¿Por qué no estás aquí?
Los cascos de caballos, galopando a toda prisa, rompían el silencio a su paso. El cochero los fustigaba con fuerza, tratando de cumplir la encomienda de su pasajera de llegar cuanto antes al puerto. La joven llevaba medio cuerpo fuera del carruaje, como si con ello lograra acortar la distancia que la separa de su felicidad.
—¡Dese prisa, por favor! —gritó con voz temblorosa.
«¿Por qué, Terry? ¿por qué te fuiste así?», las lágrimas ardían en sus ojos, quemándole. «Debo alcanzarte, hacer que vuelvas. No es justo que tú pagues por algo que no fue culpa nuestra», se limpió las húmedas mejillas, deseando poder barrer la incertidumbre como lo hizo con las lágrimas.
En otro lugar, con maleta en mano, un joven caminaba cabizbajo en medio de la gente. Sentía una opresión en el pecho no lo dejaba respirar con normalidad, la gente a su alrededor lo apretujaba, pero hasta eso carecía de importancia; no cuando en su mente y corazón la imagen de una rubia pecosa le estrujaba las entrañas.
—¿Por qué tuve que dejarte? —susurró al viento. El zafiro de sus ojos se empañó, inundado por un líquido tan salado como el mar que estaba por cruzar.
—¿Disculpe…? —preguntó una joven junto a él, creyendo por un instante que se había dirigido a ella.
Terrence miró las mejillas sonrojadas de la muchacha, y su triste mirada cambió a una arrogante e indiferente, dando paso a esa fría careta tras la que siempre oculta sus emociones.
—Con permiso. —Dicho esto se alejó para subir la rampa que lo acercaba al barco que lo alejaría de su pasado amor.
El carruaje aún se tambaleaba cuando de un salto la rubia ya se encontraba fuera de él.
—¡No se vaya! —gritó al cochero, quien la vio confundido mientras ella se lanzaba en una loca carrera por alcanzar al dueño de sus latidos.
El puerto era un hervidero de gente, lo cual dificultaba el tránsito de Candy. Alzada en puntillas buscaba desesperada la cabeza castaña de Terry. Pasados unos segundos, al no encontrarlo entre la gente del muelle, comenzó a llamarlo a gritos.
—¡Terry! ¡Terry! —La gente a su alrededor agitaba las manos, despidiéndose de los pasajeros del barco que se llevaba sus ilusiones.
Candy continuó corriendo y gritando el nombre del chico hasta que la sirena del barco, anunciando la salida, le heló la sangre. Como acto reflejo se detuvo y desvió la mirada a la ruidosa embarcación, a tiempo de ver como los listones, que pasajeros y gente en tierra sostenían en cada extremo, se rompieron cuando el trasatlántico comenzó a moverse.
Corrió. Corrió hacia el puente como si su alma dependiera de ello, pero el camino se terminó y la baranda la retuvo en tierra, impidiendo su avance. El barco había partido y ella se había quedado sola. Sin él.
En la cubierta, fuera de su camarote, Terry veía como el puerto quedaba atrás; lento pero seguro el barco lo alejaba de ella.
—Adiós, mi tarzan pecoso —musitó con la mirada en la ciudad.
Un grito agudo fue traído por el viento, uno que sonaba con el timbre de su mona pecas. Incluso le pareció que decía su nombre.
«A este paso terminaré encerrado en un manicomio», agitó la cabeza, negando para sí.
Sin embargo, el grito se repitió. Y esta vez supo que no era una alucinación. Se volvió sobre sus pasos y corrió hasta la popa del barco. El corazón le latía descontrolado, más por la emoción que por la carrera. Miró desesperado hacia el muelle, sus pupilas bailando de aquí para allá, pero fracasando al no distinguir nada entre la gente que continuaba despidiéndose de sus familiares.
«No era ella», la opresión en su pecho se acrecentó y se maldijo por ser tan débil, por no ser un hombre para poder llevarla con él.
—¡Terry! ¡Terry, te amo! —Su corazón casi se saltó dos o tres latidos al escuchar esas palabras, pero casi se detiene por completo cuando apenas y logró distinguir un manchón rojo sobre la baranda del puente—. ¡Te amo más que a nadie en este mundo!
Y fue ahí que tuvo la certeza.
—¡Candy! —murmuró, con el pecho a punto de explotarle de amor por la declaración de la joven—. ¡Candy! —Gritó entonces con todas sus fuerzas, quería que ella supiera que la había escuchado.
Sus gritos enfebrecidos llamaron la atención de un miembro de la tripulación que, con megáfono en mano, tenía la encomienda de invitar a los pasajeros a que entrara a sus camarotes para despejar de maletas y gente las áreas comunes de la embarcación. Frunció el ceño y se dirigió hasta él.
—Joven, por favor... —La frase del marinero se vio interrumpida cuando Terry le quitó el aparato.
El hombre vio asombrado que el joven, que buscaba reprender, se llevaba el megáfono a la boca y reanudaba los gritos que un minuto antes quiso detener.
Candice, derrotada, se dejó caer sobre los tubos que limitaron su avance por el puente.
—¡Te fuiste! ¡Te fuiste! —Las palabras, dichas entre sollozos, eran apenas entendibles—. Me duele, Terry, me duele mucho. ¿Por qué no estás aquí? Me muero, Terry, me estoy muriendo sin ti. ¡Me dejaste, me dejaste! —escondió el rostro en las manos, ahogándose de pena.
—Señorita… —Preocupado, el cochero se acercó a ella—. ¿Se encuentra bien?
Candy no quería hablar con nadie, pero retiró las manos de su rostro y miró al hombre. Este la veía alarmado, probablemente pensaba que era del tipo que se desmaya. Asintió sin ganas e iba a retirarse del barandal, no obstante, la brisa trajo a sus oídos ese timbre que ya extrañaba.
—¡Te amo! —Un revoloteo le hizo cosquillas en el estómago al escuchar las palabras de su amado—. ¡Candy, te amo!
Se llevó las manos al pecho, debatiéndose entre la duda y el regocijo. ¿Y si se había desmayado y ahora estaba delirando? ¿Y si no era más que una pesadilla que se estaba tornando en un bello sueño? Porque, que Terry la amara, era el más bello sueño que jamás se atrevió a tener.
—¡Volveré por ti, tarzan pecoso!
Estuvo a punto de reclamar por el mote, no obstante, sonrió. Él volvería por ella… ¿a quién le importaba ese horrible apodo? A ella no.
Un agradable calor se propagó en su pecho, aliviando de a poquito el dolor de la ausencia de su arrogante rebelde.
—Te esperaré, mi amor —susurró al viento. Con bríos renovados miró al hombre que aún la esperaba—. Podemos irnos, señor. —Su voz empezaba a enronquecer, producto del esfuerzo al que sometió a su garganta.
«Ha valido la pena», se dijo mientras caminaba de regreso al carruaje.
Cumplió la semana de castigo sin quejarse. Al término de esta reanudó las clases como si nada hubiese ocurrido. No les daría la satisfacción de verla padecer por la ausencia de él. Sufriría en silencio, en la protección de las paredes de su habitación. Y, sobre todo, haría que el sacrificio de Terry valiera la pena.
Con el pasar de los días, los vestigios de lo ocurrido se fueron difuminando de la mente de sus compañeras y poco a poco dejaron de mirarla cada vez que entraba a una estancia. Salvo Eliza, claro.
Ese día había amanecido con el cielo limpio, y el azul de este invitaba a dar un paseo por el bosque del colegio.
Y así lo hizo.
Cuando terminó sus deberes escolares, aprovechando que el tiempo continuaba igual de apacible que en la mañana, salió de la habitación en dirección a la segunda colina de pony. Sin embargo, el paseo no fue lo relajante que esperaba debido a la indeseable presencia de uno de los hermanos Leagan.
Neal, acompañado de sus amigos, le bloqueó el camino. El chico tenía una extraña fijación con la joven. Al principio la molestaba por seguirle el juego a su hermana, no obstante, había algo en ella que hacía que sus nervios se alteraran. Y no le gustaba. No le gustaba en lo absoluto. Era por eso que no perdía oportunidad de hacerle pagar por el extraño malestar que le provoca.
Y esa tarde no fue la excepción.
Con ayuda de sus compinches jaloneó y empujó a la rubia. Aventándosela entre ellos como si fuera una pelota.
Al principio ella trató de defenderse, no obstante, cuando se dio cuenta que era inútil dejó de intentarlo y se dejó hacer. Mientras era llevada de aquí para allá por los empujones de los abusones, Candy recordó otra ocasión en la que Terry la salvó de padecer lo que ahora.
Era el turno de Neal de empujarla, pero antes de hacerlo la tomó de la mandíbula con fuerza.
—Terry no vendrá ayudarte, huérfana. Hace meses que se fue y te dejó aquí, a mi merced. —Las lágrimas de la rubia mojaron las manos del chico y este la empujó asustado.
Nunca la vio llorar por una trastada de las que él o su hermana le hicieron; que lo hiciera ahora lo descolocó.
No obstante, Candy no lloraba por el trato recibido. No, su angustia iba más allá de unos cuantos empujones y jalones de pelo.
«Terry, te necesito. ¿Por qué no estás aquí, mi amor?», gimió en sus adentros, aunque sabía la respuesta.
—Creo que se nos ha pasado la mano —dijo entonces Marcus, el chico que la recibió tras el empujón de Neal.
El joven Leagan miró el rostro constipado de la rubia, que seguía siendo sostenida por Marcus, y algo se removió en su interior.
—Es suficiente. —Se dio la vuelta sin esperar a ver si los demás hacían caso de su orden o no. Lo único que quería era alejarse de ahí, de esa huérfana inmunda que le hacía sentir cosas que no entendía.
Los compinches de Neal la tiraron al suelo una vez más y luego huyeron como los cobardes que son.
En cuanto estos se fueron se levantó y corrió, con toda la velocidad que sus piernas le permitían, a la segunda colina de pony. No tardó mucho en ver el imponente árbol y el recuerdo de Terry sentado en lo alto de una rama la golpeó con fuerza.
Al llegar se abrazó al árbol, deseando arroparse en la calidez del pecho de él en lugar de la fría corteza.
—Terry, mi vida, te extraño tanto…
Abrazada al tronco del árbol dejó fluir todo el peso de su corazón. La necesidad de verlo sonreírle, de escucharlo llamarla "pecosa". Las piernas dejaron de sostenerla y sus rodillas dieron contra el césped.
—Lo intenté, amor, de verdad lo intenté… pero esta tristeza es más fuerte que yo —murmuró varios minutos después.
Se limpió las mejillas y secó la humedad con las mangas del uniforme. Miró a su alrededor, notando que la tarde había caído; dentro de poco ese día terminaría.
«Un día más sin ti. Un día más añorándote, de sonreír sin ganas. Otra noche sin dormir, imaginándote con otra, pensando que quizá dejaste de amarme», un gemido emergió de su pecho.
El dolor en su alma la desbordó. Sentía la garganta cerrada, un hierro caliente que le impedía respirar. Las lágrimas no la dejaban ver el cielo que estaba tiñéndose de naranja; un atardecer que un joven castaño añoraba ver al lado de ella.
En Nueva York, sentado frente a un espejo, con la mirada perdida y su mente en la segunda colina de pony, Terry esperaba a que la maquillista terminara su trabajo. Llevaba cinco meses en la compañía y, gracias al talento y dedicación demostradas, ya tenía un papel menor. La constancia y el deseo de volver por Candy lo hacían dar todo de sí, haría lo que fuera necesario para reunir lo suficiente y volver por ella.
«Ha pasado mucho tiempo…», la nostalgia que lo acompaña desde que aquél manchón rojo desapareció de su vista, se acentuó.
Apuñó las manos en un intento por controlar el torrente de emociones que amenazaba con desbordarse.
«Día tras día, noche tras noche, siempre pensando en ti, añorándote, soñando con tu sonrisa», se miró al espejo y casi pudo verla ella ahí. Sus ojos verdes y su sonrisa traviesa.
«No te olvido, mi pecosa. Espérame, por favor espérame», cerró los ojos con fuerza unos segundos y cuando los abrió, su mirada sonrió. Si sus cálculos eran correctos Candy ya había recibido su carta.
"Unas compresas de manzanilla", fue el consejo de Patty para la hinchazón de los ojos.
Luego de pasar casi toda la tarde llorando, Candy no tuvo una buena excusa que darle a su amiga. Por fortuna, ella era muy reservada y discreta por lo que no hizo preguntas y se limitó a acompañarla en la habitación mientras tomaba un baño.
La rubia salió renovada de la ducha. El agua la había ayudado a serenarse, no obstante, el dolor seguía ahí. Se acercó a la cama y se sentó junto frente a Paty, quien permanecía en la única silla de la habitación.
—Tengo algo para ti —dijo la castaña pasados unos segundos, sonrojándose hasta la coronilla.
—¿Para mí? —La emoción recorrió cada terminación nerviosa de la joven ojiverde, sin embargo, se conminó a no sacar conclusiones apresuradas.
—Sí, toma. —Paty sacó algo del bolsillo de su falda y se lo extendió.
Con mano temblorosa tomó el sobre blanco que la castaña le ofrecía.
—Terruce G. Grandchester —rezaba el remitente, el cual pronunció con la emoción traicionando su voz.
—Te dejo para que la leas con calma. —Patty salió de la habitación sin esperar respuesta.
Candy apretó la carta contra su pecho y un vestigio de la colonia de Terry inundó sus sentidos. Cerró los ojos, permitiéndose disfrutar del varonil aroma.
—¡Terry, carta de Terry! —Se tiró de espaldas en la cama, riendo.
Quitó la carta de su pecho y la elevó hasta tenerla a la altura de sus ojos. Miró el nombre de su amado hasta que los brazos se le cansaron y tuvo que bajarlos. Se giró sobre la cama para quedar boca abajo y con manos torpes rasgó un extremo del sobre. Sacó el papel y la caligrafía de Terry bailó tras las lágrimas que, sin remedio, se acumularon en sus ojos.
"Candy, mi pecosa, deseo con todo mi corazón que estés bien. Durante toda la travesía estuve preocupado por tu seguridad, llegaste bien al colegio, ¿verdad?
Lamento tanto no haberme despedido de ti. Cometí tantos errores... pero, sin duda, el peor fue no saber cuidar de ti, dejé que nos envolvieran en sucias artimañas... por favor, perdona mi incompetencia; debido a ella casi fuiste expulsada".
—No, mi amor, no fue culpa tuya —musitó, deseando poder decírselo a la cara.
"No me alcanzará la vida para arrepentirme por haber subestimado a la arpía esa. Mi castigo ha sido estar lejos de ti… dejarte en esa celda… ha sido lo más duro que he tenido que hacer en mi vida; y tú sabes que he pasado cosas difíciles. No tienes idea de cuánto me pesa no haber sido mayor para traerte conmigo."
—Sufres al igual que yo, me extrañas tanto como yo a ti… —La joven parpadeó varias veces y dejó que las lágrimas salieran. Cada línea leída era un reflejo de su propio dolor.
Se limpió los ojos y volvió la vista a la carta.
"He de confesarte que me plantee esa posibilidad, pero no tenía los medios necesarios para cuidar de ti. Jamás me perdonaría que por mi impulsividad tuvieras que padecer penurias; mi único deseo es colmarte de todo aquello que la vida te ha negado y no seré yo quien te traiga más privaciones y carencias. Pero sabes… ahora es diferente".
«Ahora es diferente». El corazón de Candy brincó emocionado. Cerró los ojos y respiró profundo, debía aguardar hasta el final.
"Me he instalado en Nueva York y ya tengo trabajo en una compañía de teatro. He estado ahorrando cada centavo desde que empecé en la compañía Stratford. En poco tiempo reuniré lo necesario e iré por ti, tal como te lo prometí en el puerto.
Por favor, dime que me has perdonado, que no te he perdido, que aún me amas y mi esfuerzo no ha sido en vano. Sana mi corazón, pecosa de mi vida.
Esperaré ansioso el momento de estar juntos.
Te ama, T.G.".
Un hondo suspiro abandonó el pecho de la rubia pecosa. Terry no se había olvidado de ella como tanto temió. Esta carta era el consuelo que tanto necesitaba, el rayito de esperanza al que aferrarse. Y, sin embargo, una idea comenzaba a darle vueltas en la cabeza.
Porque si él no está ahí, ¿qué impide que ella esté allá con él?
Una semana después, gracias a las mesadas que nunca gastó, iba en un barco rumbo a Nueva York, con la carta de Terry bien guardada en su maleta.
Fin.
¡Hola!
Si estás leyendo esto por primera vez, entonces te tocó la segunda edición del mini. Si ya lo habías leído antes, espero que te gusten los cambios.
Gracias por su lectura.
2da edición 23.05.18
