Sumario: Universo alterno; vida rural. Capítulos cortos. Yamato y Sora han adoptado una vida sencilla fuera de la ciudad, pero se verán inmersos en los inquietantes misterios que involucran a sus vecinos, los Yagami. [Sorato, Michi]
Disclaimer: Digimon Adventure no me pertenece.
RODEADOS
I. Los vecinos
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Llevaba días sintiéndose huésped en la casa que compartía con su marido. Cada mañana, alrededor de las siete, se encontraba con la cama matrimonial vacía; una bandeja con píldoras en el buró; un par de flores silvestres en un frasco con agua; y un té de hierbas con pétalos de jazmín. Yamato era un anfitrión incuestionablemente atento, pero anfitrión a fin de cuentas.
Se sentó al borde de la cama. Sobre la alfombra estaba el perro de su marido, un híbrido de lobo gris. Yamato siempre había tenido una preferencia no razonada a dormir del lado de la puerta; delataba en él una naturaleza alerta y precavida, y el perro era igual a él. Pero ella, quien en cambio prefería dormir del lado de la ventana, se había visto imitada por el perro en los últimos días. El can hasta cierto punto tenía un entendimiento sobre lo que sucedía en la casa. Y eso, por alguna razón, la incomodaba.
A su marido le tomaba tiempo asimilar los cambios y llevaba años convencida que, de las malas noticias, jamás se recuperaba. Desde la habitación podía escuchar su frustración cada vez que la madera se atascaba en el hacha y la golpeaba contra la base de un tronco una y otra vez, hasta que conseguía partirla en dos. Era un hombre obstinado en entender por qué sucedían las cosas, en lugar de dejarlas ser.
Se tomó las dos píldoras, y dejó el té a medias. Había agua tibia en la jarra de cerámica, y toallas limpias sobre el lavabo del baño; una atención que siempre le procuraba Yamato desde que se habían mudado. Llevaban tres meses viviendo en Ibara, en una pequeña comunidad rural dentro de la prefectura de Okayama; quedaba a media hora del centro de vigilancia espacial de Bisei, donde ahora trabajaba Yamato. Era un centro especializado en el rastreo de asteroides y desechos espaciales. Su marido llevaba algún tiempo interesado en los restos de naves y satélites obsoletos en el espacio, cuya razón ella ignoraba.
La casa estaba rodeada por una conífera densa y templada; incluso desde las ventanas del segundo piso no se alcanzaba a ver más allá de ella. Ninguno reparaba demasiado en las ventanas de la casa; estaba la sensación de ser observados de vuelta por el mismo bosque. Su estadía allí era, en teoría, una cuestión temporal; y como a toda contraposición, ella esperaba que acabara pronto.
Cada mañana en las últimas tres semanas, Sora esperaba en la cocina a que su marido terminara con las tareas matutinas. Había estado madrugando para cubrir sus labores en el huerto y el gallinero; luego recolectaba agua del pozo porque la tubería no funcionaba; y por último, buscaba leña para cortarla. A Yamato le sentaba bien la vida sencilla; iba tan acorde a él y a su personalidad, que ya ni tenía sentido que regresara a la ciudad.
Y eso, también la asustaba.
—Sora, cariño, tenemos visitas —exclamó Yamato.
—¿Visitas? —murmuró ella, asomada desde la mesa redonda de la cocina—, ¿cuáles visitas?
Genuinamente estaba intrigada; no habían tenido una sola visita en esos tres meses, y se preguntaba quién estaría de paso en medio de la nada. Ciñó el mantón que cubría sus brazos; el frío matutino se colaba de la puerta abierta, donde Yamato la esperaba sosteniendo el picaporte. Se esperaba algún colega suyo del centro de vigilancia, o tal vez un lugareño humilde. Pero ciertamente no se esperó a la joven pareja parada en el pórtico de su casa.
—Tenemos vecinos —anunció Yamato, tan sorprendido e incrédulo como ella lo estaba—. Viven a un par de kilómetros al sur. Les comentaba lo curioso que era no habernos cruzado antes.
—Seguramente habrán escuchado disparos alguna vez. Los fines de semana cazo animalejos por esta zona —añadió, un tanto desvergonzado, el vecino.
Sora volteó a ver a Yamato, quien sólo atinó a encogerse de hombros. Aunque les pareció curioso no haber escuchado antes los mencionados disparos, de inmediato los invitaron a pasar y a tomar asiento en la estancia. No parecían lugareños; se veían tan citadinos como ellos mismos, lo podían deducir por cómo se expresaban. Tampoco podían figurarlos del pueblo que quedaba a quince kilómetros.
El vecino era tan chusco que incomodaba a Yamato. Era la clase de persona que detestaba su marido: era osado, y mal empleaba su audacia en comentarios de doble sentido que incomodaban a todos, según él. A Sora le parecía carismático; era un experto en romper el hielo, y sus ocurrentes comentarios iban bien acompañados de la risa de su pareja. Era por mucho, la más joven de entre los cuatro.
Se presentaron como Yagami Taichi y Tachikawa Mimi. Sora estaba encantada con la idea de tener vecinos; Mimi le había traído un recipiente con galletas horneadas en casa. Eran completamente orgánicas y libres de azúcar, y los ingredientes venían directamente de su huerto personal. Incluso añadió atentamente la receta en un sticker rosa pegado en la tapa.
—Podrías venir conmigo el próximo fin de semana, Yamato. Te prestaré una escopeta si no tienes una. Conozco este bosque como a la palma de mi mano —ofreció el vecino.
—Es cierto. Nadie conoce tan bien los alrededores como Taichi —apremió Mimi, prendada del brazo de su pareja—. Sora y yo podríamos hacer cosas de mujeres. Tengo un par de trucos que servirán para este huerto. Créanme que les facilitarán el trabajo.
—Suena perfecto —animó Sora—, ¿qué dices, Yama?
Yamato dudó; el vecino no era de su agrado, y no se sentía en el humor para tolerarlo. Se había ganado la confianza de su perro en ese rato, y de paso la simpatía de su esposa. Pero al final accedió; su amada esposa necesitaba una amiga, así él tuviera que tolerar al payaso de su esposo. Comenzaba a preocuparle las horas que pasaba sola en la casa durante la semana; especialmente después de lo ocurrido.
La casa había sido pláticas amenas y risas cordiales hasta que los vecinos se despidieron; entonces el silencio volvió, como un huésped más de la casa. Yamato prendió los quinqués después del atardecer; y antes de subir a la cama, llenó las cubetas con agua para el día siguiente. Se tomaba su tiempo en las labores domésticas, evitando la recámara que compartía con su esposa. Todo lo que podía oler en ese cuarto era hierro; era penetrante, y probablemente sólo un producto de su imaginación, puesto que Sora nunca parecía percibirlo.
Cada vez que se acuesta, a espaldas de ella, le toma un rato amoldar su lado de la cama; el colchón está invertido, y las sábanas son nuevas. El olor es fuerte, y no puede dormir a pesar de que su cuerpo está agotado. Le acecha el recuerdo de toda la sangre esparcida del otro lado del colchón; de la humedad que lo alcanzó y terminó por despertarlo aquella noche. La de su mano tanteando sobre las sábanas mojadas hasta descubrir la fuente debajo del batón de su esposa. Y aquél terrible miedo que sintió al no poderla despertar de inmediato.
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Notas del autor:
Pretendo actualizar cada semana; es una historia que me gustaría terminar en Halloween, o algo así. Espero que la disfruten y la sigan (: Gracias por leer.
