-¡Corre!
-¡Sabes que no puedo!
-Entonces, ¡vuela!
Una habitación es su entorno, un par de camas gemelas se alinean paralelamente contra las paredes, una lámpara dibuja danzantes estrellas alrededor, pero no es la única fuente de luz.
Un pequeño riachuelo de arena brillante se desliza bajo la cornisa, baila grácilmente sobre los estantes y los juguetes y finalmente se enreda en los cabellos de los dos durmientes niños, cambiando, convirtiéndose en pequeñas figuras que hacen sonreír en sueños.
Porque el plasmar lo que los demás anhelan ver, lo que sus corazones más desean, es su trabajo. Flota sobre las ciudades, silencioso sin dejar, nada más que luz a su paso, él mismo pasea sobre os tejados, se sienta en las copas de los árboles, viendo el resultado de su dedicación.
Los sonidos de la noche lo rodean, el corretear de animalillos en el parque, las tazas de café de padres agotados chocando con los platitos que las sostienen, alguna melodía perdida entre los blancos cabellos de un par de abuelos que danzan para cerrar su día. Disfruta cada cosa con infinita felicidad, porque el mundo es tan hermoso que puede dejar ciego, tan enorme que podrías perderte en él, tan perfecto que nadie lo nota.
Pasa las horas escuchando, nada puede romper el silencio a su alrededor, silencio que tiene todos los sonidos habidos y por haber, silencio que él mismo ha sabido cuidar, silenciándose a sí mismo, no arrepintiéndose de nada.
Un llanto llama su atención, apenas son sollozos, pero puede escucharlo, se levanta y se dirige a donde proviene aquel triste sonido.
Varias cuadras más allá, un gran edificio de ladrillo brilla con el resultado de su poder. Un orfanato.
Sus hilos de magia se internan por cada resquicio que encuentran enredándose en cabellos tiernos y en nudos irremediables. Pero su meta no está en los danzantes árboles de un prado lleno de flores, ni en el inmenso mar profanado por un barco renacentista en busca de aventura, está en aquel remolino dorado que mueve las sábanas. Ese niño, llorando en la realidad, no tiene otra cosa en la cabeza más que la duda de si alguna vez va a sentirse querido.
Su representación de arena, un poco oscurecida por el miedo, está encogida de tristeza, viendo como quienes alguna vez dijeron amarlo se alejaban de él. Makoto negó con la cabeza, gentilmente creó un pequeño cachorro, torpe e inocente y lentamente y sin molestar al cuerpo real del niño, lo soltó cerca de su pequeña representación.
El cachorro corrió hacia él, tropezándose con sus propias patas y chocando contra su espalda. Girando un poco la cabeza, el pequeño vio al cachorro, quien en un intento de jugar y animarlo, volvió a tropezarse, recuperándose rápidamente y comenzando a perseguir su cola.
El cuerpo real ya no lloraba.
La figura de arena acarició la cabeza del cachorro e instantáneamente volvió a brillar dorada, sin miedo ni tristeza.
Mako sonrió por ver la alegría que había llevado y tapó correctamente al chico, sacudió un poco su cabello y salió con el mismo silencio con el que entró.
Voló de nuevo sobre la ciudad, creando más sueños perfectos, esos sueños que podían hacer a millones de niños felices, moldeando con sus propias manos el mundo en el que ellos quisieran habitar, borrando momentáneamente la tristeza, el miedo y la soledad.
Se recostó en el aire y volvió a apreciar el silencio que lo rodeaba. Jugó con un par de golondrinas que volaban por ahí, miró y platicó silenciosamente con la luna, recorrió la ciudad de norte a sur y de regreso, cuidando que sus riachuelos de sueños no se perdieran de alguna manera, que llegaran a donde debían llegar y alegraran lo que quedaba de la noche.
A lo lejos miró el amanecer, aclarando el cielo nocturno, dando nuevos matices a las estrellas, despertando sin querer a aquellos que olvidaron cerrar las ventanas, jugando a ver quién hace ver a las flores más bonitas en contra del rocío, colándose por cada poro de aquellas personas de la mañana que salen a tomar un poco del aire fresco.
Makoto da un par de vueltas a la ciudad, recogiendo con cuidado cada sueño, dándole un final, y en el caso de no verles fin, ponerles pausa y prometer una continuación. Todos los sueños volvieron a él, los sintió en su propio ser.
Se sacudió para despejarse y emprendió el vuelo hacia donde el sol se ocultaba, donde el cansancio atacaba y el soñar se esperaba.
Su travesía duraba lo que un suspiro de niño, pero para él, el tiempo no existía, cruzar la gigantesca masa azul podía ser tan rápido como un latido o tan lento como un despertar. Sentir el viento en su rostro es lo que más le agradaba.
Llegó al otro continente, se ubicó y comenzó a trabajar su arena, a crearla.
Un batir de alas le causó una sonrisa, dejó fluir los riachuelos dorados y buscó el origen de aquel singular sonido. Unas manzanas más allá, un rayo rojizo se movía entre los hogares mientras que pequeñas motas se internaban en ellas y segundos después, con un tintineo, regresaban con su líder.
Se acercó a una ventana y observó el interior, una pequeña hada, del tamaño de un puño, ingresaba difícilmente debajo de una almohada –y una columna de peluches- para resurgir con un diminuto diente, dejando tras de sí una moneda. El hada lo miró a través del cristal, le sonrió y salió a su encuentro. Voló al rededor de su cabeza, sin dejar de emitir el incesante tintineo. Mako rio en silencio ante la efusividad del pequeño.
-Esto debería ser en silencio, Momo.
Ambos miraron hacia donde venía la voz y le dieron la bienvenida al hada de los dientes. Un muchacho de cabellos y plumaje rojizo-dorado, con una singular dentadura y una mirada divertida.
-Makoto, buena noche.
El aludido asintió, saludando.
-Momo, Número 5, dos calles al sur, molar izquierdo.
El pequeño ser chilló de alegría y desapareció revoloteando.
-Es nuevo… una década y no ha perdido el entusiasmo.
Makoto sonrió, sabía lo que era empezar como guardián, él tampoco había perdido la alegría.
-Oye, ¿te sientes bien?
Un signo de interrogación apareció sobre los dorados cabellos.
-Bueno, es que… tus dientes, el cilindro ha estado extraño.
El chico hada se veía realmente preocupado. Makoto sonrió y negó con la cabeza, le restó importancia con un gesto y elevó los dos pulgares, creando otros tres pares de manos con el mismo gesto. Rin solo sonrió, aun preocupado.
-Bueno, te dejo, poco personal y una feria deportiva – se masajeó las sienes – cuídate.
El reflejo de la luz creó en el plumaje del chico una gama de dorados y rojos que Makoto quiso poder crear con su arena.
En un callejón, sumido en la oscuridad, una sombra se deslizaba. Arena negra rodeaba su mano extendida, en la cual tenía una esquirla blanca, un diente.
