro patas y rozó su cabeza con el cuerpo del hombre de los anteojos, ronroneando cariñosamente.

-¡Pero qué…! –exclamó Edelstein, visiblemente desconcertado y hasta ofendido.

-El nuevo… veterinario… huele bien. –musitó Heracles antes de volver a acostarse en su butaca.

-Pero… qué vulgar. –susurró el nuevo doctor, acomodándose bien sus ropas. Alfred salió por fin de la sala, bien convencido que aquél estirado la iba a pasar fatal si se quedaba a trabajar ahí. Recordó que el día que Heracles llegó, lo primero que hizo al verlo fue enroscarse firmemente en sus tobillos y echar una siesta ahí, impidiéndole moverse hasta que Kiku lo rescató, tentando al paciente con un plato de atún.

Dirigió sus pasos calmadamente al segundo piso, no sin notar que Elizabetha ya no estaba prestándole atención a la tele, y se entretenía en estirar el cuello en dirección a la sala. Subió las escaleras y se topó con Emma, una de las pocas enfermeras que continuaba trabajando ahí.

-¿Qué hay, doc? –le saludó con la efusividad acostumbrada. –Acabo de llevarle sus tabletas al paciente de la 34, desde ayer sigue con su resfriado.

-Me alegro. Oye… cuidado con Bonnefoy, anda muy cariñoso hoy otra vez.

Emma soltó una risita esbozando una sonrisa gatuna y le guiñó el ojo.

-No se preocupe por mí, doc. Puedo controlar a Francis con mucha facilidad.

-Eso espero. –Alfred subió los escalones restantes y vagó por el pasillo. Había una razón excelente por la que había tan pocas mujeres operando en el hospital, y la razón era justamente aquél paciente. Al principio sus galanterías no tenían nada de anormal, bien sabían por los estudios que le realizaron que tenía una patología común, una especie de satiriasis que se le agudizaba según la época del año, sin razón aparente; el problema vino cuando descubrieron que las enfermeras acudían, muy discretamente, a su celda cargando varias cosas y salían vacías y con una sonrisita tonta en los labios.

No les costó mucho averiguar que el don Juan franchute estaba vendiéndose, literalmente, con las únicas mujeres que tenían contacto con el exterior, las cuales a cambio de sus caricias le traían todo lo que les pidiera, chocolates, golosinas, objetos de aseo personal y por sus pintas bastante caros, y hasta medicina de la farmacia. Ante esta situación, las mujeres fueron despedidas y a las que quedaron se les prohibió terminantemente aproximarse a Francis, y sólo Emma, que tenía un aplomo magnífico, se le permitía hablar, desde la seguridad de su ventanilla en la farmacia por supuesto, y a cargo del paciente estaban varios enfermeros. Todo habría salido de lujo de no ser porque pronto Francis cambió de táctica, o más bien de objetivo, y se puso a coquetear con los hombres, aunque se tenía sus reservas con Ludwig, cuyo tamaño y peso le proporcionarían, de ser necesario, una paliza espectacular sin problemas.

Siguió caminando por el pasillo cuando escuchó un estruendo en el piso superior; luego, en tropel, subieron corriendo Ludwig y Berwald, de todos los enfermeros los más corpulentos y fuertes, y Alfred supo que acababa de pasar algo malo. No tenían enfermos de gravedad en aquél hospital… excepto uno, y tuvo una mala sensación que le obligó a seguirlos tan pronto como se lo permitían sus pies.

Tal y como sospechó, subieron hasta el tercer piso, donde una de las habitaciones privadas más alejadas tenía las puertas abiertas de par en par; adentro, se oían los gritos entrecortados de Arthur.

-¡Déjame… bloody hell… HELP!

-¿Arthur? –Alfred corrió directo a él, apenas cegado por las dos figuras que le precedían, y alcanzó a ver más o menos lo que pasaba: Arthur, tirado en el suelo y arrastrándose lastimeramente, gemía y farfullaba con enfado frotándose la garganta, mientras Ludwig y Berwald sujetaban a un hombre corpulento, de cabellos grises y sonrisa tranquila, que miraba con los ojos entrecerrados al doctor.

-Iván lo siente… -replicó el hombre con voz infantil. –No quería lastimar al doctor pero lo obligó a comportarse mal, ¿Da?

-Yo no tengo la culpa que toda tu maldita familia esté descarriada. –gruñó Arthur.

-Kol kol kol… -susurró Iván amenazadoramente, y trató de soltarse de los enfermeros para saltarle de nuevo.

-Damn it! ¡Llévenselo al piso de arriba!

-¡El doctor no debe decir nada malo sobre la familia de Iván! –exclamó el paciente mientras lo arrastraban dificultosamente por el pasillo. -¡El doctor es idiota y no sabe nada! ¡Si vuelve Iván a escucharlo hablar mal de su familia le romperá las piernas!

-Arthur… -Alfred se acercó, ayudándolo a ponerse de pie. -¿Qué diablos pasó aquí?

-Vine a examinar a Braginski. –contestó secamente mientras daba un portazo a la habitación. –Estábamos hablando de sus hermanas otra vez; en cuanto mencioné a Natalia se puso… bueno, ya sabes cómo se pone. Me dijo que ella se sentía más sola que él pero que eso no lo haría cambiar en nada; bueno, le dije que hace unas semanas nos llamaron del centro donde estaba Natalia y nos contaron que se había suicidado. Creí notar algo, como si hubiera comprendido, y yo le pregunté "Bueno, ahora que está muerta te sientes más tranquilo, ¿no?" y… entonces se puso como loco y me saltó encima. Por poco me rompe el cuello…

-No entiendo porqué siguen atendiéndolo aquí, ¡es peligrosísimo! –espetó Alfred mientras le ayudaba a acomodarse la ropa.

-Justo por eso. En ningún hospital lo quieren. –replicó Arthur con amargura. –Es demasiado peligroso para él y para otros aunque… no sé, estas semanas había progresado mucho.

-Lo entiendo. ¿Quieres una taza de café? –propuso Alfred, tratando de quitarle de la cabeza las imágenes del loco ése, que por más que habían probado remedio tras remedio no habían conseguido curarlo ni un poco.

-Sí, por favor… me haría mucho bien.

Iván Braginski, junto con su ilustre familia compuesta por la fallecida Natalia y Yekaterina, fue internada cuando eran adolescentes aún. Un montañista los había encontrado en las frías tundras rusas, sin saber cómo habían sobrevivido ahí, y aunque intentó auxiliarlos apenas notar los indicios de demencia en los tres rogó a las autoridades que los echaran; eran malos tiempos para los enfermos mentales, las ideas de eutanasia aún no desaparecían del todo en Europa del este, y aunque el comunismo estaba a punto de caer y la Perestroika estaba iniciándose, las ideas revolucionarias de terapia oportuna se le antojaban irreales al pueblo ruso, por lo que la llegada de los Braginski a Moscú no les valió gran cosa. Lo mejor que consiguieron fue ser internados en aislamiento en un hospital, donde los examinaron de todo a todo comprobando que estaban sanos, aunque sus mentes estaba severamente dañadas y de inmediato los cogieron de conejillos de Indias para diversas terapias, como electrochoques y medicamentos que terminaron medio matándolos. La trágica historia de Moscú terminó cuando Iván mató al doctor que intentaba inyectarle mercurio a Yekaterina.

A causa de sus deficiencias psiquiátricas, ninguno de los tres hermanos fue enviado a prisión, pero pasaron migrando de asilo a asilo hasta que cayeron, milagrosamente, en el hospital mental donde trabajaba, por ése entonces, solamente Arthur y otros doctores más. Para esa época los tres habían alcanzado la edad adulta y Natalia, la menor, acababa de cumplir veintiún años; los tratamientos, más basados en el psicoanálisis que tanto auge tenía que en darles toques en la cabeza, pareció tenerlos felices y tranquilos, pero aún no encontraban una cura, y no pasó mucho tiempo antes de que Natalia fuera enviada a un centro, separada de los mayores. El motivo fue que había desarrollado una obsesión enfermiza por su hermano, y trataba a toda costa de estar junto a él; la ansiedad que le provocaba lo ponía en riesgo de volverse violento y Arthur al final tomó la resolución de separarlos. Fue buena idea, habían pasado apenas catorce meses desde aquello, pero por lo visto la menor de los Braginski no soportó la separación y murió.

Devanarles los sesos a los dos restantes, con medicina o hipnosis, no les había arrancado nada, su psique era un laberinto eterno, lleno de nieve, en el que nadie había podido ahondar ni un poco para averiguar dónde se habían quebrado sus inestables mentes. Los Braginski quedaron recluidos de por vida como fantasmas o desvalidos a los que se les atendía por piedad.

-Me da un poco de lástima a veces. –terció Arthur mientras Alfred le entregaba una taza de café y bebía otra. –Sus padres debieron ser primos o algo así, si no, no me explico que estén tan asquerosamente mal.

-No es asunto nuestro lo que sus padres hayan hecho o no. Lo único que podemos hacer es ofrecerles un poco de ayuda para que se adapten al menos.

-Yetakerina me agrada. –repuso Arthur. –Lo único que hace es llorar y enseñar los pechos, ¿qué tiene eso de peligroso?

-Pues que cualquiera pensaría mal. Esta mañana Francis estaba acosándola por ese motivo.

-Ah… Francis. Tengo cita con él… más bien él tiene cita conmigo hoy, a las dos.

La información, que parecía dicha de pasada, provocó un cambio visible en la cara de Arthur, que seguía huraño y contrariado por lo que le pasó con Iván, pero al pronunciar el nombre de Francis su rostro se relajó de golpe, como si estuviera pensando en algo no muy agradable, pero que al mismo tiempo, le gustaba. Alfred no pudo evitar notarlo y apretó con fuerza la oreja de su taza.

-Arthur de verdad… ¿no puedes transferirlo con otro doctor?

-Sabes que no puedo, no cuidamos a nuestros pacientes por antojo. Además, con los otros médicos en insoportable… -parecía que iba a añadir algo como "pero conmigo es todo lo contrario", a juzgar por el movimiento desvaído de sus labios, lo que despertó más el enojo de su colega.

-No me gusta que trates a Bonnefoy.

-Ya lo hablamos hasta el cansancio, Alfred.

-¿Y de todo lo demás que te dije?

Algo titiló en los ojos esmeralda de su interlocutor. Sabían bien, los dos, de qué estaban hablando; en Nochevieja, habían salido a celebrar a un pub cercano, y entre copa y copa Alfred le reveló sin querer algo a su colega, algo muy íntimo y demasiado delicado. Seguían tratándose con la familiaridad de siempre, pero el secreto a voces se había vuelto una barrera invisible entre ambos.

-Ya también te di mi respuesta al respecto. –le cortó secamente, dando otro sorbo largo de su café. –Mi respuesta no ha cambiado.

-Pero…

-Y tú deberías de pensar en dejar de lado esos celos que no tienen razón de ser.

-¿Qué no tienen razón de ser, dices? Por favor, es tan obvio que parece mentira que no lo notes… -como Arthur no le contestó, Alfred siguió. –Ese Bonnefoy se trae algo contigo, eso es seguro, y no vayas a creer que me quedaré aquí de brazos cruzados tranquilo como si nada mientras él trata de engatusarte… ¡es negligente entablar lazos con los pacientes!

Para su desesperación, su colega soltó una fría carcajada.

-Te ves divertidísimo celoso, Alfred, pero no dejes volar tu imaginación. En lo que a mí respecta Francis sigue siendo el mismo loco adicto al sexo de todos los días, y tú… -en ese momento, sin embargo, su voz se volvió más tenue, más amistosa. –Tú sigues siendo mi compañero y amigo.

-¿Seguro que sólo eso?

Alfred había avanzado. Le sacaba un buen trecho de estatura a Arthur y no le costaba nada acorralarlo en la pared, antes de pasar una mano por la mejilla sonrojada de su colega que apenas atinó a decir, en voz muy baja:

-D… deja eso… idiota…

-¿Dejar… qué? –preguntó inclinándose hacia él. En ese momento, oyeron unos golpes en la puerta de la oficina y reconocieron la voz de Victoria, la joven morena que habían contratado de enfermera un mes atrás.

-¡Señor Kirkland! –exclamó. -¡Señor Kirkland, por favor…!

-¿Cuántas veces te tengo que pedir que me digas DOCTOR Kirkland, Victoria? –le reprochó Arthur, que se separó de Alfred y abrió la puerta dando paso a la muchachita morena que llevaba dos coletas sujetando sus negros cabellos.

-Doctor… ¡oh! –los grandes ojos de Victoria se posaron en Alfred, que sintió como si lo juzgaran en silencio. Estaba a punto de dar una excusa para su estadía en la oficina de Arthur cuando la jovencita, sonriente, dijo: -El doctor Jones está aquí, ¡bien! Así podrán bajar juntos, porque los necesitan.

-¿Y para qué?

-Han trasladado a una persona, señor doctor, y quieren que la examinen… ambos.

Los dos médicos se miraron. Rara vez se solicitaba más de un doctor para evaluar a un paciente, a menos… que fuera una persona peligrosa. Parecía que el destino estaba en su contra, justo cuando se habían librado de Iván tenía que llegar otro igual o quizá peor de loco.

-Bien, ya vamos. –gruñó Arthur, haciéndole un gesto con la cabeza a Alfred que lo siguió silenciosamente. –Te diré algo, este hospital se cae a pedazos, desde su fundación nunca he sabido que algún paciente permanente se recupere, parece que se acostumbran a estar como plaga aquí y no quieren sanar ni un poco. Además… ¡están sufriendo locura colectiva!

-¿Locura colectiva? –preguntó Alfred mientras bajaba apresuradamente las escaleras con él.

-Sí, el otro día Lukas me contó, muy angustiado, que había visto una sombra rondar por los pasillos en las noches, y que lo oía canturrear. Estaba eso muy bien, ya sabemos que Lukas acostumbra ver cosas, pero luego Patrick vino y me contó una historia similar, y está bien eso de que tenga alucinaciones por el daño cerebral y todo pero… ¿me oyes, Jones? ¡Luego fueron otros cinco pacientes a decirme lo mismo!

-Tal vez se lo han inventado entre todos. ¿Te acuerdas de cuando nos dijeron lo de la calabaza flotante?

-Ah sí, que luego resultó ser una naranja colgando de su árbol. Pero esta vez es distinto, están atemorizados… incluso ya no hacen tanto ruido por la noche, ellos siete.

Llegaron al vestíbulo, donde Elizabetha volvía a mirar con aire curioso la entrada de dos enfermeros, vestidos con sus trajes blancos, sujetando con una especie de correas los brazos del paciente.

-Buenos días. –saludó Arthur. -¿De dónde viene?

-Del Saint Mary.

-Eso no es un manicomio. ¿Porqué vienen desde ahí?

-Lea esto y lo sabrá. –uno de los enfermeros le tendió una carpeta, que Arthur y Alfred se apresuraron a hojear. Había un certificado médico, no por trastornos psiquiátricos sino pro heridas físicas varias, otro de una declaración formal, uno de un reporte policíaco y al final…

-¡Bloody hell! –exclamó Arthur, apartándose asqueado de la carpeta. Eran fotografías de una escena del crimen, y entre tanta sangre no lograban averiguar bien quién era el muerto, empapado del líquido escarlata y casi hecho pedazos. Al lado, la foto final mostraba a una persona de espaldas, sujetando una alabarda ensangrentada.

-No pueden… nosotros no… estamos preparados… -susurró Alfred, presa de la angustia. Arthur, reponiéndose, cerró la carpeta de golpe y miró desafiante a los enfermeros.

-¿Qué pretenden? ¿Qué le inyectemos cloruro de potasio?

-Hubo quienes estuvieron de acuerdo. –contestó uno en voz baja. –Pero bueno… hasta que el gobierno no sepa qué tiene no puede aplicársele pena de muerte. Además, es muy joven todavía…

-¿Y bien, quién es?

Por toda respuesta, los enfermeros tiraron de las correas, haciendo avanzar al frente una figura muy pequeña, vestida con ropas raídas y un suéter chamuscado. El largo pelo castaño lo sujetaba con dos trenzas deshechas, y su cara, de tez morena aunque pálida, reflejaba una especie de ensoñación, como si no estuviera ni aquí ni acá.

Arthur y Alfred avanzaron hacia ella, desconcertados. Luego de ver las fotografías no alcanzaban a entender que una criatura tan menuda y débil fuera capaz de cometer tan brutal asesinato. La jovencita no podía pasar de los veinte años, y se notaba a leguas que no tenía mucha fuerza física.

-¿Cómo se llama? –preguntó Alfred con curiosidad mientras Arthur, silenciosamente, comenzaba un diagnóstico.

-María Fernández. –repuso un enfermero. Alfred, tratando de sobreponerse al horror, se inclinó hacia ella y la saludó con mucha naturalidad.

-Hola, María. Soy el doctor Jones.

No se esperaba, naturalmente, una respuesta, los pacientes violentos no suelen hablar demasiado y eso lo sabía gracias a Iván. Por eso, cuando la joven levantó su cabeza y lo miró sintió un acceso de pánico y ganas de huir; María parpadeó, observándolo como si acabara de despertar y no estuviera aún muy segura de qué tan real era todo aquello. Tenía los ojos más bonitos y tristes que Alfred hubiera visto jamás, y se sintió turbado por la insistente mirada de aquéllos ojitos luminosos, asustados, desconcertados.

-Hola. –susurró. Fue todo lo que dijo antes de dejar caer su cabeza, volviendo a su postura original.

-Bueno… es toda suya ahora. Necesitarán expedir su diagnóstico final antes de que termine el mes para que el jurado decida si debe aplicarle la pena capital o enviarla a terapia. Buen día. –los enfermeros salieron, dejando a la nueva paciente en el vestíbulo.

Luego de un largo silencio, Arthur llamó a Ludwig y le pidió que escoltara a María a una de las celdas individuales; los ojos de Alfred y la paciente se cruzaron otra vez con brevedad.

-¿Qué crees que signifique todo esto, Alfred?

-¿Hmm?

-Te estoy hablando.

-¡Ah! Sí, perdona, me desconcentré un poquito. Pues me parece muy tranquila… igual que…

-Igual que Iván luego de sus ataques homicidas. –concluyó Arthur. –No sé… hay algo raro en esa niña, ¿no lo crees? En fin, revisaré el caso y te lo mandaré. Te encargarás de su diagnóstico.

-Alto, ¿yo? ¿Y porqué no lo haces tú si ya llevas ventaja?

-Porque tengo a cinco locos que citar hoy y tú apenas y tienes gente para citas. María es tuya.

Los dos médicos avanzaron de vuelta al segundo piso, cabizbajos, pensando sin darse cuenta de lo que acababa de ocurrir, y de lo mucho que les repercutiría en poco tiempo.

Holi. Ya me conocen, de que tengo una idea para un fanfic no puedo evitar escribirla. Espero que les haya gustado el primer capítulo y que comenten. Se aceptan dudas, sugerencias, quejas, jitomatazos… ¡todo lo que gusten! Y espérennos en el próximo capítulo. ¡Adiosito!