Advertencia: primer capítulo embarrado de Arthur y su tsunderismo. Universo Alterno.
Hoy aparecen: Arthur Kirkland (Inglaterra), Scott Kirkland (Escocia), Iarlaith Kirkland (Irlanda), Arlan Nicholas Kirkland (Irlanda del Norte), Wallace Kirkland (Gales), Brittany Kirkland (Brittania), Hermann Beilschmidt (Germania), Rómulo Vargas (Imperio Romano), Antonio Fernández (España), Francis Bonnefoy (Francia), Gilbert Beilschmidt (Prusia), Manuel (Chile), José María (México), Alfred (EUA) y Matthew (Canadá).
I. ¡Simón Benito!
La vida de Arthur Kirkland se resumía en una palabra: mierda. Una mierda caballeresca, según sus propias palabras. Pero seguía siendo una reverenda basura. Le habría gustado tener una máquina del tiempo y volver a antes de que su padre muriera e hiciera su maldito testamento y le fastidiara la vida a él y a su madre. Qué mal que eso no existiera.
¿Que qué demonios ocurría en su vida? El problema se reducía a: su padre. Sí, el mismo hombre que le dio la vida.
Su padre siempre le había dado la vida que todo británico de buenos principios merecía: una vida cómoda, tranquila y en familia. En ese entonces sólo eran él, su madre Brittany y su latoso hermano Scott. Eran una familia de clase alta, con una vida estable y la tranquila felicidad que a los ingleses siempre les atraía. Pero todo cambió cuando le detectaron cirrosis a su padre. Él no les comunicó eso, no hasta que su enfermedad empeoró y a la familia le tocó verlo morir lentamente…
Arthur apretó los puños con fuerza y contuvo una lágrima. No quería recordar eso, no quería sentir lástima por él.
No había pasado ni un mes de la muerte de su padre, Arthur y Scott ya habían aceptado la muerte (cada uno a su manera) y ambos le hacían compañía a su madre, cuando los llamaron para la lectura del testamento de su padre. Fue entonces cuando aparecieron ellos: Iarlaith, Arlan Nicholas y Wallace Kirkland. Kirkland, sí: la otra familia de su padre. Si estaban ahí era porque su propio papá los había reconocido en su testamento y les había legado el noventa por ciento de su fortuna como recompensa por haberlos abandonado. Arthur no supo qué le dolió más: que su héroe se convirtiera en el más vil de los villanos, tener una familia de la cual nunca supo o ver a su madre dándose cuenta de las infidelidades de su esposo.
Arthur y su familia se indignaron tanto que salieron de la oficina lo más rápido posible y no quisieron conocer a esa familia.
Se le hizo un nudo en la garganta. Se obligó a no llorar.
Malditos. Malditos. ¡Malditos!
Ahora no solo no tenía dinero para seguir pagando la colegiatura de él y su hermano en la Academia W, sino que vio cómo la otra familia se acomodó a sus anchas en SU casa, gozando del dinero que también debería de ser de Arthur, Scott y su madre, sino que estaba preocupado por el estado anímico de su madre y también tenía que encontrar una maldita manera de traer dinero a su casa.
—Eres un maldito, papá —susurró.
Al menos la Academia W le ofreció ser candidato a una beca. No todo era una mierda. De hecho, ahora estaba en la oficina de la dirección de la Academia, con papeles en mano, listo para ser entrevistado y hacer todo lo posible por obtener esa beca.
— ¿Señor Kirkland? —llamó la joven asistente del director—. Ya llegó el subdirector, el encargado de las becas…
Arthur se sobresaltó internamente. Suspiró y se levantó, intentando fingir seguridad. Rectitud y actitud ante todo.
—Yo puedo lograrlo, yo puedo lograrlo…—susurró antes de entrar en la oficina para entrevistarse con el subdirector de la Academia. Tan nervioso estaba que no se dio cuenta de que olvidó su portafolio.
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No muy lejos de ahí (de hecho, a cinco metros aproximadamente), tres adolescentes se acercaban con toda la pose casual y sensual (al menos en su opinión) que el mundo merecía de ellos. Uno era un rubio, uno era un albino y el otro tenía el cabello castaño. Tenían toda la actitud de la buena vida en sus caras: diversión, arrogancia y carisma. Toda la Academia los conocía como el Bad Touch Trío (el "trío del mal toque"), apodo cortesía de Arthur Kirkland y Roderich Edelstein. ¿Sus nombres? Francis Bonnefoy, Gilbert Beilschmidt y Antonio Fernández Carriedo.
¿Qué hacían seres tan awesome como ellos en la Dirección? Solo querían conseguir las llaves de los vestidores de las chicas. Nada más.
El albino (llamado Gilbert) y el de cabello castaño (Antonio) se sentaron en donde antes había estado sentado cierto chico inglés. El rubio (Francis) fue directamente con la joven asistente con aire soñador y coqueto.
—Ese ceño fruncido no combina con tu hermosa cara, linda Elizabeta —dijo con acento francés. La chica levantó la vista de la tableta electrónica en la que había estado leyendo atentamente un informe escolar especialmente aburrido.
— ¿Se le ofrece algo, señorito Bonnefoy? —preguntó ella intentando parecer educada, aunque en el fondo estaba hastiada porque el chico siempre intentaba ligar con ella y con todo lo que tuviera una falda.
— ¿Está mi adorado tío Rómulo, director de este honorable recinto del saber? —Las palabras refinadas eran la prueba de que Francis había estado demasiado tiempo con el bien educado austriaco Roderich Edelstein. Sobre lo otro, sí Francis era sobrino del director, y Antonio también.
—El señor subdirector lo echó de la oficina hace cinco minutos y no sé a dónde fue… —nada más dijo esto, Elizabeta volvió a leer ese informe, recordando…
—¡… Y no vuelvas a molestar hasta que termine de entrevistar al chico! —decía un hombre rubio (su pelo exageradamente bien peinado hacia atrás), mientras echaba a patadas al director de la Academia W.
— ¿Mi no tan awesome vati está aquí? —preguntó Gilbert sorprendido, refiriéndose al subdirector Hermann Beilschmidt. A Gilbert no le importaba que su padre trabajara en la escuela, pero su alarma interna se encendía siempre que él estaba cerca. Le extrañaba, porque su padre siempre trataba de trabajar lejos del director Rómulo Vargas y el único modo era estar afuera, arreglando las relaciones sociales de la Academia, fuera, fuera, fuera, muy lejos del hiperactivo director.
—El señor subdirector está entrevistando a un aspirante a becario —replicó Elizabeta distraída.
Antonio era un muchacho tranquilo y simpático. Bueno, eso pensaba la gente al verlo por primera vez; en realidad el chico era muy inquieto. Mucho. Como ahora, que solo por hacer algo estaba hurgando en la macetita que estaba junto al sillón. Quién sabe, quizá podría encontrar un jitomate escondido entre sus ramas. Podía ser. Pero lo único que encontró fue un portafolio y no en la plantita, sino recargado en el sillón.
— ¿Este no es del Anglo-cejón? —murmuró. Sus amigos lo rodearon en un dos por tres. Cada miembro del Bad Touch Trío tenía un enemigo declarado: Gilbert tenía a Roderich Edelstein un señorito austriaco al que amaba sacar de sus casillas, Antonio tenía a un italiano gruñón (por más que Antonio lo negara alegando que a él le agradaba el chiquillo) llamado Lovino Vargas y Francis tenía a un terco inglés que tenía cejas muy prominentes: Arthur Kirkland. Los ojos de Francis brillaron: ¡lotería! Ese portafolio era de Kirkland, ¡ahora podría vengarse por el apodo de Frog (rana, en inglés) por haberle arruinado muchas citas, por ser tan cejón y por ser tan inglés!
Francis y Gilbert se jalonearon silenciosamente porque los dos querían acaparar el portafolio, hasta que Antonio les dio un codazo y señaló la puerta de la dirección, que se estaba abriendo y por ella apareció el director. Rómulo Vargas caminaba felizmente por el pasillo, con un helado en la mano. Gilbert y Francis se paralizaron por la sorpresa, así que Antonio fue el héroe del momento: él agarró el portafolio y se escabulló por la cercana puerta del baño.
—… Mañana mismo obtendrá la respuesta —escucharon que decía el sub director. Los dos miembros restantes del Bad Touch Trío se giraron para ver que la puerta más cercana también se había abierto y por ella salía el enemigo número uno de Francis.
Arthur salió de la oficina con aire un poco abatido, pero cambió su postura por una altanera al ver a Francis y Gilbert. Cuando pasó a su lado, les envió la misma mirada de desprecio que se lanzaban siempre que se veían, y ellos le respondieron igual (bueno, además Francis le envió un beso burlón y le guiñó el ojo). ¿De dónde había surgido la enemistad? Ya ni si quiera lo recordaban, pero la mantenían.
El inglés salió de la oficina y se dirigió al estacionamiento donde estaba su viejo, pero bien cuidado, Volkswagen Escarabajo. Lo siguiente en su lista era… bueno, era conseguir trabajo. Ahora iba a dejar sus papeles y una solicitud de empleo en el museo de Historia que estaba del otro lado de la ciudad. Apretó el volante, pensando amargamente que dentro de poco tendría que vender su coche.
Ahora dejemos vagar al inglés por las calles de la ciudad y volvamos con el bien conocido Bad Touch Trío.
Antonio tenía su propio problema. La puerta del baño se había atorado, en serio, jaló, jaló y jaló sin resultado! Hasta que se dio cuenta de había que empujar hacia afuera y no jalar hacia adentro. Empujó y fingió que todo estaba normal. En la recepción se encontró con el viejo director con un brazo alrededor del subdirector y balbuciendo algo sobre « hermosas griegas», a Francis riéndose, a Elizabeta viendo su Tablet solo que ahora con interés, un hilillo de sangre resbalándose de su nariz y murmurando «hard yaoi», y a Gilbert en cuclillas detrás del director, con su mano acercándose cuidadosamente al bolsillo del saco del hombre.
¡Las llaves! Gilbert iba a hacerse con el tesoro por el que habían ido. Ahí venía la oportunidad de ver a todas esas lindas niñas, sacar fotos…
La mano de Gilbert se metió en el bolsillo del director. El alemán nunca antes había estado tan concentrado, ni si quiera en los exámenes de admisión. Tan cerca…
¡Sí!
Mientras el director seguía soñando despierto con sus chicas griegas, Gilbert apretó las llaves para que no hicieran ruido, sacó su mano y las escondió rápidamente bajo su manga. El Bad Touch Trío se miró: si ya tenían lo que querían, era hora de retirarse estratégicamente…
— ¡Toñito! —… Pero alguien los detuvo. El director soltó a su compañero cuando vio a Antonio, su otro sobrino favorito.
— ¡Hola, tío Remus! —Antonio saludó alegremente al director.
— Soy Rómulo, Toñito —corrigió el director, fingiendo seriedad—. ¡Ah! Antes de que se me olvide, hay correo para ti, es sobre el castigo de tu última travesura —Antonio sonrió como si nada y recibió los sobres que su tío le extendía. El hombre le sonrió de regreso y le dio unas palmaditas en el hombro—. Ya no seas tan travieso o pasarás tu vida haciendo trabajo social como castigo —se rió—, lo mismo para ustedes dos…—advirtió a Francis y Gilbert.
—El comal le dice a la olla —refunfuñó el sub director Hermann.
—… O al menos no dejen que los descubran. ¿Tienen idea de cuánto papeleo tengo que hacer cada vez que los atrapan haciendo travesuras en vía pública? ¿No se compadecen de mí? ¡A este paso me van a salir arrugas!
—Ay, mi no tan awesome director, ¡pero si usted ya hasta tiene nietos! — Gilber palmeó la espalda del director como si fueran viejos amigos. Al hombre lo rodeó un aura oscura de tristeza al sentirse viejo e incomprendido.
— ¡Gilbert Beilschmidt! —regañó el subdirector a su hijo. Gilbert se alejó lo más posible de él.
—Pero son unos nietos muy guapos, ¡como yo! —dijo el director, recuperándose rápidamente de su depresión. — ¿Desde cuándo usas portafolios, Toñito? —preguntó repentinamente, señalando lo que Antonio escondía detrás de sus piernas.
—Desde… que… soy… ¿Un hombre responsable? —replicó Antonio fingiéndose tonto. A Gilbert le ganó la risa, pero lo cubrió con un ataque de tos. — ¿A que no está chulo mi nuevo portafolio? —presumió y para darle seriedad, Antonio metió dentro una de sus cartas. — ¿Qué? El Jefe se ve bien majo con su nuevo portafolio —alzó el portafolio y posó con él—. Mírenme, soy un amargado, oh, sí, mírenme… ¿Verdad que sí, tío Ramón?
—Que me llamo Rómulo —musitó el director.
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En el rincón más alejado del patio había un perro. Un niño vigilaba, otro niño acariciaba al perro, el tercero se felicitaba a sí mismo y el cuarto se quejaba. Todos los niños tenían el mismo uniforme: un pantalón gris y un suéter verde oscuro. En ese patio de cemento había varios niños más, pero todos estaban jugando mientras que los cuatro niños estaban en la esquina más alejada, junto a una baranda que daba a la calle y una puerta pequeña que estaba entreabierta.
—No hay villanos cerca —declaró el niño que vigilaba—. ¡El súper hero súper vigilante!
Era un perrito pequeño y tenía el pelaje negro, pero estaba muy flaco y su pelaje se estaba cayendo. Cualquiera lo miraría con asco, pero esos niños no. El que vigilaba, Alfred, era un chiquillo rubio con lentes, que tenía un rulo que desafiaba la gravedad y que tenía puesto sobre su uniforme, una vieja chaqueta color café que tenía un enorme 50 en la espalda; tenía once años. Siguió vigilando que nadie los descubriera con el perro, protegiendo sus ojos del sol y rotando sobre sí mismo, hasta que pensó que alguien no estaba…
— ¡Hermano, ¿dónde estás?! ¡¿Matthew?!
—… Aquí, Alfred…—murmuró el niño que acariciaba al perro. Matthew era un chiquillo muy parecido al súper hero vigilante. Alfred suspiró aliviado; había perdido de vista a su hermano… otra vez.
El perrito se dejaba acariciar por el chiquillo. Era como si nunca antes alguien lo hubiera hecho y por eso se veía feliz, lo cual hacía felices a los niños. ¿Cómo no querer a ese perrito?
—Gringo súper-Tonto —musitó otro niño, pero en español. Éste a diferencia de los hermanos gemelos, era moreno y bajito, cuyo rostro tenía una expresión traviesa. Tenía diez años.
—Tonto tú, José María —dijo el último niño mirando con nervios la puerta. Él tenía la piel un poco más clara que el niño anterior y era más alto, pero era un año menor—. ¿Cómo se te ocurrió traer ese perro? ¿Qué le vas a dar de comer? ¿Dónde lo vas a tener, eh, eh, eh? Si alguien nos descubre…
Este pequeño también estaba emocionado por la idea de tener un perro, pero estaba más preocupado que los otros. Estaban en un orfanato, no podían tener mascotas porque los castigaban, pero José de buenas a primeras había adoptado al primer perro que había encontrado en la calle solo porque a Matthew le había gustado. Bueno, José María no lo había hecho solo: Alfred le echó porras y vigiló que nadie lo descubriera. Un buen trabajo en equipo y los dos estaban orgullosos. ¿Cómo iban a encubrir al perro de ahora en adelante? No lo sabían, lo único que sabían era que ese perro se tenía que quedar con ellos.
José María hizo un puchero.
— ¿Por qué eres tan llorón, Manuelín? ¿Ya viste la cara de Mateo? —cuchicheó José en la oreja del ultimo niño, llamado Manuel—. ¡Está re´contento! —Alfred, el hermano mayor de Matthew, miró a José y le alzó el pulgar. Ellos dos casi siempre se peleaban, pero esta vez estaban juntos por una causa: hacer feliz a Matthew—. Soy muy bueno… Hasta le puse un nombre, ¿te gusta Simón Benito Segundo?
Manuel iba a protestar, pero vio la expresión del niño que estaba acariciando al perro y ¿para qué negarlo? Él también estaba emocionado con el perro. Aunque lo único que pensó fue una protesta: ¿Cómo que Simón Benito Segundo? ¿Qué no podía pensar en otro como Tobi o… Tobi o Tobi?
Pero entonces, uno de los otros niños que habían estado jugando en el patio se acercó y vio lo que los otros escondían:
— ¡Un perrito, qué groso…! —exclamó la voz de un chiquillo llamado Martín.
— ¿Un perrito? —un niño llamado Miguel dejó de jugar.
— ¡¿UN PERRO?! —y una mujer a la que todos los niños temían se puso a gritar.
— ¡Alerta de súper villana! —gritó Alfred aterrado.
Matthew dejó de acariciar al perro y se aferró al pobre, que se asustó con los gritos. Los niños se alborotaron: Manuel empezó a correr en círculos, Alfred forcejeó con Matthew para que soltara al perro, José abrió la puertita como única vía de escape del animal y los otros niños del patio se acercaron rápidamente, pero no tanto como la encargada de cuidarlos esa tarde: Natalia Arlovskaya.
— ¡Les dije que los perros están prohibidos en este orfanatorio! —gritó la chica, acercándose con un palo que cogió del suelo.
— ¡Corre, Simón Benito Segundo! —chillaron Manuel y José.
El animalito huyó asustado, dejando a Matthew muy triste; pero la chica alcanzó al perro y lo echó a patadas a la calle.
— ¡Métete con alguien de tu tamaño! —protestó José, molesto por cómo trataban al perrito.
La chica lo miró con una expresión terrorífica que amedrentó a los cuatro valientes, pero un ruido la distrajo, el ruido que hacían las llantas al derrapar sobre el asfalto. Los chiquillos, asustados y excitados, corrieron a asomarse por el barandal. Un viejo Volkswagen escarabajo había atropellado a Simón Benito Segundo.
Alfred, que era quien estaba más cerca de la puerta, no pudo evitar salir corriendo hacia la calle, al mismo tiempo que el conductor bajaba de su automóvil.
— ¡Hell! Estúpido perro, ¿por qué te atravesaste…? —se quejó Arthur.
Ni si quiera pudo terminar de maldecir. Una bolita color café lo derribó sin contemplación sobre la cajuela del Volkswagen y empezó a darle patadas y arañazos en las piernas. Arthur se quedó estupefacto unos segundos, pero luego reaccionó y empujó al niño que lo estaba atacando. ¡Primero el perro y ahora el niño latoso!
— ¡Eres un… malvado…! —berreaba el niño sin dejar de darle patadas ni de llorar—. ¡El perrito de mi hermano…! —Arthur lo empujó con fuerza para deshacerse de él, pero el niño volvió a la carga—. ¡Devuélveme a Simón!
—Yo… —no sabía qué decir. Algo empezaba a llenar su estómago: la culpa. Sacudió su cabeza. No. Él no tenía la culpa de que el perro se atravesara en su camino. Alzó la cabeza y se dio cuenta de que había al menos una docena de niños uniformados que lo veían en una baranda, algunos llorando, la mayoría aterrorizados por ver el cuerpo del perro—. Yo…
—Quítense, fuera de mi camino… —una chica se abrió espacio entre los niños y salió a la calle. Tenía el cabello platinado y los ojos azules. Ella en menos de un santiamén, agarró y contuvo al niño que había atacado a Arthur.
La chica miró con indiferencia al perro tirado en el asfalto. Luego miró a Arthur, pero no dijo nada y volvió por donde había venido, llevándose a rastras al chiquillo que había atacado a Arthur. Kirkland le echó un vistazo: un niño rubio que gritaba tonterías sobre súper héroes, crímenes y villanos. Un niño que lloraba; un niño cuyos ojos azules miraban a Arthur con acusación y rabia.
Arthur gruñó. Lo que menos quería era tener que cargar con un cadáver, pero en vista de que la chica cerró la puerta tras de sí y que esa era una calle muy transitada, lo correcto era cargar con el animal. Miró el cuerpo. No había sufrido un daño aparente, pero efectivamente no respiraba. Intentando no vomitar por el asco, el chico lo levantó y lo echó dentro de la cajuela de su coche.
Arthur hizo una mueca y entró en su coche. Luego volteó a donde antes habían estado los niños uniformados. Solo quedaban unos cuántos que lo miraban con tristeza. Uno de ellos era el niño que lo había atacado; ya no gritaba, pero aún lo miraba como si quisiera ahorcarlo.
—No fue mi culpa, mocoso —murmuró Arthur y encendió su coche para alejarse de ahí.
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..
…
¿Hola?
Es la primera cosa hetaliana que hago, jajaja, así que si algo está mal ya saben por qué XD
Será al menos un three-shot. La idea es muy bonita, está basada en algo que me pasó a mí a unos amigos hace unos años y nos hizo llorar. Verán, una profesora nos hizo apadrinar niños desamparados, fue la cosa más bonita que nuestras miserables vidas han hecho.
Aunque es un UsUk/UkUs (?) no habrá shota. Lo más probable es que sea amor que vaya desarrollándose con el tiempo (hasta que Alfred crezca). También estará embarrado de otras parejas, jajaja, ¡y de nuestros latosos niños latinos!
En fin, NekoPro23, este es tu regalo ;)
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