Era un solitario, un rebelde que escapaba de las leyes terrestres y sólo se acercaba a la tierra civilizada para pasarse pos tabernas y burdeles, las cuales podía pagar a duras penas dado al poco oro que poseía, por lo que siempre era echado a patadas o incluso agredido por no poder pagar esas deudas. Tenía la costumbre de atracar en cierto puerto de cierto pueblo marítimo inglés para recargar provisiones y demás y, ya que estaba ahí, visitar a un amigo que trabajaba en una taberna.

El capitán Kirkland se dejó caer por aquella poco iluminada taberna llena de humo, para tomar algún trago y visitar al susodicho amigo, Ludwig. Era un hombre bastante alto y musculoso, con unos claros ojos azules y una mirada de misterio. Tenía un semblante frío y no solía relacionarse con la gente, pero con Arthur era distinto. No es que se abriera mucho a él, pero hablaba con él y lo miraba cuando mantenían una charla.

-¿Qué hay?- el lobo de mar entró tranquilamente y tomó su asiento frente a la barra, como siempre.

-Arthur, ¿Qué tal?- le saludó el otro. -¿Has navegado por algún sitio interesante desde la última vez que nos vimos? Ahora te traigo lo de siempre.- se agachó para buscar las bebidas.

-Pues nada, sólo he navegado por recovecos raros, como siempre. No he encontrado nada interesante, como mucho una pequeña isla desierta, pero no había absolutamente nada.- se quitó el sombrero dejándolo a su lado mientras se cogía la parte superior del puente de la nariz con dos dedos de su mano derecha y cerró los ojos.

-Ya tendrás tiempo de encontrar tesoros e islas desconocidas.- le sirvió el ron y se lo puso en frente mientras miraba su expresión seria y serena.

-Pues creo que ya va siendo hora de encontrar oro, que me hace falta y siempre estoy justo.- apartó la mano y abrió los ojos para coger la jarra. -¿Y tú? ¿No te aburres siempre en el mismo sitio? ¿No echas de menos Alemania? Me dijiste que eras de ahí.-

Salió de su trance. –Ah, esto… bueno, me vine aquí porque quise, así que estoy bien. Pero sí, echo de menos mi tierra natal.- se quedó con la mirada perdida.

-Si quieres podemos ir algún día.- le dio un sorbo al ron. –Nunca he probado a ir desde Reino Unido hasta Alemania. Puede que haya algo que merezca la pena en el viaje.-

Se emocionó un poco al oír esto, pero lo ocultó. –Me gustaría, pero no es realmente necesario.-

-Mira que negarte a ir con el capitán Kirkland… cuántos querrían.- le dio un sorbo intenso a su jarra. En realidad, esto no era cierto. El capitán Kirkland no era capitán, sólo era un loco llamado Arthur que poseía un pequeño barco y nadie tomaba en serio, por ello no conseguía tripulación, aunque tampoco le hacía tanta falta.

-A Alemania no, pero quizá ir a sitios desconocidos…- dijo el fornido pensativo apoyándose en la barra con la mirada perdida. –Pero creo que me dijiste que estabas bien sólo, ¿no?-

-Pero por llevar un tripulante conmigo no me va a pasar nada.- a decir verdad y a pesar de su orgullo y vanidad, Arthur era un hombre solitario, pero sólo aguantaba la soledad hasta un punto concreto. Se le hacía muy pesado estar en un trozo de madera rodeado de agua y peces y no tener nadie con quien hablar o interactuar. –Zarparé en dos días, así que piénsatelo.-

-Yo iría, lo digo en serio.- dijo apartándose y cogiendo un barril en el que sentarse. –Pero tengo que hacerme cargo de la taberna, que es lo único que me da de comer.- se sentó.

-Pues escápate.- se acercó a él y le hizo un gesto para que también se acercara. –Te contaré un secreto.- le despertó la curiosidad y el ojiazul se acercó a él. –Hace tiempo oí una leyenda sobre un tesoro en una isla del Norte.- le murmuró en voz baja.

-¿Del Norte?- repitió el tabernero dubitativo. -¿Del Norte de qué? Quiero decir, puede ser del Norte del país, del Norte del pueblo, del Norte de cualquier otro país.-

-Mierda, Ludwig, pues al Norte de aquí. Si no, hubieran especificado. Y baja la voz, joder.- se acercó a él molesto.

-Lo siento, pero es cierto lo que he dicho.- dijo tratando de imitar su volumen. -¿Tiene alguna distinción esa isla?-

-Bueno, creo que oí que vivían indígenas.- le respondió. –La leyenda dice que les ayudaron a no sé qué y ellos les agradecieron con oro y joyas. Oro y joyas, Ludwig, con eso podrías dejar de trabajar y yo comprarme un barco mejor.-

-Pero es una leyenda, quizá no es verdad.- se apartó suspirando.

-Puede ser tan cierta como lo falsa que crees que es.- volvió a su sitio y se acabó el ron. –Quizá no es esa isla con indígenas y es una isla desierta con una mina de oro o vete a saber el qué. ¿Irás o qué?-

-Tengo que pensármelo. Puedo perder mi trabajo y no es plan, pero si encontráramos oro...- se quedó pensativo mientras limpiaba la barra.

-Tú verás.- apuró la jarra de ron. –Tienes dos días para pensarlo.- se levantó y le dejó un par de piezas de oro.

Asintió. Contó las piezas de oro y alzó la mirada hacia él. –Aquí no hay suficiente dinero.- le dijo tras acabar de contarlo.

-Bah, ya te lo devolveré, seguro que no falta tanto.- se dio la vuelta tras ponerse su sombrero para salir del local. –Puede que luego me pase por tu casa. Hasta entonces.-

-Un momento.- sacó un pequeño papel y una pluma en la que escribió su dirección con la mejor y legible caligrafía posible. –Aquí está la dirección de la posada donde me hospedo y el número de habitación.-

Lo cogió y lo miró entrecerrando los ojos mientras trataba de leerlo, pues lo único que sabía leer sin dificultades eran mapas. –Bien, me pasaré por la mañana, dentro de dos días.-

-Claro.- suspiró y guardó la cantidad que le dio mientras él salía. –Hasta mañana.- sonrió bobamente pensando aún en lo que le dijo. –Arthur…- se dijo en voz baja aprovechando la soledad nocturna que le brindaba la taberna ya altas horas de la noche y en día laboral de semana. –Me alegro que no hallas cambiado ni un ápice. Tan soñador como siempre y tan ingenuo para estas cosas…-