Prologo

El vientre me dolía horrible. Podía sentir como mi pequeña se empujaba hacia abajo, tratando de escapar, queriendo por fin salir. Con cada pequeño movimiento y grito agudo escapaba de mi boca.

-Resiste Isa, Aro viene en camino- dijo Jane, mirándome preocupada

No pude articular una respuesta. El dolor lacerante continuaba, no me daba tregua en ningún momento. Empecé a sentir algo diferente, algo completamente fuera de lugar: unos pequeños y afilados dientes que mordían la parte interna de mi útero. Aullé como una posesa

-¡Isabella! ¿Qué pasa?- gire la cabeza lo suficiente para ver a Aro entrar a mi habitación. Al verme tirada en la cama jadeando, se acercó y comenzó a palpar mi vientre. Se giró y busco a Félix con la mirada.

-Ningún vampiro puede pasar a esta habitación a menos que yo lo apruebe ¿entendido?- Félix asintió y salió del cuarto para dar la orden. Mire a mi "padre" y le rogué.

-Saca...al bebe...no…no dejes que…muera- mis voz era prácticamente inaudible.

-Chelsea, que Isabella deje de sufrir- ordeno a la pequeña vampira. De inmediato el dolor bajo, al punto de no sentir nada.

-Cierra los ojos y descansa un momento dulzura, que pronto serás madre- dijo Aro, inclinándose y haciendo algo en mi vientre. No podía sentir que hacia pero un llanto cantarín y agudo me dio la idea

Aro sonrió y me paso un pequeño bultito cubierto de sangre. Eso, era mi bebe. Reneesme. Sus ojos, grandes y rodeados de largas pestañas me devolvieron la mirada. Eran color chocolate, como los míos. Su piel era pálida como la mía, con unos toques rosas en las mejillas. Sus labios, delgados y pequeños, sonreían mostrando unos blancos dientes de leche. Era lo más hermoso que había visto, y era mía, solo mía. Reneesme

-Isa, querida, estás perdiendo mucha sangre, así que voy a transformarte ya- susurro Aro, mirando embelesado a mi pequeña. Asentí y se la entregue a Heidi. Mirando por última vez a mi pequeña, incline el cuello hacia Aro y espere. Lo último que recuerdo era la sonrisa de mi pequeña antes de sentir unos colmillos en mi yugular. Después, no hubo nada más que paz