Disclaimer: Los personajes pertenecen a Cassandra Clare. Todo lo demás, es fruto de mi mente traviesa.
La historia comienza justo después del capítulo 9 de Ciudad de los ángeles caídos, cuando Maia e Isabelle descubren que Simon ha estado saliendo con las dos a la vez, los tres discuten, aparece Jordan Kyle y Maia se le echa encima.
Como la historia continúa, intentaré que haya paralelismos, pero habrá cambios con respecto al original, por descontado.
Ésta es mi primera historia para fanfiction. Espero que os guste.
Isabelle, al ver que Maia no tenía intención de parar de ensañarse con Kyle, decidió intervenir. Apartó a Maia como pudo, cosa que no fue fácil, pues estaba implicándose en la pelea de verdad, mientras que Kyle yacía en el suelo sin defenderse. La rodó sobre la acera, Maia seguía furiosa, pero poco a poco la furia se transformó en llanto, un llanto que parecía imposible de detener.
Simon intentó acercarse, pero Isabelle lo detuvo.
–Sal de aquí, y llévatelo contigo. No sé qué le hizo, pero debe haber sido bastante malo.
Simon se marchó con él a toda prisa. Isabelle no observó cómo se marchaban, tenía la mirada puesta en Maia, que estaba abrazada a ella. Era curioso los giros que podía dar una situación en unos instantes. No es que le cayera mal Maia pero, nunca le había llegado a tener ninguna simpatía. Y después, había descubierto que Simon se veía con las dos a la vez. ¿Cómo ha podido estar conmigo y con esa subterránea carente del sentido de la moda a la vez? Había pensado ella. Eso no había sumado puntos a que Isabelle, que de normal no era muy cariñosa con los demás, la apreciara más. Pero ver la rabia que había sentido al ver a Kyle, cómo se había abalanzado sobre él, y luego se había puesto a llorar de aquella manera, le hizo empatizar con ella. Menudo día de mierda, primero lo de Simon y luego lo de ese Jordan. Pensó. Pero lo que le dijo a Maia fue diferente:
–Maia, no voy a preguntarte si estás bien, pues es obvio que no lo estás. ¿Puedo hacer algo por ti además de sujetarte mientras lloras en una noche lluviosa? Lo digo porque se me está mojando el pelo y eso no es nada atractivo el pelo encrespado, ¿sabes?
Maia se apartó de ella al instante y se enjugó un poco las lágrimas. Le echó una mirada envenenada.
–Por eso es por lo que odio llorar delante de los cazadores de sombras.
–La verdad es que mi comentario no ha sido muy acertado –admitió Isabelle, que no estaba acostumbrada a dar su brazo a torcer–. Lo que quería decir es que el tiempo no es muy apropiado para estar a estas horas de la noche a la intemperie.
Maia no dijo nada. Estaba claro que trataba de dejar de llorar.
–¿Te apetece ir a tomar algo? Podemos charlar mientras, si te apetece contarme qué te hizo ese chico.
–No, no quiero ir a ningún sitio con gente.
–¿Tú vives con la manada de Luke, no?
–Sí.
–Supongo que tampoco te apetecerá llegar con esta guisa allí. ¿Por qué no te vienes conmigo al Instituto? Podremos charlar en mi habitación, allí nadie se atreve a entrar sin mi permiso. Además –dijo mirándola– podrás secarte un poco, aunque seas una mujer lobo, no creo que sea buena tanta agua.
Maia aceptó. Caminaron hasta el Instituto en silencio.
Cuando subieron el ascensor del Instituto, Iglesia les estaba esperando.
–Hola Iglesia –le saludó cariñosamente Isabelle mientras se agachaba para acariciarle–. ¿Cómo estás? Supongo que Jace no habrá vuelto y mamá seguirá fuera. ¿Verdad?
Terminó de preguntar y se volvió a incorporar. Maia la miraba más que extrañada. No se imaginaba a Isabelle, que parecía una chica razonable, hablando con los gatos.
–Tranquila Maia –dijo Isabelle, que interpretaba la expresión de Maia por miedo a que alguien se la encontrase allí–. Estamos solas.
Caminaron hasta la habitación de Isabelle. Maia nunca había estado en el Instituto y, aunque estaba acostumbrada al edificio en el que vivía con toda la manada de Luke, le sorprendió la cantidad de habitaciones que tenía el lugar.
Al entrar, se quedó un poco deslumbrada. Sólo un poco porque ya se esperaba que el cuarto de Isabelle fuera un poco así.
–Vaya, es muy bonito.
–Gracias –sonrió Isabelle complacida–. Lo he decorado yo misma.
Maia dio unos pasos, pero no sabía qué hacer allí. Ella, toda empapada, parecía que iba a romper cualquier cosa con tan solo tocarla.
–Creo que lo mejor será que te duches. Yo, mientras tanto, te encuentro ropa y preparo café. ¿Te parece bien?
Maia miró sorprendida a Isabelle. No había reparado mucho en ella, siempre la había visto fría y distante, como suponía que serían todas las chicas como ella. Chicas preciosas, casi perfectas. No podía imaginarse que podría ser tan gentil con alguien como ella. Quizá sería por lo que les había hecho Simon a las dos.
Isabelle la acompañó al baño y le indicó lo necesario. Después, cerró la puerta y se marchó.
Maia observó todos los objetos de belleza de Isabelle. Aunque no podían abarcarse en una sola mirada. Entonces pensó en el champú, gel, dentífrico, cepillo y peine que tenía en el neceser de su habitación. Eran las únicas cosas que tenía ella para arreglarse. Aunque claro, ella no necesitaba nada más.
Se quitó las ropas empapadas y las dejó sobre un taburete. Se metió en la ducha y abrió el grifo del agua caliente. No podía evitar pensar en lo que había pasado antes, pero una ducha siempre la ayudaba a calmarse.
Cuando terminó de ducharse se enrolló en una toalla morada que le había indicado Isabelle que usara. Se planteó ponerse de nuevo sus ropas, pero pensó en que si lo hacía habría sido tonto ducharse. Y luego recordó que Isabelle le dijo que le encontraría ropa. ¿Tendría ella ropa que le pudiese acoplar? Lo dudaba.
Isabelle tocó la puerta.
–Maia, ¿ya estás?
–Sí.
La puerta se abrió.
–Ven, tengo café y ropa para ti.
Sobre el escritorio, había una taza con café humeante. Maia se abalanzó sobre ella al instante, y se sentó en una cómoda silla.
–Creo que esto te quedará bien –dijo Isabelle señalando una prenda morada (no podía saber muy bien qué era) que había sobre su cama.
–Isabelle, no creo que nada tuyo pueda estarme bien. Quizás, si me prestases algo de tu hermano…
–¿De Alec?-preguntó espantada-¿Bromeas? No quiero tener a dos personas en el mundo cercanas a mí vistiendo esas… esas cosas. Ten fe en mí, te quedará estupendamente.
Maia se estremeció levemente y le pegó otro trago al café. Cuando se lo terminó, se levantó y se puso tras un biombo que tenía Isabelle al lado de su armario. Se quitó la toalla y se quedó desnuda. Isabelle le dio por arriba la ropa.
Maia la cogió y la desplegó.
–Disculpa Isabelle, ¿estás de coña?
–¿Por qué dices eso?
–Esto es… es un vestido –dijo medio con asombro medio con asco.
–Sí, los vestidos son unas prendas que fueron creadas para favorecer a las mujeres.
–No al tipo de mujeres como yo…
–¡Pero qué tonterías dices! Si te digo yo que te quedará bien, puedes creerme. Venga, que si no te lo pones te lo pondré yo misma. Y ya sabes que no dudaré en hacerlo.
Maia bufó, y a regañadientes se metió dentro del vestido, que se ceñía completamente a su cuerpo. Genial, me ha dado un vestido para flacuchas. Seguro que todo esto lo ha hecho a propósito para burlarse de mí. Debo parecer una morcilla dentro de esto… ¡Por no pensar en que se me deben ver mis gruesas piernas…!
–¿Ya te lo has puesto?
–Sí.
–Venga, quiero verte.
Antes de que Maia dijera nada, Isabelle plegó el biombo y se encontraron cara a cara. Isabelle se la quedó mirando inexpresiva, de abajo a arriba, varias veces.
–Vale, 1, 2 y 3, puedes reírte-dijo Maia.
–¿Reírme? Maia… estás… preciosa. Más que preciosa.
–Vale, muy buen chiste.
Isabelle la tomó de los hombros y la llevó con fuerza delante de un enorme espejo que tenía en medio de la habitación. Maia no quería mirarse, pero no pudo evitarlo. Y lo que vio la sorprendió… enormemente. No podía decir que le quedara mal. El vestido era ajustado, pero no le hacía para nada gorda. Se le apretaba marcando unas curvas muy femeninas.
–Mírate, estás increíble. Sabía que era buena eligiendo ropa para la gente, pero no pensaba que te quedaría tan bien. La verdad es que, con la ropa que sueles usar, no se pude ver tan bien tu bonita anatomía. El color, la forma, te quedan de muerte. Nunca podré volver a ponerme ese vestido sabiendo que a alguien le sienta mil veces mejor que a mí.
Maia se giró y miró a Isabelle asombrada. No le quedaba mal, pero no podía creerse tantos halagos. La bella Isabelle, llamándole hermosa a ella. La bella Isabelle… ¡¿mirándole las tetas?!
Maia no llevaba sujetador, y sus abultados pechos eran muy notables. Se le marcaban incluso los pezones.
Isabelle, sin saber por qué, no podía apartar la vista de la mujer lobo que tenía delante. Para intentar despejar la mente, le dijo:
–Bueno, ¿ya estás mejor?
–Sí, ya se me ha pasado bastante.
–No tiene pinta de ser algo que se pase rápido –opinó Isabelle.
–Pues no, la verdad.
–Ese Jordan debe ser un grandísimo cabrón.
–Ni te lo imaginas…
Maia ya había contado la historia otras veces, se la había contado incluso a Simon, pero lo que nunca se imaginó es que se lo acabaría contando a una cazadora de sombras. Isabelle se mostró bastante comprensiva.
–Y tú, Isabelle –dijo Maia al haber caminado la historia y no saber más qué decir–. ¿Has tenido también experiencias como éstas?
Estaban sentadas en un sofá biplaza que había bajo una ventana con una hermosa vidriera.
–Que un ex novio me convierta en una subterránea, desde luego que no –se quedó callada unos segundos, no, no debería haber dicho eso–. Pero claro, malas experiencias con los tíos, he tenido, como todas.
–Supongo que habrás tenido muchos novios…
–No, te equivocas. En realidad, nunca he tenido ningún novio.
–¡¿En serio!?
Maia no podía creerse que una chica tan guapa no hubiera tenido ninguno.
–No. Claro está, he salido con chicos, pero… bueno, digamos que nunca he salido más de diez veces con ninguno.
–¿Diez veces?
–Sí, a partir de ahí, siempre creen que la cosa va en serio. Y eso a mí no me va. A partir de ahí, todo es empezar con los celos, con los compromisos, con los remordimientos… y todo acaba mal. Porque al final, todo acaba. Algunos son capaces de estirarlo mucho, muchísimo. Pero al final… todo acaba.
Maia se lo pensó. Isabelle podía tener razón. Pero también sólo las chicas como Isabelle podían encontrar a tantos tíos interesados por ella. Recordó la primera vez que vio a Jordan, sí, él le gustaba, pero lo que más le gustaba era que él la quería, él la veía guapa y la trataba bien. Y eso no era algo fácil de encontrar. Pero, como había dicho Isabelle, todo había ido a peor hasta que todo acabó.
–No sé –continuó Isabelle–. Quizás sea cosa de los tíos. Mira a Simon, es de los pocos tíos en el mundo en los que casi conseguí confiar en él (además de Alec y Jace, pero ellos son mis hermanos) y mira qué ha resultado.
–Entonces, ¿te planteas ser… lesbiana?
–No lo descarto, la verdad –dijo pensativa Isabelle–. Podría estar bien, como prueba.
Maia la miró sorprendida. No se imaginaba a Isabelle con una chica. Las lesbianas no solían ser como Isabelle. En realidad, Maia nunca había visto ni conocido a una lesbiana, pero sabía que Isabelle no entraba en absoluto entre los estereotipos. Pensándolo bien, la que entraba era ella.
Se había quedado sumida en sus pensamientos, y cuando volvió a la Tierra se dio cuenta que Isabelle también estaba distraída, pero lo que estaba era distraída mirándola a ella. Maia también decidió mirar a Isabelle. Aunque no se había cambiado, ya estaba seca, y nadie habría dicho que había estado expuesta a la lluvia. Su larga melena negra azabache le colgaba lisa y ordenada. Tenía los labios pintados de carmín oscuro, los ojos delineados de negro haciéndoselos más grandes, las pestañas de por sí largas alargadas hasta el infinito, la piel blanca contorneada por el maquillaje. Iba ataviada con un vestido plateado que parecía resplandecer, aunque se dio cuenta que tenía una mancha en el centro.
–Clary me tiró su bebida encima –dijo Isabelle horrorizada. Había captado claramente la mirada de Maia–. Casi se me había olvidado. Voy a cambiarme.
Isabelle se levantó, alisándose el vestido. Se colocó delante de su enorme armario ropero, y lo primero que hizo fue quitarse las botas altas que le cubrían casi hasta la rodilla y se le ceñían perfectamente. Lo hizo lentamente, y luego las dejó en su sitio. Después se quitó las medias de rejilla y las metió en un cestito que había allí. Está claro que tiene un sitio para todo, pensó Maia. Por último, se quitó el vestido, una labor que Maia pensaba que era imposible hacer una persona por sí misma, porque éste estaba ceñidísimo al cuerpo de la morena. En cuestión de segundos, Maia se encontró con una Isabelle de espaldas a ella en ropa interior. Su larga cabellera le impedía ver el sujetador, pero estaba claro que iría a juego con el escueto tanga morado que llevaba. La prenda permitía ver unas nalgas perfectas del color de la leche. Ya entiendo para qué inventaron esas cosas, pensó Maia, que nunca se había ni siquiera planteado probarse un tanga.
Isabelle se agachó para coger algo del cajón que tenía más abajo, y Maia no pudo evitar seguir sus movimientos con la mirada. Observó la forma que tenía su trasero al estar agachada. Finalmente, Isabelle sacó del cajón una prenda y se la puso rápidamente. Ésta resultó ser un camisón negro de encaje cortísimo. Cerró las puertas y se giró.
–¿Quieres tú también ponerte un pijama?
–No, gracias.
Isabelle se miró el brazo derecho, en el que llevaba enrollado, como de costumbre, su látigo dorado.
–Supongo que esto no lo necesitaré –miró a Maia–. ¿O vas a ser una loba mala?
–¿Es que quieres tener un rollo conmigo, Isabelle?
–Oh, Dios, ¿qué te hace pensar en eso?
–Te cambias delante de mí, te pones ropa sugerente, y luego me haces ese comentario… y previamente me has dicho que te planteabas ser lesbiana.
–En primer lugar, me cambio donde quiero, pues ésta es mi casa. Además, no me importa cambiarme delante de nadie, pues estoy muy orgullosa y muy segura de mi cuerpo. Después, esto no es ropa sugerente, es mi ropa normal. Y con lo de loba mala, me refería literalmente a eso. Soy una cazadora de demonios, y no te conozco lo suficiente como para saber si podré dormir segura a tu lado. Y por último, lo de las chicas, Maia, no te ofendas, pero no creo que seas mi tipo.
–¿Es que piensas que voy a transformarme de pronto? ¿No me crees capaz de contenerme?
–Sabiendo que no llevas mucho tiempo siendo una mujer lobo, no sería raro que no pudieras evitar transformarte con la situación emocional que tienes ahora mismo. Has sufrido mucho esta noche, Maia.
Maia se lo pensó. Sí, esa condenada cazadora de sombras tenía razón. Alguna vez, con menos, se había transformado sin poder evitarlo.
–¿Y cómo que no soy de tu tipo? ¿No soy lo suficientemente buena para ti?
Isabelle le habría soltado instintivamente un: Es obvio que no, pero Maia era su invitada y se suponía que debía ser hospitalaria con ella.
–Somos muy distintas, es algo que salta a la vista. No creo que tengamos prácticamente nada en común. Pero si te molesta, podemos probar. Pero esta noche no, que estoy cansada. ¿Cuándo te vendría bien? Suelo estar muy ocupada todos los días de la semana, pero quizás, el martes que viene…
Maia intentó dejar de escucharla. ¡Menuda diva!
–Voy a traer algo de comer, estoy muerta de hambre. ¿Te apetece algo a ti, chica lobo?
–No, gracias.
Isabelle salió y cerró la puerta tras de sí.
Cuando volvió con víveres, se encontró con Maia tumbada en su cama, dormida. Pobre, debe estar agotada con el día que ha tenido. Miró el reloj y pensó en las ojeras que tendría al día siguiente si no se dormía en seguida. Se tumbó al lado de la licántropa y en cuestión de minutos, se durmió.
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