Capítulo Uno
Encerrados en una celda demasiado pequeña para albergarlos cómodamente a todos, la multitud se apiñaba y desplazaba lentamente con movimientos torpes, intentando encontrar algún sitio en el suelo donde poder sentarse y descansar del largo viaje a pie que acababan de hacer. Los carros destinados a transportarlos estaban repletos de objetos de lujo y gran valor que los soldados habían hallado tras tomar la ciudad. El saqueo había sido masivo, tanto que fue imposible transportar en ellos a los prisioneros y fueron obligados a ir a pie las dos semanas que duró el angustioso trayecto, mirando impotentes y humillados cómo sus objetos más preciados viajaban cómodamente para luego ser entregados o vendidos a nuevos dueños. Sin apenas agua y aún menos comida, muchos de los supervivientes de la batalla no fueron capaces de llegar con vida hasta su próximo destino. Muchos veían horrorizados cómo amigos de toda la vida o familiares morían de inanición, sed o bajo el golpe del látigo que duramente recibían cuando sus maltrechos cuerpos se negaban a avanzar un paso más.
De los más de mil cautivos que salieron por las puertas de su antigua ciudad, apenas trescientos fueron capaces de entrar por la puerta de la que ahora iba a ser su nueva ciudad. Por fortuna o desgracia, Soi-Fong era uno de ellos.
Procedente de la nobleza, aunque de una casa menor, sus enemigos se habían cebado con su familia y posesiones, quemando su casa hasta los cimientos, robando todas las reliquias de sus antepasados y pasando por la espada a todos los miembros de su familia que encontrasen.
A ella, sin embargo, no la encontraron en su casa, como a su madre y a sus doncellas. Tampoco la hallaron en el campo de batalla, como a su padre y a sus hermanos. El caos que se produjo en la ciudad fue tal, que en cuanto sonaron las campanas anunciando la llegada del ejército invasor, a Soi-Fong le fue imposible volver a su casa o encontrar a algún familiar.
Fue por eso que al capturarla, la confundieron con la hija de algún artesano o comerciante y la obligaron a formar filas con el resto de prisioneros.
- ¡Eh, ten cuidado, chico! – Le gritó un hombre algo anciano con el que se había chocado de frente.
- Lo siento – respondió la chica algo aturdida.
El hombre se limitó a negar con la cabeza con gesto airado y a seguir avanzando con dificultad por la estrecha celda, buscando a alguien conocido, quizá.
Despeinada, con la ropa sucia y estropeada y tan bajita y flacucha que era, no le extrañó nada que la confundieran con un chico. "Mejor" pensó "Si llegaran a descubrir quién soy realmente, me metería en un lío".
Reconocía a los hombres y mujeres que compartían celda con ella. Algunas caras podía incluso identificarlas con nombre y apellido. El panadero, una costurera, el mozo de cuadras… Sí, Soi-Fong podía reconocerlos a casi todos, aunque ninguno pudiera reconocerla a ella. Oía también llantos y gemidos que eran ahogados por murmullos y advertencias de los propios compañeros. Y es que, después de dos semanas, algunos no habían terminado de llorar las pérdidas, y la desesperación de no saber qué había sido de sus seres queridos resultaba todavía más angustiosa.
Soi-Fong no había derramado ni una sola lágrima todavía. Estaba más pendiente de consolar a otros o de evitar hacer algún movimiento que despertase la ira de sus captores.
Esta vez, el llanto más cercano procedía de una joven de unos dieciséis años, que estaba sentada en el suelo de gravilla con las manos cubriéndole la cara. Soi-Fong se agachó y se acuclilló a su lado, pasándole un brazo por encima e intentando apaciguarla con alguna palabra de consuelo que en ese momento se le ocurría.
Pero el esfuerzo de la chica no surtió efecto, al contrario, hizo que sus gemidos fueran más fuertes y que empezara a tener pequeños espasmos. "Si al menos tuviese agua…" – pensó desesperanzada.
Los intentos fracasados de Soi-Fong por consolar a la joven se vieron bruscamente interrumpidos cuando un soldado abrió la cancela de su celda y ordenó autoritariamente que hubiera silencio. La joven siguió llorando, aunque esta vez de forma menos llamativa.
- ¡Callaos! – Bramó el soldado una vez más - A ver, vais a salir de aquí de forma ordenada y en silencio. Os quedaréis en el patio, callados y formando una fila recta. No os moveréis de allí para absolutamente nada hasta que yo lo ordene. ¿Queda claro? – al ver que nadie respondía, le pegó con la fusta a un joven que tenía a su derecha. – ¿Queda claro, idiotas?- Esta vez hubo una temblorosa e insegura respuesta afirmativa, que no hizo sino enfurecer más al soldado y siguió pegándole al joven hasta que se derrumbó en el suelo, sangrando por la espalda. Nadie hizo ademán de ayudarle, tenían demasiado miedo. – No os oigo, basura ¡¿Queda claro?!
- ¡Sí! – respondieron al unísono con voz algo más fuerte y clara.
- "¡Sí, señor!" es lo que tenéis que decir la próxima vez que se os pregunte si no queréis acabar como el desgraciado este. - El soldado, que a juzgar por su uniforme y la autoridad que destilaba su voz sería algún oficial menor, poseía un rostro brutal que, acompañado de su corpulencia y de su violencia, inspiraba verdadero miedo. – Bien, ahora salid de aquí. Al primero que hable le cortaré la lengua y al primero que haga una tontería le cortaré la cabeza. ¡Moveos, ya!
Con gesto apremiante, el oficial los instó a salir y, poco a poco, se colocaron en una única fila, tal y como se les había ordenado. Soi-Fong vio como más gente salía de otras celdas contiguas y se disponían de la misma forma. Todos se quedaron quietos y sin hacer el menor ruido, como si fuesen estatuas de mármol.
El sol de la tarde empezaba a caer, y en algunas horas se haría de noche. Llevaba ya un rato de pie cuando se atrevió a mirar en derredor y observó que tanto a izquierda como a derecha los soldados examinaban minuciosamente a algunos de los prisioneros. Cuando le daban el visto bueno, le indicaban que se dirigiese a un poste que había en mitad del patio. Pero cuando negaban con la cabeza, lo mandaban de vuelta a la celda. Cuando le llegó su turno, simplemente pasaron de largo, igual que hicieron con la joven de antes, que se había colocado justo a su lado. Ahora la recordaba. Era la hija mayor del mejor médico de la ciudad, se llamaba Isane, quizás. No la conocía demasiado bien, pero era realmente guapa. Aunque ahora tuviese un aspecto horrible, igual que todos los demás.
Al cabo de una media hora, se llevaron a los hombres apiñados en el poste a otra parte, custodiados siempre por soldados, y al resto los mandaron a agruparse de nuevo en fila, pero esta vez serían dos: una para los hombres, y otra para mujeres, colocados unos en frente de los otros. Todos obedecieron inmediatamente y en completo silencio, como era de esperar. No quedarían ya más de cien.
Comenzaron entonces a venir unas personas ricamente ataviadas, con dos o tres sirvientes siempre alrededor que se dirigían primero al oficial y luego se paseaban por las filas de los que, Soi-Fong acababa de comprenderlo, serían a partir de aquel día esclavos.
Los nobles se paseaban con parsimonia y muy bien atendidos por sus siervos, que se esmeraban en contentar a sus amos sobremanera. Cuando se cruzaban unos nobles con otros, se paraban a charlar y a reír alegremente ante cualquier nadería. Seis o siete nobles eran los que inspeccionaban cuidadosamente el producto antes de decidir si quedárselo o no. Poco a poco, muchos prisioneros y prisioneras fueron siendo seleccionados, abandonando el patio junto a su nuevo amo en cuanto éste hubiera quedado satisfecho con su elección.
Soi-Fong, en un impulso, se había colocado en la fila de los varones, con la esperanza de pasar desapercibida entre ellos. Imaginaba que escogerían a los hombres más grandes y bien formados de su fila para desempeñar los trabajos más duros, y al ser ella tan menuda, nadie repararía en su presencia, como así sucedió, y tal vez la calificaran de inútil total y la dejaran irse. ¿Cómo podría servir alguien como yo a un gran señor?- pensó.
Las horas iban pasando y la cantidad de posibles esclavos menguaba. Ya eran pocos los nobles que quedaban y la mayoría de ellos se habían reunido en un lugar apartado del patio a charlar animadamente. Justo cuando creía que iban a ordenar el volver a las celdas para dar por concluido el "reparto de bienes", oyó los presurosos pasos de un rezagado y ruidoso noble.
- ¡Vaya, vaya! Mira lo que tenemos aquí… ¿es que nadie iba a avisarme de esta pequeña fiesta privada? –comentó en cuando alcanzó al oficial, dudando entre responder o no a la pregunta. Decidió simplemente saludarle con una reverencia.
El hombre era alto y bastante entrado en carnes, con el pelo negro grasiento peinado hacia atrás y llevaba un atuendo morado y pulseras y anillos de oro adornando sus regordetas manos. Todo eso sin parar de comer unos pastelillos que traía su sirviente personal en una bandeja y que se colocaba justo a su lado. Lejos de ser discreto, su estruendosa risa llegaba a todos los rincones del patio, incluso hasta los nobles, situados estratégicamente al otro extremo, que le dirigieron una mirada de profundo desagrado. El ejército de siervos que rodeaban a este individuo acataba sus órdenes al momento y reían con prudencia sus chistes, pues estaban más que habituados al carácter de su amo.
Se paseó primero por la fila de los hombres, criticándolos a todos y sacándoles miles de defectos. Soi-Fong no se libró tampoco de su repaso general.
- ¿Y este chico? ¿De qué serviría a nadie?- exclamó para sí – No tiene ni fuerza ni envergadura, pero seguro que come como una lima. Los de su calaña son peores que las sanguijuelas, ¿no estáis de acuerdo? – preguntó girándose a sus cinco sirvientes.
- Sí, amo. Tenéis toda la razón – contestaron al unísono.
- Pues claro que la tengo, idiotas – replicó con orgullo agarrando al mismo tiempo un pastelillo – En fin, cambiemos de aires antes de que se haga de noche del todo.
Fue entonces cuando sucedió. El hombre estaba paseándose por la fila de las féminas, ignorando a las mayores y lanzando al aire comentarios obscenos sobre las más jóvenes y de lo que podría hacer con ellas.
Soi-Fong experimentó como en ese momento toda la rabia acumulada durante esos días hervía dentro de ella y pugnaba por salir. Como todo el dolor de haber perdido su hogar, a sus amigos, a su familia se combinaba con la impotencia de no poder hacer nada al respecto, sólo quedarse allí, de pie, escuchando cómo un ricachón pervertido iba a obligar a una chica que bien podría haber sido ella misma a servirle del modo en que él deseara. Soi-Fong clavó su mirada en el suelo y cerró sus puños, a fin de no cometer ninguna estupidez y poder salir de allí con vida.
- Mira por dónde… al final no va a ser un viaje en balde, por lo que veo… A ver, guapa, acércate. – Soi-Fong sintió náuseas en ese mismo instante, pero se contuvo. El hombre estaba parado justo en frente. Mientras tanto, el noble alababa su belleza sin dejar de pasear su mirada lasciva por su cuerpo.
- Eres realmente hermosa, sí señor – y le obsequió con una sonora palmada en el trasero que ruborizó a la chica mucho más de lo que ya estaba – Y dime, preciosa, ¿cómo te llamas? – inquirió sin dejar de sonreírle, mostrando sus amarillentos dientes.
- Mi n-nombre e-es… Isane, señor- dijo con voz temblorosa a punto de saltarle las lágrimas.
Soi-Fong, horrorizada, alzó la cabeza en cuanto su oído captó su nombre "No, no puede ser. Tú no, Isane". Pero así era, y ya no había escapatoria posible para la joven.
- Estupendo, Isane. Creo que vas a servirme muy bien. Verás qué bien lo vamos a pasar. Y si te portas como una buena chica – añadió a modo de consuelo – tendrás tu recompensa. Y soltó una risotada que nadie secundó.
- Que la aseen y que la preparen adecuadamente, luego que la suban a mis aposentos- ordenó a dos de sus siervos antes de girarse para marcharse- Quiero que esta noche está lista. Vamos, deprisa, ya apenas queda luz para ver nada.
- Sí, amo. – Y tras una breve inclinación, le indicaron a Isane que les siguiera.
Pero ella no se movió.
Volvieron a pedirle que le siguieran, pero Isane se negaba a mover un solo músculo. Estaba totalmente paralizada y su mirada clavada en los ojos de la persona que tenía delante. Clavados en Soi-Fong.
- Oye, tienes que venir con nosotros, no te haremos daño – intentaron razonar con ella, pero era imposible. Parecía haberse vuelto sorda.
Sus ojos reflejaban un pánico y desesperación que Soi-Fong ya había visto antes durante la travesía, cuando fue capturada. Pero nunca la había captado de forma tan personal e intensa. E incluso, había algo más…
- Mi señor amo, perdonad mi señor – llamó uno de los siervos a voces – La chica no quiere venir, no responde.
- ¿Y para qué tengo a hombres como vosotros a mi servicio? – Exclamó con impaciencia – Quiera o no, ella vendrá. Usad la fuerza si es necesario, pero hacedlo ya.
Los dos siervos se miraron entre ellos y suspiraron resignados.
- Bien, Dan, tú cógela por detrás; yo le sostendré las piernas.
- Está bien, pero ten cuidado, la última le pegó un buen mordisco a Yenko, aún tiene la cicatriz.
En cuanto notó que la tocaban, como movida por un resorte, Isane empezó a pegar y patalear mientras gritaba y lloraba. Era un espectáculo espantoso, pero los hombres eran fornidos y consiguieron sujetarla. Dan la agarró por la cintura y, dispuesto a llevársela en volandas todo el camino, comenzó a andar, ignorando los continuos pero débiles golpes que le propinaba a su captor.
Isane pedía ayuda a gritos, pero nadie se movía.
- ¡Ayúdame, por favor, no me dejes, no… por favor, no quiero, no… ayúdame! – el llanto amenazaba con ahogar sus súplicas y las lágrimas anegaban sus ojos, pero aun así, seguía dirigiendo sus últimos esfuerzos hacia la única persona que parecía reaccionar ante su dolor.
- ¡Escoria rebelde, cállate! – le gritó al oído Dan, harto ya de sus pataleos.
Soi-Fong no pudo soportarlo más. Sintió como si una fuerza externa la invadiera y la llenara del coraje que le faltaba para enfrentarse a los dos hombres que se llevaban a la fuerza a la chica. En apenas un segundo, llegó hasta donde estaba Isane y, antes de que sus captores pudieran saber qué sucedía, el que quedaba más atrás recibió una patada en la rodilla con la que perdió el equilibrio, oportunidad que aprovechó Soi-Fong para golpearle en las costillas y en la cabeza con otra patada que lo dejó sin sentido.
Dan, al ver lo que pasaba, tiró a Isane al suelo y se dispuso a machacar al chiquillo que se había atrevido a interponerse en su camino. Por desgracia, Dan no había recibido suficiente formación para combatir, ventaja que Soi-Fong supo aprovechar bien, ya que en cuanto quiso echarle mano, la chica le agarró el brazo y se lo retorció hasta que cayó al suelo, donde aprovechó para golpearle el cuello con la mano.
Por último, se arrodilló junto a la joven e intentó tranquilizarla, pero no dejaba de sollozar y temblar con violencia.
- Isane, mírame, a los ojos, mírame – le instaba con delicadeza y firmeza al mismo tiempo – Soy yo, Isane, Soi-Fong ¿me recuerdas? Un día me partí un brazo y fui a que tu padre me lo viera. Tú estabas allí, ayudándole en todo lo que podías. – Soi-Fong detectó un atisbo de lucidez en su amiga y decidió continuar – Él siempre decía que serías una enfermera estupenda.
La expresión de Isane pasó de la desesperación al asombro en cuanto reconoció a la persona que tenía a su lado.
- Eres tú… eres tú…- dijo con voz apenas audible.
Soi-Fong le sonrió con ternura antes de que Isane se lanzase sobre ella y la abrazase con urgencia y tan fuerte como pudo, ya que los ataques de ansiedad que había padecido la habían debilitado y su cuerpo aun temblaba.
Pero justo cuando iba a corresponder al gesto de cariño, unos brazos la cogieron por detrás, la levantaron del suelo con una fuerza brutal separándola de la joven y la lanzaron unos metros por el aire hasta que aterrizó en el suelo, como si fuera un saco de trigo. Intentó levantarse lo más rápido que pudo, pero sólo tuvo el tiempo justo de desviar con una patada la lanza que venía directa a su estómago. Quiso iniciar un contraataque, pero este oponente, al contrario que los dos anteriores, sí que sabía pelear. El cansancio, el deplorable estado físico y la falta de fuerza no fueron rivales para el soldado. Mientras que era miserablemente vapuleada e insultada desde el suelo, vio de reojo que otro soldado también venía directo hacia ella con la espada desenvainada.
Isane intentó correr para protegerla, pero fue recibida con un golpe en la cabeza que la dejó sin sentido.
- Mata a este hijo de perra, Kero. – escupió con desprecio sobre la chica- Que sirva de lección para los otros.
- Con sumo gusto.- Contestó el otro soldado, presto a atravesarla con su espada.
Soi-Fong notó cómo uno de ellos la inmovilizaba mientras el otro echaba hacia atrás el brazo derecho, tomaba impulso y…
- ¡Alto!- ordenó una lejana pero potente voz.
… la espada se detuvo a escasos centímetros de ella.
Los soldados se giraron inmediatamente para descubrir el origen de esa orden tan oportuna. Por fin lo localizaron.
- ¿Mi señora? – intervino respetuosamente Kero.
La mujer que había acabado tan prematuramente con el espectáculo se acercó hasta donde ellos estaban. Sin ser todavía muy consciente de lo que ocurría a su alrededor, Soi-Fong se quedó mirándola. Sin duda alguna, era de la nobleza.
- Soltadla- dijo secamente.
- ¿A ella? – Kero señaló a Isane, tendida en el suelo y sin dar señales de vida.
- Me refiero a la chica que tiene agarrada tu compañero – replicó con tranquilidad - No seguiréis pensando que es un chico, ¿verdad?
El soldado entonces se dio cuenta de que la señora tenía razón. La soltó con rapidez y Soi-Fong cayó estrepitosamente al suelo, soltando un quejido y agarrándose fuertemente del costado. Esperaba no tener ningún hueso roto.
- Mis disculpas, Excelencia. No sabíamos que se tratara de…
- ¿Qué significa esto? ¡Exijo ahora mismo una explicación! – vociferó visiblemente indignado el noble ricachón.
- Buenas tardes, Omaeda. – se giró con calma hacia su nuevo interlocutor- Hace una noche estupenda, ¿no crees?
Omaeda se paró en seco al reconocer a la mujer que le había saludado. No podía ser.
- Excelencia, perdonadme, mi señora, no os había reconocido – E hizo una reverencia algo teatral y exagerada. – Decidme, ¿en qué puede ayudaros vuestro más fiel servidor?
- Esta chica ha derribado a dos de tus hombres y ha evitado un ataque con una lanza desde el suelo, y todo para salvar a su compañera. Es un acto loable, sin duda.
- Sí, sin duda es loable, como magníficamente habéis resumido, pero ha atacado a dos de mis hombres y ha opuesto resistencia la autoridad – razonó Omaeda.- Creo que todos dormiríamos mejor si su cabeza descansara sobre una pica y diésemos un escarmiento a todos los esclavos que intenten una atrocidad tal.
- Lamento disentir, Omaeda – replicó la mujer, que examinaba a Soi-Fong con la mirada – Sí, creo que podrá serme útil. Sentarô – uno de sus subordinados se presentó junto a ella enseguida- ordena que se las lleven a mi residencia y que las atiendan bien.
- Pero, mi señora – protestó el hombre – la otra esclava era ya de mi propiedad. Nos dirigíamos todos a casa cuando esa energúmena atacó a mis hombres como si fuera una bestia. Su Excelencia merece…
No pudo terminar la frase.
- Su Excelencia ya ha decidido lo que merece, Omaeda, pero te agradezco la preocupación.- Respondió con una leve sonrisa. - En cuanto a la otra joven, estoy segura de que podrás encontrar a otra que te sirva igual o incluso mejor que esta de aquí. Y ahora, si me disculpas… - e hizo ademán de retirarse y dar por finalizada la conversación, aunque…
- Me temo que he de insistir, mi señora.- Omaeda no renunciaría tan fácilmente a su premio – Tenéis todo el derecho del mundo a disponer de la salvaje como os plazca, pero la otra es mía por Ley. Mi retribución al haber colaborado en la toma de la ciudad de Nuang ha de ser cobrado, y esta es la forma que estipula la ley para tal efecto. – La mujer empezaba a perder por momentos la paciencia, y odiaría ponerse de mal humor en una noche tan preciosa como aquella- Así que, siguiendo lo estipulado, he reclamado lo que me corresponde como pago por mi contribución a la guerra de…
- Si tan importante es para ti, habla directamente con el Emperador, Omaeda. Solicita una audiencia privada o dirígete mejor al Juez imperial y coméntales el problema de que un noble se te ha adelantado en la elección de esclavos, o que quizás no has sabido mantener a raya a los tuyos, provocando tumultos en la ciudad. – A medida que avanzaba con su discurso, Omaeda se iba poniendo rojo de la rabia, para plena satisfacción de la mujer.- En cualquier caso, me voy a quedar con las dos esclavas. Aunque, Omaeda, el Emperador sabe de los grandes esfuerzos de tu familia para con el reino. Seguro que sabrá recompensarte de alguna otra forma… sólo tienes que pedírselo.- y le guiñó un ojo con insolencia, antes de despedirse de él formalmente y de ver cómo él correspondía forzadamente al saludo y se retiraba con buen paso de aquel lugar mientras que otros sirvientes se ocupaban de recoger a los malheridos que se toparon con Soi-Fong.
- Mi señora, he de informaros de que la joven está inconsciente, pero aún respira. La otra está bastante magullada, pero nada serio – informó Sentarô con precisión - ¿Qué deseáis que se haga con ellas, Excelencia?
- Que les traten las heridas y que descansen. Necesitan recuperar fuerzas. Pueden alojarse en la las habitaciones del servicio hasta que disponga de otra cosa- dispuso la mujer, que ahora parecía algo distraída - Es todo, Sentarô. Gracias.
- Señora.- El joven se dispuso a cumplir todo lo que se le había ordenado.
Soi-Fong sintió que le dolía hasta la última fibra de su cuerpo cuando la levantaron del suelo y la colocaron sobre una camilla, aunque esa camilla fuese lo más cómodo en lo que hubiera descansado en muchos días. Antes de abandonar el patio, le echó un último vistazo.
Los esclavos restantes eran recluidos de nuevo en las celdas. Los nobles se habían marchado hacía ya tiempo y allí sólo quedaban unos pocos soldados, algún que otro sirviente… y ella. La mujer que le había salvado la vida. Apenas pudo distinguir nada de su figura, pues la lejanía, la oscuridad y el cansancio le impedían ver mucho más, aunque sí pudo percatarse de que, al igual que ella, su salvadora no apartaba la vista de ella, con una expresión que era difícil de interpretar.
Y con esta visión, la chica se rindió al dolor y al agotamiento cayendo en un estado de semiinconsciencia.
