Rachel hizo un gesto de desagrado al ver cómo la pareja que aparecía en la pantalla de la televisión empezaba a arrancarse la ropa el uno al otro.

—Como si la gente de verdad se comportase así —murmuró para sí mientras alargaba la mano para tomar el mando a distancia.
Si había algo que Rachel no soportaba, eran las escenas de sexo explícito de las películas. Aunque se daba cuenta de que probablemente no fuera la espectadora típica, Rachel estaba bastante segura de que el sexo no era como lo mostraba Hollywood.

Frunció el ceño cuando el hombre levantó a la mujer, ya medio desnuda, la sentó sobre la encimera de la cocina y la penetró. O hizo como si la penetrara, porque la cámara enfocaba a sus caras. Cuando empezaron los gruñidos y gemidos, Rachel pulsó con firmeza el botón de apagado. Ya había visto bastante de esas ridiculeces, muchas gracias. Era hora de subir a comprobar si Thomas estaba dormido. Eran más de las nueve y al día siguiente tenía que ir al colegio.

Rachel no había acabado de subir las escaleras cuando sonó el teléfono. Echó a correr y, al llegar arriba, se asomó un momento por la puerta de Thomas para comprobar que estaba bien.
Estaba dormido. Perfecto. Llegó a su habitación, cerró la puerta para no despertar al niño y descolgó el teléfono.

—Hola —saludó, esperando que fuera su madre. Sus amigas estaban todas casadas y tenían hijos, así que estaban todas muy ocupadas a esas horas como para hablar por teléfono.

—Hola, Rachel. Soy Gail —dijo una voz femenina al otro lado de la línea—. Gail Robinson.

—Hola, Gail. ¿Qué tal?

—Me he torcido el tobillo —dijo la mujer, desanimada—. Me he resbalado en una cuesta empinada. Llevo un buen rato sentada con un bloque de hielo encima del tobillo, pero sigue hinchadísimo. Me va a ser imposible ir a casa de Quinn Fabray mañana.

Rachel frunció el ceño. Quinn Fabray era una de sus últimos clientes. Sarah, la asistente de Rachel, la había atendido mientras ella estaba de crucero por el Pacífico Sur con Thomas en las últimas vacaciones escolares. La señorita Fabray era soltera y tenía una casa en Terrigal enorme, de suelos cerámicos que se tardaba siglos en limpiar. También quería que le cambiaran las sábanas y las toallas, y que le hicieran la colada, la plancharan y colocaran, cosa no habitual.

El servicio que su empresa ofrecía era de cuatro horas de trabajo y cubría la limpieza de suelos, baños y cocina. Nada de coladas, porque requería mucho tiempo, ni de limpieza de ventanas, que podía ser peligrosa.

Pero, al parecer, esa mujer había convencido a Sarah para encontrar a alguien que se encargara del trabajo extra igualmente. Gail tardaba cinco horas en hacerlo todo y «Totally Clean Enterprises» recibía ciento cincuenta dólares por ello, y Gail, ciento veinte. Sus tarifas eran muy competitivas.

—Siento dejarte tirada con tan poco tiempo —dijo Gail disgustada.

—No te preocupes. Conseguiré a alguien.

—¿Un viernes?

Rachel sabía por qué Gail era escéptica. Los viernes eran los días de más trabajo para las limpiadoras, pues todo el mundo quería tener su casa limpia para el fin de semana. Aunque Rachel tenía un par de personas a las que recurrir si estaba desesperada, temía que, al no haber recibido el estricto curso de formación de la empresa, no lo hicieran del todo bien con una cliente tan exigente.

—No te preocupes —le dijo—. Lo haré yo misma. Y Gail, no te preocupes por el dinero. No dejarás de cobrar.

—¿Lo dices en serio?

—Sé muy bien lo justa que estás de dinero en este momento.

El marido de Gail había perdido su trabajo hacía pocas semanas y necesitaban de verdad el dinero que ella ganaba.

—Te lo agradezco mucho —contestó, ahogada
Rachel hizo una mueca. Por favor, que no empiece a llorar...

—¿Irás mañana al cole a recoger a los niños? —preguntó rápidamente.

—Sí.

—Bien. Te daré el dinero entonces.

—Vaya... no sé qué decir.

—No digas nada. Y menos a las otras chicas. No vaya a echar a perder mi reputación de sargento. Pensarán que me estoy ablandando y se aprovecharán de mí.

—Imposible —rió Gail—. Tienes una fama muy sólida, y tu aspecto acompaña.

—Eso me han dicho.

—Además, siempre estás tan perfecta... es un poco intimidante.

—No puedo evitarlo —respondió ella, poniéndose a la defensiva—. Yo soy así.

No era la primera vez que Rachel oía esa crítica. De sus amigas, de su madre y hasta de su esposo... cuando vivía.
Brody se quejaba todo el tiempo de su compulsiva necesidad de que todo estuviera siempre perfecto: la casa, el jardín, ella misma, el bebé, él...

—¿Por qué no te relajas un poco? —le había dicho en más de una ocasión—. No te pareces en nada a tu madre, y yo creía que las chicas se parecían a sus madres.

Rachel se estremeció al pensar en parecerse a su madre.
A pesar de las protestas de Brody, ella estaba convencida de que a él no le hubiera gustado que se pareciera a su madre; a él le gustaba llevar a gente a casa, y que tanto la casa como ella estuvieran siempre perfectas.

—Por cierto, no tengo las llaves de la señorita Fabray —dijo Gail, haciendo regresar a Rachel de nuevo al presente—. Siempre está en casa los viernes, así que llamo al timbre y ella me abre.
Rachel frunció los labios. No le gustaba tener a los clientes cerca cuando limpiaba.

—Es escritora o algo así —continuó Gail—. Trabaja en casa.

—Comprendo.

—No te preocupes. No te molestará. Apenas sale de su estudio más que para hacer café. Por cierto, no intentes limpiar su estudio: a mí me lo dejó muy claro la primera vez que fui allí.

—Mejor. Una habitación menos que limpiar.

—Eso exactamente pensé yo.

—¿Qué tal se aparca?

Terrigal era el mejor sitio para vivir en la Costa Central. Estaba a sólo una hora y media al norte de Sidney, y era muy turístico: había playas bonitas, tiendas buenas y cafeterías, además de un hotel de cinco estrellas frente al mar. El problema era la escasez de plazas de aparcamiento.

—No te preocupes —dijo Gail—. Hay unas cuantas plazas libres para visitantes en la parte trasera del edificio. Tienes la dirección, ¿verdad? Está en la calle principal, en la mitad de la colina, más o menos, justo después de pasar el Crowne Plaza.

—Lo encontraré. Ahora tengo que dejarte, Gail. Tengo que arreglar muchas cosas por aquí para poder irme mañana tranquila.
Terrigal estaba a casi cincuenta minutos de donde vivía ella, en Tumbi Umbi. Si dejaba a Thomas en clase a las nueve, podría empezar a limpiar a las nueve y media, acabar a las dos y media, y recoger a Thomas a las tres.

—Te veré a la salida del cole mañana. Hasta luego.

Rachel colgó y bajó las escaleras pensando en todo lo que tenía que hacer: cargar el lavavajillas, tender la ropa, limpiar el suelo, planchar el uniforme de Thomas, preparar la comida del día siguiente, decidir qué ponerse.

Mientras ponía en marcha el lavavajillas, Rachel empezó a pensar. Las casas en Terrigal no eran precisamente baratas, así que probablemente, su dueña sería rica. Gail había dicho que era escritora, y estaba claro que tenía que ser una escritora de éxito. O no. Quinn Fabray podía ser una rica joven que hubiera heredado el dinero y se dedicara a escribir por afición.

Cuando Rachel empezó a preguntarse si sería guapa, decidió echar el freno. ¿A ella qué le importaba si era guapa o no?
No tenía ninguna intención de volver a salir con nadie en su vida. No tenía ninguna razón a favor y sí muchas en contra. Dejar entrar a alguien en su vida significaría que, tarde o temprano, esa persona querría sexo y la dura realidad era que a Rachel no le gustaba el sexo. Ni le gustaría nunca, así que sería mejor dejar de mentir.

Encontraba el sexo algo desagradable y nada placentero. No le resultaba del todo repulsivo, pero estaba cerca. Ya sospechó la impresión que le produciría cuando su madre le puso al corriente de los secretos de la vida, cuando tenía diez años, sospecha que no hizo más que crecer en su adolescencia y que fue finalmente confirmada a los diecinueve, cuando por fin accedió a acostarse con Brody, después de haberse prometido, y sólo porque sabía que lo perdería si no lo hacía.

El pensó entonces que ella se acostumbraría progresivamente a hacer el amor, y que le acabaría gustando, pero ese momento nunca llegó. Durante su matrimonio, el sexo se fue haciendo cada vez más escaso, sobre todo desde el nacimiento de Thomas. No resultaba sorprendente que ella no se hubiera vuelto a quedar embarazada.

Rachel se quedó destrozada tras la trágica muerte de su esposo; ella tenía veinticinco años y Brody, veintiocho. Ella lo amaba a su manera, pero nunca sintió deseos de volver a aquello.

No quería volver a sentirse culpable por algo que no podía controlar, porque sabía que no podía obligarse a que le gustara el sexo. Por eso, lo más sensato era permanecer célibe, aunque eso significara sentirse sola a veces. Últimamente se sentía bastante sola. Era extraño, pues tenía más trabajo que nunca, y Thomas tampoco le daba tregua.
Después de acabar la jornada laboral, tenía que llevarlo a sus entrenamientos y clases extraescolares. Pero por la noche, cuando el niño se iba a dormir, ella añoraba tener alguien con quien hablar o que le hiciera compañía cuando veía la televisión.

Su único consuelo era la lectura. Le encantaba leer, sobre todo novelas de acción. Le gustaba cómo la sacaban de su vulgar rutina y la llevaban a un mundo de emociones y suspenso. Sus favoritas en aquel momento eran una serie de novelas de suspenso escritas por una escritora australiana: Nicole Freeman.