Nota: todos los personajes y situaciones pertenecen a George R.R. Martin.

Nunca roto, jamás doblegado

Se decía que los dornienses eran temperamentales y salvajes, como las arenas en las que habitaban, que su sangre hervía bajo el sol ardiente que brillaba sobre sus tierras. Que eran vengativos y ponzoñosos, que el desierto les volvía peligrosos y que ocultaban sus intenciones bajo arena, para que nadie las conociera.

Pero él se había amoldado a las circunstancias, templando su carácter y sus ansias. Había doblegado su voluntad con fuerza y perseverancia y resistido todos los envites del mar. Pero nadie veía sus expectativas, sus motivos, sus intenciones. Y era mejor así. Todos le creían débil, incapaz, sumido en el letargo de su enfermedad. Y así movía sus fichas por el tablero sin que nadie le prestase atención, porque era alguien insignificante, una figura que no representaba ninguna amenaza.

Hasta que llegase el momento de levantarse, de reclamar la venganza por la que tanto había esperado y sufrido, y ganar su lugar en el mundo.

Se mostró impasible cuando le pidieron ir a la guerra; sangre, venganza. No, ese no era el camino hacia la victoria, él lo sabía. Y tampoco era lo que quería. Ya había perdido suficiente, ahora no era momento para arriesgar, sino para ganar. Y haría lo preciso, aunque no le apoyasen, a pesar de las críticas, de que murmurasen que era un cobarde, que no quería a sus hermanos injustamente asesinados. No, no importaba, que le criticasen a sus espaldas, que despachasen sus frustraciones en sobre él, que le culpasen. Seguiría su plan, meticulosamente diseñado, incubado durante años, cuidadosamente elaborado. Y esperaría hasta que el momento llegase y pudiese rebelar a su gente aquello que había ideado, el camino que les traería la cabeza de aquellos que les habían injuriado y el trono de hierro. Porque no estaba roto y jamás se había doblegado.