«En la Edad Antigua, el mundo era amorfo y estaba envuelto en niebla. Una tierra de riscos grises, árboles gigantescos y dragones eternos.
Pero entonces llegó el Fuego. Y con el Fuego, llegó la Disparidad. Calor y frío, vida y muerte, y por supuesto… Luz y Oscuridad. Entonces, ellos surgieron de la oscuridad y encontraron las almas de los dioses dentro de la llama: Nito, el primero de los muertos; la bruja de Izalith y sus brujas del caos; Gwyn, el Señor de la Luz Solar, y sus leales caballeros; y el furtivo pigmeo, a menudo olvidado.
Con la fuerza de los dioses, desafiaron a los dragones. Gwyn y sus poderosos rayos despellejaron sus escamas pétreas, las brujas tejieron tormentas de fuego, Nito provocó una miasma de muerte y enfermedad, y Seath el Descamado traicionó a los suyos, haciendo que los dragones desaparecieran. Así comenzó la Edad del Fuego. Pero pronto las llamas se apagaron y sólo quedó Oscuridad.
Tan sólo quedaron ascuas, y el hombre ya no veía el sol; tan sólo noches eternas. Entre los vivos podían verse a los que sufrían la Señal Oscura. Todos ellos fueron enviados al norte para encerrarlos hasta que llegase el fin del mundo… ese era el destino de todos los no muertos.»
En su oscura celda, Ann apenas lograba descifrar cuándo era de día y cuando de noche. Llevaba ya dos años allí, y en todo ese tiempo no había vuelto ver ni a un sólo guardia. La habían encerrado en los confines del mundo, junto a otras personas que portaban la Señal Oscura, y se habían desentendido totalmente. Al principio trató de contar los días desde que había llegado al refugio, haciendo marcas en la pared con una piedra, pero tras los primeros cincuenta desistió.
En aquel "cuarto", si podía ser llamado así, ni siquiera había una cama. Se había visto obligada a dormir en el frío suelo, y en todo ese tiempo no había probado bocado. Pero eso no era un problema, al fin y al cabo, era una no muerto. No importaba el frío, el hambre, la fatiga o el dolor que pasase, si moría volvería a levantarse al poco tiempo. Ya había asumido que pasaría allí el resto de su vida, como tantos otros. Tarde o temprano sucumbiría a la locura, y aunque alguno de sus familiares tratase de rescatarla sólo hallaría un Hueco sin alma ni raciocinio.
Pero aquella mañana fue diferente. Es cierto que comenzó con los gritos, gemidos y llantos de desesperación propios del lugar, pero pronto se dio cuenta de que había un alboroto mayor de lo normal.
«Será alguna rata», pensó durante unos instantes, pero no tardó en descubrir que a lo lejos se escuchaban pasos.
—¿Hola? —dijo ella en voz alta, tratando de hacerse oír—. ¿Hay alguien ahí?
No hubo respuesta. No obstante, el sonido se escuchó más y más cerca.
Y por fin lo vio.
Al fondo del pasillo se hallaba una persona delgada que vestía un oscuro atuendo de ladrón y llevaba el rostro cubierto por una máscara, lo que la hizo mantenerse alerta. Sin embargo, en su mano derecha portaba un Catalizador de Hechicero, lo que le hizo pensar que se trataba de un mago.
—Por fin encuentro a alguien normal —dijo el hombre, despreocupadamente—. Todos en este lugar están Huecos.
—¿Qué haces aquí? —quiso saber ella.
—Busco a un no muerto elegido. Escuché una profecía que decía que uno lograría escapar y eliminar la maldición de los no muertos —explicó—. Así que vine a echarle una mano.
—¿De qué hablas?
—Es una vieja leyenda de Astora. La cuestión es que aquí sólo pareces quedar tú, así que debes ser la elegida... bueno, realmente no —rectificó, cruzándose de brazos—. También había un tipo llamado Borj que decía que iba a conquistar Lordran para establecer una dictadura. Lo he liberado, aunque no creo que ese sea el elegido.
—No, no lo parece... y tampoco creo que yo lo sea, ni siquiera he logrado salir de...
—Aparta —ordenó el enmascarado, alzando su catalizador.
Ann saltó a un lado y un pequeño destello apareció en la punta del arma, disparando una poderosa ráfaga de energía azulada que impactó contra la puerta. La muchacha observó boquiabierta cómo la puerta caía y miró con asombro a su libertador. Era un mago, sin ninguna duda.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él.
—Ann —respondió—. ¿Y tú?
—Yo soy Mago. Obviamente no es mi verdadero nombre, pero prefiero que me llames así... y ahora vamos, no hay tiempo que perder.
El enmascarado salió corriendo hacia el final del pasillo, y Ann lo siguió con paso ligero. No parecía una mala persona, aunque le chirriaban un poco sus motivos. El pasillo por el que avanzaron era estrecho y tenebroso, casi no se veía nada, y gran parte del suelo estaba en un pésimo estado. Había varios Huecos apoyados en las paredes, los cuales emitían perturbadores gemidos y alaridos de dolor y locura. Cuando alcanzaron el final del pasillo giraron hacia la derecha, y ahí tuvieron que subir por una corta escalera oxidada.
Llegaron a un patio con una extraña construcción en el medio. Se trataba de una especie de hoguera formada por huesos y una espada, que ardía con unas innaturales llamas que apenas calentaban. Frente a ellas se hallaba un gigantesco portón cerrado, al cual Mago se acercó.
—Qué raro que ni siquiera haya vigilantes —murmuró Ann.
—Este lugar es un simple almacén de no muertos. Está en un lugar tan remoto que, aunque huyan uno o dos, a nadie le importaría.
—Por cierto, ¿qué esperas conseguir con esto?
—Acabar con la maldición —contestó él sin darle muchas vueltas—. Y convertirme en el mago más poderoso de todos, pero ese no es el tema; tenemos que salir de aquí rápido.
—¿Por qué?
El Mago no contestó a eso. Se limitó a abrir las colosales puertas hacia el patio interior del refugio y acceder al interior. Al fondo había otro enorme portón, hacia el cual se acercaron. Pero por alguna extraña razón sentían que algo los observaba desde la distancia. El enmascarado trató de abrir las puertas, pero para su sorpresa estaba cerrado a cal y canto. Y eso era extraño, porque recordaba que cuando llegó estaban abiertas.
Pronto descubrió el por qué.
