Sentada en la cama y con la cara apoyada en una mano, la princesa llevaba un largo rato pensativa. Gondolin sólo había tenido dos princesas y, una hacía muy poco que había partido hacia las Estancias de Mandos.
Y entonces, alejándola de su ensoñación, entró Maeglin, su primo, a quien la recién fallecida había llamado Lómion, en contraste con su esposo y ahora también asesino, Eöl el Oscuro.
El elfo era joven, más que la princesa, pero aunque ella era mayor y eran parientes muy cercanos, ambos se habían dado cuenta ya de que él estaba enamorado de ella. Él se repetía que era antinatural, y lo que más hacía, era repetirse que debía olvidarlo, que algo estaba mal en su cabeza y que no podía permitirse siquiera imaginarse viviendo en un feliz matrimonio con ella. Sin embargo, le era inevitable.
"Idril", le dijo al entrar, pero ella no le respondió. Entonces, con sumo cuidado, cogió la mano de la elfa casi acariciándola y la sospesó unos instantes entre sus manos. "Idril", volvió a repetirle, y entonces ella se giró a mirarlo. "¿Me escuchas?", le preguntó finalmente.
"Sí, te escucho". Primero, lo miró fijamente durante unos segundos, sin comprender porque su primo había irrumpido en su habitación sin permiso. Luego, se dio cuenta de que realmente estaba en la habitación de la Dama Blanca, la que ahora ocupaba Maeglin, sentada sobre la misma cama en la que su tía había cruzado las puertas de la vida para abrirse camino hacia la muerte.
"Yo…", suspiró intranquilo, nervioso, y posó su mirada sobre los pómulos de su amada, en el rastro que las lágrimas ya secas habían dejado en sus mejillas. Abrió la boca para hablar, pero sintió la lengua pastosa a pesar de no tener la garganta seca. Tragó la poca saliva que le humedecía la boca y habló. "Quería preguntarte algo, si no es molestia."
"No, dime…", la princesa habló con tono pausado, cuidadosa de que el miedo por lo que pudiera preguntarle o pedirle no le tiñera la voz.
"La verdad es que no sé muy bien como empezar…", el joven elfo tragó saliva de nuevo y, esta vez, incluso llegó a morderse el labio. "Tu… ¿Cómo te sentiste cuando murió tu madre?"
"¿Yo? Ah…". Idril se relajó casi por completo, aliviada por la pregunta, aunque no le resultara del todo agradable. "Bueno…, yo era muy pequeña…, la verdad es que no la recuerdo mucho". La elfa suspiró y recuperó la mano para dejarla sobre su regazo mientras, a la vez, intentaba hacerse con una imagen clara del rostro de su madre, enmarcado entre esos cabellos rubios que ella también tenía.
Su primo no le hizo más preguntas. En lugar de eso, se dedicó a observarla en un silencio que hablaba por si solo, señalando claramente lo que pensaba. Maeglin admiró sus pómulos, sus ojos azules que brillaban como el cielo en un día soleado, enmarcados por esas finas pero espesas y largas pestañas, los labios ligeramente carnosos que tanto le apetecía morder… Y sin darse cuenta, empezó a alargar la mano hacia esos rasgos que sólo podían surgir de la unión entre un noldo y una vanya, sin que se diera cuenta, sus dedos estaban cada vez más cerca de la cara de la princesa y, casi con miedo, su dedo índice tocó la suave piel que cubría la mejilla.
Se giró furiosa y se apartó un par de centímetros de su lado. No quería ser tan brusca en cuánto al gesto ni en cuánto a la expresión que le marcaba el rostro, pero no pudo evitarlo y, por si fuera poco, el esfuerzo que hizo para suavizar la expresión, no fue suficiente.
La princesa se levantó de la cama y se alejó de ella dispuesta a abandonar la estancia. "Lo siento…", se disculpó mientras la elfa cruzaba la puerta, y sólo recibió un "no importa" como respuesta.
Tal y como se esperaba de ella, la princesa estuvo presente en la ejecución de Eöl, y a su lado se encontraba Maeglin, quien no era capaz de mirar a su padre a la cara. "Es normal, ha matado a su madre intentando matarle a él", pensó Idril, sintiendo una punzada de dolor en el pecho; después de todo, ambas ostentaban el título de Princesa de Gondolin, y Aredhel, más que ninguna otra elfa, había pasado largos años a su lado, siendo casi como una madre para ella.
E Idril no pudo evitarlo, deseando que Maeglin no interpretara el gesto como algo más que tranquilizador, acercó su mano a la de él y la apretó con suavidad, queriendo transmitirle el coraje que le faltaba en esos momentos, la fuerza para seguir adelante, para ver morir a su padre y despedirse de su madre aunque ya no estuviera presente.
Con el tiempo, se hizo cada vez más evidente que la presencia de Maeglin en la ciudad gustaba a Turgon, quien solía mantenerlo a su lado, ignorando el modo en el que su sobrino deseaba a su única hija y heredera al trono.
No es que Maeglin deseara el trono que jamás podría arrebatar a su tío, y aquello molestaba profundamente a Idril. Se sentía ofendida porque el de su primo era un deseo únicamente carnal y que ella era incapaz de comprender, mientras que podría haber comprendido un afán de poder, sellado vía matrimonio, que habría sido culminado con la muerte de Turgon.
Pero el elfo no deseaba nada de eso: no deseaba ser el rey, no ambicionaba poder y odiaba pensar en la muerte de su tío. Maeglin sólo deseaba a su prima, se desvivía por poder tenerla entre sus brazos, poder dormirse a su lado todas las noches y engendrar un pequeño e indefenso bebé de cabello oscuro y ojos azules como zafiros. Y por encima de ello, ansiaba con toda su alma que su prima correspondiera a esos sentimientos, que le deseara tanto como él a ella y que contaran con la bendición de su padre.
