—001. This is my personal hell.
Sostuve el peluche con ademán culpable. El silencio, férreo aliado de mi consciencia, me había atrapado en su engaño al tiempo que los últimos segundos que había transcurrido a un lado de mi hermana eran consumidos por la mirada acusadora del oso.
Aferré mis rodillas al pecho y me permití reposar la cabeza contra la pared. El feo traje del «señor sonriente», aún estaba salpicado con la sangre de Julie Wright y de su extremo colgaba el chaleco de tela azul que alguna vez hubiera tejido para el juguete predilecto de mi hermana. Era una tela suave, aunque un poco descolorida, recortada en forma de elegante abrigo. Lo odiaba. Pero Lizzie estaba satisfecha con él. Ahora, el gesto de quimérica alegría y esa mueca dibujada con retozos de hilo rojo me observaban con recelo. El oscuro plástico de sus ojos centelleaba bajo el fulgor de las lámparas instaladas a un lado de la litera y la forma de sus manos, las cuales imitaban a un ser humano, proyectaban la sombra de garras sobre la cómoda.
No tenía miedo del oso. Era un peluche... ¿qué cojones podría hacer? Pero sí temía a por su dueña. Los Operarios de CRUEL habían sido pulcros en sus declaraciones. Lizzie era Inmune al virus. Ella tendría la posibilidad de vivir más tiempo que el resto de su estirpe. La imagen no me indujo ira... sino alivio. Me sentía bien por ella. Estaba aliviado al saber que nunca vería el avance del Destello en su mente.
Pero, ¿qué ocurría con el abandono?
Divisé una vez más a Lizzie siendo arrastrada hacia un pasillo contiguo a la sala de estacionamiento del Berg. Los llamados, a vívida voz, no obtuvieron réplica alguna. Había intentado burlar al guardia pero este me devolvió a la fila con una seguidilla de golpes secos en el estómago y la frase, que aún retumbaba en mis oídos. No había dado una bocanada de aire que percibí la suave textura del oso lo cual me dejaría paralizado al punto que el seguridad aprovechó esa distracción para empujarme hacia mi alcoba.
El «señor sonriente» estaba en mis manos por voluntad de Lizzie. Ella, en un tono jovial y seguro, había dicho que me legaba el oso para que me cuide durante los exámenes médicos. Protesté ante la idea, a sabiendas de lo mucho que signifcaba ese viejo oso, pero ella no me escuchó. Por el contrario, escondió el peluche bajo mi chaqueta y me hizo prometer, severamente, que cuidaría al jodido peluche.
Esa había sido la última vez que vi a Lizzie. Aún cuando me cruzaba con ella en los espacios comunes o almorzábamos en el comedor... estaba convencido que esa niña de cálidos ojos y sonrisa afable no era mi hermana. Su rostro era idéntico, su voz resultaba símil, pero la chispa que admiraba en la más pequeña de la estirpe Wright había desaparecido.
