Saludos, lectores… Traigo para ustedes una nueva historia.
Se preguntarán por qué esta triple publicación (sí, me gustaría saberlo, máxime cuando tus relatos parecen hogar de arbustos rodantes, dice cierto cangrejo)… ¿La razón?, no es porque sea agosto, o porque es el cumpleaños de mi enemigo número uno, el Fénix, o porque mañana sea el del León Dorado. Lo que pasa es que quiero que otras vidas sean más miserables que la mía, MUAJAJAJAJAJAJA…
Ejem, este será un relato breve, centrado en… chan-chan-chan-chaaaaan… ¡Máscara de Muerte de Cáncer y sus aventuras en Soul of Gold! Debo decir que su participación fue sublime, que los capítulos donde apareció han sido los mejores, desde mi punto de vista y debido al cambio en su personalidad, todo atormentado pero aún cínico. Lo anterior, aunado a su relación con la vendedora de flores, tan triste, me dio la idea de escribir una historia sobre Mascarita en Asgard. Y este es el resultado, el primer capítulo de unos cuatro que planeo, espero les guste.
(Vas a hacer que me sonroje, dice el cangrejo, luego agrega: no es cierto, y la verdad, creo que nada más lo haces para evitar que te mande directo al Yomotsu).
Copyright a Kurumada por sus bellos personajes, pueden pasar a leer…
Capítulo 1
Ante mi armadura
No sé por qué estoy despierto pero recuerdo que morí ya, unas dos veces. No; tres. La primera a manos del Dragón, ese caballero de bronce tan honorable, tan orgulloso, que no vaciló en embadurnarme esas virtudes como un escupitajo. Mi segunda muerte fue a manos de Mu. Su amabilidad habitual estaba muy lejos y el espíritu que todo guerrero guarda en su interior había despertado, alerta por aquella lluvia de malos presagios, por la inminente amenaza de Hades. Entonces aparecí vestido de púrpura y negro y regresé al inframundo en un suspiro, junto con Afrodita de Piscis, mi amigo. La tercera vez fue junto a la orden dorada completa, así abrimos el camino a los Campos Elíseos para los caballeros de bronce, nuestros sucesores.
Ante el Muro de los Lamentos me respondiste. Cubriste mis músculos y me permitiste contribuir con mi pequeña gota de sol. Era necesario, así debía ser. Pero ahora…, ahora…
Alguien irrumpe en la soledad del bar. Lo conozco, conozco la urna que trae, a pesar del lienzo oscuro con el que la cubre, conozco ese cosmos. Sucio, como el mío. El de un asesino. Es Afrodita. ¿Él también…? Qué puedo decirle, nada, sino agitar la mano y mirarlo en silencio. Parece tan confundido como yo.
Deathmask, dice. Qué tal, respondo como si la voz me pesara, alzo la barbilla. ¿Y el Muro?, pregunta. Yo niego con la cabeza, mitad contestándole mitad buscando al hombre detrás de la barra.
¿Tienes dinero?
Mi amigo me ve como se mira una pintura abstracta, sonríe de lado, tú qué crees, susurra, tuerce aún más los labios pero rebusca entre sus ropas. Lo imito. Encuentro varias piezas metálicas y redondas en el fondo del bolsillo y se me ocurre que me fueron otorgadas junto a estos minutos, horas o días de gracia. Pido algo con la mano en alto. Afrodita se deja caer en la silla de junto, la urna de su armadura al lado. Cuando el mesero nos trae dos vasos llenos de hielo hasta el tope, de un líquido espinoso y transparente, vuelvo a pensar en ti. Así te convocaba, Cáncer, con un movimiento sencillo. Y venías. Porque estábamos destinados, unidos por hilos irrompibles desde el principio del tiempo, cuando se llevaba otra cuenta de los años y los días tenían un nombre distinto. Pero ahora…
¿En qué piensas?
La voz de Afrodita casi me hace saltar en la silla. Volteo a mirarte. No sé por qué estás en ese rincón, en ese trozo de bar al que no iluminan las lámparas. No sé por qué te dejé ahí, sin protegerte bajo el lienzo oscuro de cuando iba a una misión.
En nada, susurro.
El par de palabras no me convence. Pienso en Shiryu, Afrodita. Pienso en el Yomotsu, en esa colina donde los hombres caminan sin otro punto de llegada que una muerte definitiva. Pienso en el yo de entonces, todo carcajadas, todo burlas, todo fanfarronerías. Pienso en la caída hacia lo negro, en mi cuerpo descubierto, indefenso, en la piedad que mostró el Dragón al despojarse de su armadura, Afrodita.
¿Deathmask?
No es nada.
Mi amigo me mira. Su orgullo lo sabe. Su orgullo de caballero dorado le dice que es mentira, que mi ceño fruncido y mi mano crispada en torno al vaso ya vacío no son consecuencia de nada, que estoy ocultándole algo.
Hay que buscar alojamiento, susurra frotando los puños de esa camisa rosada suya.
¿Dónde conseguiste esa ropa tan ñoña? Con semejantes fachas estás pidiendo a gritos una ración de Ondas Infernales, río. Afrodita esgrime una rosa. Creo que está molesto. Perdón, digo, es broma, ya sabes. Mi amigo arroja la flor casi deshojada. Más te vale, amenaza. Pero yo sé que me entiende. Es como cuando dice que llenará de rosas mi templo o que piensa retirar mis trofeos de los muros porque tal suciedad no combina con el paisaje. Nos gusta molestarnos, es nuestra forma de amistad.
No podía ser distinto. Dos manchas en la pureza de una orden que defiende a una diosa y a un mundo.
Anda, vámonos, le digo. Él asiente y toma la urna de Piscis. Imitando el elegante movimiento con el que Afrodita arrojara la rosa, dejo sobre la mesa un par de monedas. No te burles, Mascarita, escucho mientras me acerco a ti y cargo tu peso en mi espalda.
Una vez fuera, viendo a Afrodita, con su armadura al hombro, no puedo evitar el recuerdo de las misiones que Saga nos encomendaba desde la túnica del Patriarca. Ir a vigilar a Milo, en la isla de Andrómeda, y asegurarse de que cumpliera con su tarea. Ir a los Cinco Picos Antiguos y tomar la vida de un anciano, o no, de una pequeña efigie pétrea que no se movía de ahí desde hacía unos doscientos cuarenta años. Sonrío; las palabras de quien era la cabeza de los ochenta y ocho guerreros de Athena eran siempre rojas, siempre de sangre. Avanzar, terminar, desollar, asfixiar, ahogar… ¿Esas palabras tendrán eco ahora, en este tiempo regalado por quién sabe qué entidad?
No sé. Me dan escalofríos.
Mira, hay cuartos disponibles. Y no hay que pagar por adelantado.
La voz de Afrodita me clava en las baldosas, justo frente a la amplia puerta de una pensión. Miro alrededor. Es una ciudad clara, hay bullicio en las calles, comercios ambulantes allá, al pie de unas escaleras, una muchacha que vende flores, el espectro de un árbol grandísimo.
Bueno, vamos, digo como si me conformara. Aunque no hay motivo, pues la mujer de la recepción nos sonríe y las habitaciones son bastante cómodas. Afrodita entra en una y yo en la de enfrente. Voy al baño, quiero lavarme. Quisiera por siempre lavarme, al fin ver correr un agua diáfana, libre de culpas.
En tanto el guardián de Piscis remueve los murmullos que dejaran otros inquilinos en la cómoda, yo te coloco sobre una mesa enana, voy al lavabo y me miro en el espejo. Abro la llave. Un poco de jabón, me froto las palmas, enjuago, me vuelvo a enjabonar, a frotar, meto las manos bajo el chorro que no corre limpio sino blanquizco. Nada. Sigue manchándome el escarlata. Y la pequeña lámpara que arroja su incandescencia muy cerca de mi frente no ayuda. Por el contrario, me hace sudar. Vuelvo a enjuagarme las manos, me empapo un rostro nuevo, de barba incipiente. Barba; por todos los dioses, en verdad estoy vivo.
El agua sigue llenando las cañerías con su suciedad. Y sin embargo no me limpia. Es esta la penitencia del asesino, el estigma. Eso y tu propia lejanía, Cáncer, el hecho de haberte convertido en un mero testigo, en una negativa, recordatorio de la podredumbre que en mí se revuelve y toma el lugar de un alma.
Mucho tiempo en el baño, ¿qué tanto haces?
Nada, respondo a la interrupción. Me quito el polvo. El polvo de la muerte, pienso. ¿Quieres que vayamos a tomar algo?, pregunto, sigo teniendo sed.
No hay un no, ya fue suficiente, ni un sí, a dónde, al mismo bar, sino una duda sobre la caja que te contiene: ¿se abre, responde a tu cosmos? La siento rara, como si algo se hubiera roto.
Vamos, Afrodita, por favor, pido. Mi amigo abre los ojos, hay incredulidad en su expresión. Y es que por muy cercanos que seamos nunca dije por favor, pues mi orgullo de caballero dorado ignora tales palabras. Vamos, me dice, y salimos otra vez.
Nos recibe la casi noche en esta ciudad sin nombre, un bar diferente pero idéntico al otro excepto por la pintura en las paredes; aquella era blanca y esta color arena. Pedimos lo mismo de hace rato. Whisky, tal vez, no sé. Un parroquiano dice Asgard, dice Yggdrasil y sonríe como si le hubieran dado una buena noticia. Estamos en Asgard entonces, ignoro el significado de la otra palabra.
¿Y bien?, insiste Afrodita.
Luego, respondo. Antes quiero terminarme yo solo unas veinte cervezas, quiero sentir la garganta pastosa y la mente aturdida de alcohol. No es porque tenga la intención de hacerme el interesante, sino por olvido: cuando esté sobrio, lo que voy a confiarle al caballero de Piscis se habrá borrado y podré alegar que estaba borracho, que no sabía lo que decía, que fueron mentiras, incoherencias de bebedor.
Pronto un sembradío de botellas ámbar vacías crece en la mesa, entre Afrodita, que mira el fondo de su bebida a medias, y yo, que empiezo a sentir cómo las palabras se vuelven un bagazo amargo sobre mi lengua.
Hasta ahora hablo. Sin parar, sin pensar, sólo poniendo una frase delante de la otra, todas temblorosas, bañadas en lúpulo. Digo Shiryu, digo monte Yomotsu, digo por qué. Y cuando me quedo mudo, con la botella vacía entre los dedos, mi compañero de parranda pide otra ronda y pone una cerveza recién abierta delante de mí. Yo volteo a ver su rostro siempre burlón, ahora borroso, serio en un fondo color arena, idéntico a un desierto.
Las horas siguientes se vuelven negras. Amanezco sobre las mantas revueltas, tirado más que recostado, las botas junto a la urna que te contiene, que te encierra para que no pueda acercarme otra vez a ti. Me duele la cabeza, la boca me sabe a cañería, signos de que soy el de ayer, que por más que traté de engañarme, no pude. Yo le conté todo a Afrodita, yo le dije que me habías rechazado, que ya no reconocías en mí a un guerrero digno de portarte, pues mi alma era un hoyo de suciedad y de mis manos escurrían gotas de sangre y lamentos de dolor, que seguro ante el Muro de los Lamentos te habías apiadado de mí porque nuestra misión era noble pero que ahora, con sólo tocar tu urna, algo en el metal me rechazaba. Es como si estuviera en una tumba, dijo ese otro que era yo. Como si el sepulcro se hubiera abierto pero no para la armadura de Cáncer sino para mí. Como si yo fuera un espectro, un muerto errante que hasta ver su tumba se diera cuenta del tamaño de su miserabilidad. Luego vino el gesto de Afrodita, ese simple acto de renovar mi bebida fue igual a poner una mano en mi hombro, fue una especie de consuelo.
¿Qué tal la resaca?, saluda mi amigo de improviso. Yo sonrío, quiero otra cerveza, digo. ¿Tan temprano? Su pregunta, su cara de burla, me hace voltear hacia la ventana. El sol está bien alto, seguro pasan de las doce del día.
Temprano para ti, digo, la sonrisa chueca de mi otra vida. Sin querer voy de la ventana a tu urna –la tumba que me encierra.
¿Qué vas a hacer?, pregunta Afrodita. Yo me encojo de hombros y guardo silencio. De pronto parece de noche.
En realidad no sé qué va a pasar, cuánto vamos a durar en el mundo esta vez, cuál es el motivo de nuestro regreso y quién y por qué se nos ha marcado con una greca púrpura en el rostro.
Quién sabe, digo al fin, nada más, pues mis dudas han perdido toda su importancia en un instante. De cualquier modo no tengo ganas de luchar, quiero ver qué hay por ahí, agrego. Afrodita asiente, sonríe, dice yo también, estoy cansado, y se va mientras intento no mirar el filo de tu urna, el toque luminoso que se cuela por la ventana y lo recorre, acariciándolo igual que si se tratara de una plegaria.
…Continúa…
¡Hermoso, hermoso!, de verdad se escucha bien bonito.
–Óyeme, yo no hablo así–, interrumpe el cangrejo a la autora. –Escribidora de sexta, demasiada crema a tus tacos.
–Ejem, los personajes de Rulfo creo que tampoco hablarían así de vivir en la realidad–, dice ella como disculpándose.
–¡Y ahora te comparas con Rulfo!, ni en siete vidas y media le llegarías a los talones, escribidora–, se burla Cáncer.
–Ya sé, sólo era un ejemplo–, susurra la autora un poco triste.
