Disclaimer: Todo para el gordito con imaginación.

Sabía que iba a morir. Lo tenía tan claro como que el lema de su casa era Fuego y Sangre. Lo tenía tan claro como que había desperdiciado su vida en busca de placeres efímeros, como que sería recordado como Aegon El Indigno. Pero eso no le apenaba, para nada. No era hombre de remordimientos. Indignamente feliz vivió, indignamente feliz moriría.

Ese último pensamiento le divirtió y una risa agónica escapo de sus labios. De inmediato sintió como su estómago se retorcía de dolor y se protegió la parte baja del vientre con las manos, en un intento de mitigar el sufrimiento. Respiró y botó el aire varias veces, mirando a la nada con angustia en los ojos. Diciéndose a si mismo que los dioses ya pronto dejarían de hacerle la broma pesada de tenerlo vivo aún.

Cuando la crisis que lo mantuvo paralizado varios minutos pareció terminar, una molestia suave en el final de la espalda le volvió a recordar que estaba enfermo. Trato de retorcer el brazo para alcanzar donde le dolía, sin embargo su contextura excesivamente gruesa se lo impidió. Frustrado, cambio de posición con gran esfuerzo. Y comenzó a adormecerse.

Pronto ya estaba en otras épocas, más felices y divertidas, donde otro Aegon, más joven y vigoroso, perseguía jovencitas como si se tratase de una caza de animales. Ellas hacían como que lo querían y él les daba todo el amor que era capaz de dar. Que no era mucho, por cierto. Muchas fueron las mujeres. Hoy, concretamente, estaba escalando por la Bóveda de las Doncellas. Era verano en Poniente y un viento cálido corría desde el sur. El sudor le caía por la frente y los brazos comenzaban a cansársele. Las ropas finas le colgaban alrededor y le dificultaban la expedición.

No era propio de él hacer grandes esfuerzos, pero Daena la Desafiante lo valía. Como le excitaba aquella chica y su amor silencioso, valiente y entregado, más que tantas que había conocido en multitud de lechos, nobles y plebeyos. Suponía que era la sangre que compartían. Fuego y sangre. Unos segundos después llegó al alfeizar de la ventana, apoyó el pie y se impulsó hacia atrás para entrar a la habitación. No había nadie más que Daena, sentada con las piernas cruzadas en el suelo de la habitación y la mirada fija en la ventana.

Aegon no pudo reprimir un grito de asombro, y por un instante volvió el otro, postrado en la cama y a las puertas de la muerte. Daena era sangre en aquel momento. Sangre en sus manos blancas, sangre en sus ropajes de virgen, sangre alrededor de su boca, sangre en su vientre, sangre en el piso. Pero ella no lo notaba, pues solo tenía ojos para el recién nacido que sostenía entre sus manos. Él se acercó a ella, tembloroso.

Se hincó hasta quedar frente a los ojos de ella, empapado en sangre también. Entonces ella le entregó al bebe, murmurando:

-Fuego y sangre, Aegon. Fuego y sangre.

Esas palabras lograron volverlo a la realidad de un empujón. Resolló agitado, revolviéndose entre las sábanas blancas.

-Daemon- la voz entrecortada, le costaba incluso hablar-Daemon, Daemon, ¡DAEMON!