La música sonaba y los movimientos de aquel joven eran gráciles; sus brazos se movían de aquí para allá, marcando el tempo y las entradas con una ligereza tal que Salieri apostaría lo que fuese a que, si soplaba en su dirección, el director de la orquesta caería al suelo con cierta brusquedad. No obstante, el muchacho sentía la música de una manera vívida y en todo momento, sus ojos habían permanecido cerrados, guiando ciegamente a una orquesta dependiente del oído musical del mismo autor para ejecutar su composición.

Llegados al punto álgido de la misma, el cuerpo del chico se tensó y sus brazos pasaron de ser tan delicados como el ala de un pájaro a ser tan afilados y agresivos como lo pudiera ser el aguijón de una abeja: Picaba allí y los violines realizaban sus pizzicato, de un pequeño espasmo voluntario dedicaba el mismo gesto a los cellos y éstos ejecutaban la misma técnica.

Era el clímax de la obra y Antonio pensó que aquel chico se había vuelto loco; brincaba sobre el sitio con una sonrisa plena y satisfactoria en su rostro mientras dibujaba el tempo más intensamente, con los ojos aún cerrados. Los instrumentos se habían hecho uno, la sala bullía de música, deleitando los oídos de un Salieri que se había hundido en su asiento, presa de la congoja sentida ante la espera de aquella resolución que marcaría el punto y final de tal delicia hecha música.


Cuando la pieza terminó con su consecuente cadencia, sería exagerado decir que Antonio tuvo que liberar sus uñas de los brazos del asiento cuando, presa de aquel fervor, habían quedado allí ancladas. No obstante, aún le costó aplaudir dado el agarrotamiento de cada músculo en su mano, que se resentía de la tensión. Se levantó, como lo estaba haciendo todo el público, aprovechando el anonimato que le proporcionaba haberse camuflado entre el mismo para aplaudir exhausto, rindiéndose ante los encantos musicales del joven compositor.

Los resquicios de aquella oleada de electricidad estática que había supuesto la resolución final de la obra aún se mantenían dentro suyo, recorriendo su cuerpo de pies a cabeza, perdiendo intensidad a medida que el joven Mozart se alejaba por el lateral del escenario, no sin antes haber realizado una exagerada reverencia, consiguiendo hacer retumbar la sala, llenándola con aplausos que rezumaban excitación.

A pesar del placer y la emoción sentida por una ovación colectiva hacia el chico, Salieri no pudo sino arrugar la nariz cuando fijó la vista en un atril vacío, jurándose a sí mismo que no había visto a Wolfgang llevar consigo ninguna partitura. Aquel gesto, sin quererlo, se había vuelto una costumbre de la que era difícil desquitarse.

Como uno más, camuflado como estaba entre toda aquella ostentación convertida en ropas, maquillaje, pelucas y perfumes, Antonio Salieri continuó con aquella pérdida temporal de identidad hasta la salida del concierto; envuelto en un atuendo extraño y embriagado por la dulzura empalagosa de su propia mentira, de la que se permitía el gusto de disfrutar antes de que la realidad le asestase una bofetada.

Se diluyó en la homogeneidad, a veces le gustaba hacerlo.

Era la única manera de poder disfrutar de Él.

Solo así podía no ser objetivo.