Disclaimer: Captain Tsubasa es propiedad de Yoichi Takahashi. Yo sólo me responsabilizo por el uso de los personajes oficiales, de los que me han prestado y, obviamente, de los que me pertenecen. Los hermanos Diminescu y sus asociados son propiedad de Egyptdiva.


Capítulo 1: Y de esta forma, comenzamos la historia.

¿Por qué creemos que es necesario decir gilipolleces para sentirnos cómodos?
Pulp Fiction

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Londres, Inglaterra, Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. 01 de Agosto. 9:00 ─ 10:00 A.M.

Un timbre se gravó pesadamente sobre la pequeña hoja del pasaporte de la comunidad europea. La muchacha de policía internacional miró unos instantes la parte de identificación del pasajero, y luego se lo devolvió a su dueño, sonriente.

— Bienvenido a Londres, y que tenga una buena estadía, señor Schlesinger-Nevsky —le dijo la mujer, automática y cordialmente.

— Gracias —dijo el alemán, tomando violentamente el pasaporte y guardándolo descuidadamente en un bolsillo de su chaqueta, al mismo tiempo que se acomodaba el bolso de mano que llevaba para una estadía un día y una noche.

La mujer no hizo nada más que hacer un gesto de enfado. En su mente, el sentido práctico le hacía asumir que el joven cretino que se había mostrado así de grosero no era más que un miserable con el CI de una mosca muerta al visitar un lugar que detestaba. Porque, a fin de cuentas, si llegabas al aeropuerto de una ciudad con una cara de quince metros y eras grosero con la agente de policía internacional, estabas proyectando esa imagen y, por lo tanto, la gente se quedaba con esa impresión.

No era lógico, pero tampoco iba a dejar que este «turista» le arruinase el día.

Así que, con su mejor sonrisa, mientras Schlesinger-Nevsky avanzaba, recibió el pasaporte del siguiente pasajero, un rubio de ojos azules y chándal de una selección de fútbol de un país del oeste, seguido de varios jóvenes con el mismo traje.

Timbró el pasaporte, miró la identificación, sonrió y lo devolvió amablemente.

— Bienvenido, señor Schneider, y que tenga una buena estadía en Londres.

— Obvio que la tendré —contestó el alemán en su mejor inglés, mientras recibía el pasaporte de regreso.

Y la mujer recibió el siguiente pasajero, un muchacho alto y de cabello castaño. Muller, educadamente, le pasó su pasaporte. Si Schlesinger-Nevsky era un caucásico mal genio y grosero, era asunto de él.

Mientras tanto, Alexander se dirigió hacia la salida —o entrada, dependiendo del lado de la puerta automática en que uno se encuentre— sin esperar a sus compañeros de equipo. Obviamente, él tenía sus planes. Sus compañeros también, pero ellos estaban dispuestos a dejarlo ir siempre y cuando no se las diera de diva y causara problemas innecesarios. Estropear la estrategia del entrenador o marcharse a otro país mientras duraba el entrenamiento previo al enfrentamiento contra la selección inglesa, eso era lo que a ellos les interesaba que Schlesinger-Nevsky evitara hacer.

O que hiciera algo que, de alguna forma, atenuara el buen desempeño de sus compañeros de equipo ─ ya lo había hecho tres veces, así que Alexander era considerado una especie «Attention whore involuntaria» dentro del equipo, y es que su competitividad y su manía de golpear antes de preguntar eran algo que ya rallaba en lo patológico. Si era impresionante que alguien no le hubiese tirado una orden restrictiva, en especial Eva Krumm, que por muy arpía que fuera no dejaba de ser un humano al que Alexander le hacía la vida imposible cada vez que la veía.

Y no es que quisieran victimizarla, pero Schlesinger-Nevsky ya había insinuado que si él iba manejando un automóvil y la encontraba como peatón «la iba a transformar en una estampilla».

─ ¡Pero si era broma! ─dijo, riéndose, delante de Eva Krumm, sentada en un sofá y llorando desconsoladamente mientras Karl, junto a ella, trataba de tranquilizarla─. Mujer, para ser una perra tienes la sensibilidad de una colegiala con desordenes hormonales.

El problema es que Alexander ya había demostrado que las bromas de naturaleza violenta, cuando venían por parte de él, tenían un gran porcentaje de transformarse en… bueno, realidad. Y una broma donde se ponía en riesgo la vida de una persona podía considerarse de distintas formas, dependiendo de la suerte con la que el perpetrador contara ese día.

─ Para. Estas actuando como un pendejo malcriado.

Durante un tiempo Karl se limitó a lanzarle miradas hostiles y siendo implacable con él en la cancha, porque esa era su forma de decirle que estaba esperando a que dejara de actuar como una perra psicótica. Pero Alexander no dejó de hacerlo porque, en su cabeza, Eva Krumm era un monstruo y no merecía la consideración que, según él, sólo se les daba a los niños, a las mujeres respetables y a los hombres de mérito.

Pero el mayor drama vino cuando se supo lo del bebé que Eva Krumm había perdido.

Dioses, la insensibilidad de Alexander llegó a otro nivel cuando le insinuó que la criatura se había suicidado porque no quería ser criado por ella. Eva podría haberse puesto a llorar, a gritarle, a insultarlo o golpearlo (No necesariamente en ese orden, pero si recurriendo a cualquier combinación que incluyera alguno de esos elementos) pero no tuvo tiempo para hacer nada de eso ya que, en esa oportunidad, Karl Heinz Schneider le dio un puñetazo a Schlesinger-Nevsky por ser un cabrón insolente y un gran hijo de puta. Aparte, el hijo que Eva había perdido tendría que haber sido un Schneider así que el insulto también le había llegado a Karl.

Un golpe que, obviamente, Alexander le regresó. Y Karl, volvió a golpear. Y así continuaron, golpeándose y lanzándose insultos, mandando al demonio las reglas de convivencia. ¡Al demonio con la buena educación ─parecía que querían decir─, el cretino quiere pelear y yo estoy dispuesto a partirle la cara! Había un momento para todo, incluyendo el mantener una relación más o menos sana con los compañeros de equipo y, en esa oportunidad, ninguno estaba dispuesto a profesarle tal consideración al otro. En el mundo real, eso era una certeza.

Podrían haber continuado, pero Müller, cansado de tanta violencia, interfirió tomándoles la cabeza y haciéndolas chocar, una contra la otra. Fue algo involuntario. Müller estaba cansado, al igual que todos, después del entrenamiento y lo último que quería hacer era tener que soportar un ajuste de cuentas.

Allí, noqueados, quedaron Karl y Alexander, tirados en el piso junto a Müller, quien, de pie, no sabía cómo afrontar esa situación ─mucho menos los que se había mantenido al margen─. Es cierto que estaba cansado de tanta violencia innecesaria y que le parecía desagradable la idea de que ni siquiera pudiera tomarse un café sin tener que mirar a sus compañeros y asegurarse de que no habría algún problema. Pero no había querido dejarlos tirados en el piso. Detener la pelea, sí, pero no de esa forma.

El problema es que los hechos se reducían a que él, teniendo la fuerza, no los había intentado separar si no que, de plano, los había neutralizado violentamente y era el responsable de que estuvieran tirados en el piso. Y Dieter Müller tenía la desagradable, pero certera, idea de que nadie le creería si él decía que no había tenido la intención de dañarlos.

─ Te coronaste campeón del mundo en la categoría peso ligero a los cinco minutos del primer asalto, grandulón ─comentó von Rathlef, sonriendo, perversamente divertido.

El aludido lo miró en silencio, molesto. Lo que menos necesitaba, en esos momentos era que alguien le hiciera esa clase de pregunta.

─ Cállate.

Dioses, algunos compañeros podían escoger el peor momento para ser injustos y desconsiderados.

Cuando Karl y Alexander despertaron, cuatro horas después, en la enfermería, lo primero que vieron fue a Müller, avergonzado por una actitud tan vulgar.

─ En realidad… lo siento… ─dijo, desviando la mirada.

Sus cabezas seguían vendadas, sus rostros continuaban adoloridos y Karl era víctima de una ira contenida por, literalmente, haberse despertado junto a Schlesinger-Nevsky, quien sentía lo mismo en relación a Schneider. Obviamente, aceptaron sus disculpas, pero decidieron no volverse a pelear en el complejo deportivo. Si se querían sacar la madre, lo harían en un lugar donde el portero alemán no estuviera presente.

«Me pregunto si será buena idea mantenerlo dentro del equipo», pensaba a veces el entrenador, cuando la paciencia empezaba a abandonarlo.

No era sólo Alexander. El equipo entero parecía tener una relación disfuncional, pero Rudi Schneider esperaba que todo fuera algo pasajero. Sin contar a Alexander, el entrenador podía asegurar que conocía a sus jugadores y el desarrollo de la carrera profesional de cada uno.

─ No deberías ser tan permisivo con él ─le dijo el capitán del equipo, sosteniendo con su mano derecha un vaso de papel para café─. Por muy difícil que sea su carácter, sigue siendo un jugador.

─ ¿Crees que le estoy dando privilegios por permitir que se fuera a «donde-sea-que-tuviera-que-largarse» en lugar de irse, directamente, al complejo deportivo con nosotros y que eso le dará, por alguna razón, a los otros jugadores, la errada idea de qué Alexander Schlesinger-Nevsky puede hacer lo que sea, cuando sea y como sea? ¿Crees que tomaran esa misma actitud porque «si él lo hace es justo que nosotros también lo hagamos»?

Karl lo miró en silencio, unos instantes, como si no creyera todo lo que había escuchado y necesitara unos instantes para procesar todo lo que su padre le había dicho. Después, sonrió. Pero era una sonrisa enigmática y difícil de descifrar.

¿Sonreía por el desdén que sentía hacia un planteamiento tan dramático de un tema tan trivial? ¿Sonreía porque en esa pregunta se abarcaba todo un problema que Rudy, como entrenador, no iba a tratar porque sencillamente no sabía cómo solucionarlo porque, de plano, el líbero alemán, de plano, era un bruto irracional, indisciplinado, pero con suerte?

─ Conste, que fuiste tú el que lo dijo ─contestó Karl, al cabo de un rato. Dio un sorbo a su gran Cinnamon Dolce Latte antes de dejar a su padre, solo, para ir a reunirse con sus compañeros de equipo.

Rudi frunció el ceño y parcialmente indignado, le grito a su hijo.

─ ¡Gracias por ayudarme!

El capitán teutón, a modo de respuesta, levantó la taza de café, como si estuviera haciendo un brindis matutino en honor a su padre y le deseara buena suerte con el asunto de Alexander.

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Dimitri Diminescu le había dicho que mandaría a alguien para ir a buscarlo al aeropuerto porque quería asegurarse de que lo encontraría en el lugar indicado a la hora señalada.

─ La última vez que estuviste en Inglaterra dijiste que me ibas a visitar, que ibas a estar en mi casa a tal hora y al final te olvidaste de todo por culpa de una mujer inglesa. Chico, cuando una mujer hace que una persona como mande al demonio a un amigo como yo, hay algo podrido en este mundo.

No le costó mucho trabajo identificar al chófer: un hombre vestido como para un funeral, con zapatos bien lustrados y una tenida que resaltaba demasiado con treinta grados Celsius. Ocultaba sus ojos tras el cristal de unos anteojos negros y sus labios estaban en una mueca forzosamente seria y solemne. Sus manos estaban tras su espalda y lo esperaba junto a la puerta de un Audi lujoso y de modelo reciente.

— ¿Te mandó a buscarme ese rumano desquiciado? —le preguntó en inglés.

— No —les contestó el sujeto, seriamente—, soy un ciego que espera a que su perro vuelva con su periódico —miró la hora en su reloj de mano y volvió a ponerla tras su espalda—, pero se ha demorado mucho —añadió—. Seguramente fue atropellado o, en el mejor de los casos, fue apresado por la perrera. En todo caso, espero que este bien.

Un tipo sarcástico que, al parecer, no sabía con quién trataba, porque, de haber tenido una mínima idea, se habría limitado a contestar: «Señor, sí señor»

─ Claro que sí ─dijo, finalmente.

A continuación, el hombre abrió una puerta del automóvil para que el alemán ingresara. El líbero alemán no tardó en acomodarse dentro del automóvil. Dejó el bolso junto a él mientras el sujeto de afuera cerraba la puerta del pasajero, para rodear después el automóvil y abrir la del piloto, la cual, obviamente, cerró luego de encontrarse frente al manubrio.

— Espero que su viaje haya sido agradable —dijo el hombre, mientras se cruzaba el cinturón de seguridad. Acto seguido, con una mano sobre el volante, giró la llave y el automóvil se comenzó a deslizar suavemente sobre el bien asfaltado camino.

— Fue como todos los viajes.

— Ah. Corto y aburrido, supongo —dijo el hombre, indiferentemente─. Ojalá disfrute su estadía en Londres.

Alexander Schlesinger-Nevsky se quedó mirando la cabeza del hombre, en silencio, con el ceño fruncido. Tanta cordialidad y familiaridad le resultaba repugnante. No tenía la costumbre de involucrarse en diálogos amigables y no estaba dispuesto a hacer una excepción tan sólo porque se encontraba fuera de Alemania. Maldita sea, ni siquiera en Alemania el

La gente y su sentido del decoro le parecían algo desagradable sin importar la raza, la nacionalidad, la religión, la edad, la tendencia política, el estado civil, el género o la orientación sexual de un ser humano. Durante años se había hecho una fama de antisocial y no la iba a perder cayendo en el juego de este conductor con vocación de troll.

Pero si estaba de humor, recurrían palabras ásperas y frases que los otros consideraban incorrectas. Alexander sabía cómo insultar e involucrar a las personas en una conversación que, desde el comienzo, tenía como objetivo una cosa: entretenerlo al mismo tiempo que dejar un mal recuerdo en la memoria de su interlocutor.

Hoy no haría excepciones. De hecho, en su diccionario la palabra «excepción» era algo inexistente.

─ Honestamente, hijo de perra: ¿te importa un carajo mi estadía en Londres?

─ No ─dijo el hombre, mientras doblaba una esquina─. Pero me pagan por fingir interés mientras dura el trayecto desde el Aeropuerto hasta el hotel donde usted se hospedara.

¡En el nombre del estigmatizado, incomprendido y poco querido Charles Mason, era tan frustrante no poder mandarlo al otro mundo!

Schlesinger-Nevsky decidió que se pondría en contacto con algún grupo criminal para que este conductor desapareciera. Para siempre. Sin dejar rastro. Que su familia lo recordara por costumbre y esperara su regreso porque él era parte de ellos. O cualquier otra cosa. Lo que fuera. Él estaba dispuesto a pagar lo que fuera con tal de no toparse con este sujeto, incluso si eso implicara matar a otro humano y permitir que todo el proceso fuera gravado por un tercero para hacer una película snuff [1] que, eventual e indudablemente, iba a ser distribuida entre las personas que estaban dispuestas a pagar por ver como otra persona era despachada al otro mundo.

Le daba lo mismo si sus (pocos) amigos y sus compañeros de equipo llegaban a enterarse que él había preferido gastar dinero o someterse a algún trato para deshacerse de una persona en lugar de encargarse personalmente. No le importaba que dijeran que le preocupaba ni siquiera lo que el portero suplente más incompetente tuviera que decir. A esos sujetos, él no les debía nada. Podían morir y él estaría más preocupado de aprender a solucionar los sodokus que aparecían en el diario, junto al horóscopo.

Okey, eso era una completa mentira. Al menos la parte donde metía a sus amigos y decía que no le importaría cómo reaccionarían si tal escenario se transformaba en realidad. Pero lo demás era cierto.

El conductor ya estaba en su lista negra. No sabía su nombre, pero tenía buena memoria. Al menos nunca olvidaba un rostro cuando una persona le daba motivos para ser recordada.

Se quedó mirándolo largo rato en silencio.

─ ¿Falta mucho para llegar al hotel?

El conductor no respondió porque en ese momento se encontraba ejecutando una maniobra que, al parecer, requería concentración y precisión. Finalmente, el automóvil se detuvo.

─ No.

Alexander Schlesinger-Nevsky tuvo unos segundos de perplejidad durante los cuales él miró, alternadamente, la entrada al hotel y el sujeto que lo había conducido hasta el Ritz. Finalmente, extendió la mano y abrió la puerta. Puso un pie fuera del carro y, con el dedo índice se su mano derecha, señaló al compadre con gafas.

─ Tú eres un hijo de puta ineficiente. No quiero volver a verte ─dijo, antes de salir del automóvil y cerrar la puerta sin mucha delicadeza.

En el interior del vehículo, el conductor se mantuvo tranquilo, sin asustarse por el portazo. Cuando Alexander estuvo fuera de su alcance, sonrió.

─Vaya, vaya… Ese chiquillo tiene mal carácter ─murmuró.

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La recepción del hotel era grande, decorada con un gusto exquisito y era evidente que los empleados se tomaban muy en serio su trabajo. Todo, en su conjunto, desde el personal hasta la decoración daba a entender el precio que cualquier persona tendría que pagar para pasar ─aunque fuese por arribismo─ una noche en esta clase de hoteles.

Schlesinger-Nevsky era de la idea que un cliente podía insultar a estos tipos y ellos tenían que aguantarlo todo porque le pagaban para atender ─y hacer felices─ a los clientes, pero los clientes no sabían que ellos importaban porque tenían dinero. Los que estaban al tanto, se tomaban más libertades, pero no podían modificar la realidad: el contenido de la billetera seguía siendo la parte más importante del cliente.

─ Buen día, bienvenido al Ritz Charlton.

─ Hola. Hay una reservación a mi nombre ─dijo, pasando su pasaporte y una cédula de identidad. Dos piezas de identidad, como se le decía comúnmente.

La recepcionista hizo las verificaciones necesarias en el computador que tenía a su lado antes de regresarle el pasaporte cerrado y su carnet. Más otra tarjeta, de plástico y con una banda magnética.

─ Sus piezas de identidad y la llave para su habitación. Tenga una buena estancia en Londres, señor Schlesinger-Nevsky.

Involuntariamente, él sonrió. Al menos la mujer le había evitado formular la pregunta: « ¿Y la tarjeta extra para qué es?». Lo cual habría revelado que era un salvaje que todavía esperaba a que le pasaran una llave común y corriente para abrir la cerradura de la puerta de su habitación.

Y es que, siendo sinceros, tanto sus amigos como sus compañeros de equipo, pasando por el cuerpo técnico, consideraban una especie de epifanía que Alexander se hubiese enterado de la existencia del Blackberry, los e-mails, el I-Pod y redes de comunicación como facebook y twitter. Y cuando uno sabía que este cavernícola sabía cómo usar estas cosas de la vida cotidiana, entonces Dios era grande y tenía como pasatiempo interferir en la vida de los simples mortales.

─ Sí desea comer algo, el restaurant se encuentra…

─ No, gracias. Quiero descansar ─dijo.

En esta clase de recintos, los sujetos eran capaces de tomar un platillo común y corriente, ponerte una cantidad miserable en el plato, hacerlo ver como algo positivo con una decoración minimalista, darle un nombre francés y venderlo como si se tratase de algo especial.

(Vamos, comer en el restaurant de algún hotel cinco estrellas que tuviera el menú en francés era el equivalente a querer vivir en carne propia esa escena de la novela Ana Karenina donde Esteban Arcadievich va a un restaurant con Konstantin Levin y el primero se empeña en hacer el pedido dándole un nombre ruso a los platillos mientras que el camarero se empeña en escribir ─y recitar─ todo el comando en francés).

─ ¿Podría decirme donde se encuentran los ascensores?

─ Oh, claro ─dijo la funcionaria del hotel antes de indicarle, de forma breve y específica, donde se ubicaba el acceso a los elevadores.

─ Gracias, nuevamente, y que tenga un buen día ─respondió, antes de retirarse.

Una vez que estuvo dentro del ascensor, repaso su conversación. Algo había sido innecesario, pero era incapaz de determinar qué había resultado extraño en ese intercambio de palabras. Mientras los números se iluminaban, le dio vueltas al asunto, pero no pudo encontrar la respuesta.

Salió del ascensor cuando las puertas de este se abrieron en el catorceavo piso. Deslizó la tarjeta en la cerradura e ingreso a la habitación.

«Es sólo una noche ─pensó. Tiró su bolso en el piso y se recostó en la cama. Se quedó mirando el techo─. Una noche hablar con Diminescu, descansar y mañana…»

Mañana se estaría retirando del Ritz Charlton para ir y registrarse en el hotel donde sus compañeros de equipo ya estaban instalados. Volvería a encerrarse en su cuarto y sólo saldría para comer, subirse en el autobús que los llevaría al lugar de entrenamiento, entrenar, subirse en el autobús para regresar al hotel y encerrarse en su cuarto y así sucesivamente, como parte de una rutina que a él le agradaba y que, definitivamente, no estaba dispuesto a alterar.

«Mi vida apesta…», pensó él, de repente. Se impresionó de haber tenido este pensamiento tan pesimista. «Me siento cansado. Quiero dormir», pensó.

Cerró los ojos y eso hizo. Necesitaba descansar un rato; él lo merecía.

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─ El asunto es simple ─ le dijo Dimitri Diminescu a su hermana a través de su IPhone 5, dirigiéndose a la entrada del Ritz Charlton ─. Entro, hablo con él y lo convenzo de que se largue a Los Ángeles conmigo.

─ ¿Estás seguro?

─ Claro que sí ─contestó el capitán de la selección rumana mientras el portero se hacía a un lado para permitirle el ingreso a Dimitri─. Lo estoy porque lo conozco. Ahora debe estar esperándome en la habitación para golpearme o insultarme... Y antes que me lo digas: No te preocupes, Nadia. Esa rusa desquiciada no me hará daño.

─ Me preocupa que dentro de una semana haya un partido entre Inglaterra y Alemania, y él no esté para el entrenamiento.

─ Primero, él se va a Los Ángeles porque El Sir quiere entrenarlo por una razón que él ni se molestó en decirme; segundo, Alexander Schlesinger-Nevsky será un bruto, pero también es un jugador profesional. Si le explica a su entrenador que está en Los Ángeles para meterse en un campo de concentración regido por un Agente del Servicio Secreto vestido de hippie y no para perder el tiempo de alguna forma frívola, no creo que Rudy se enfade porque El Sir ya ha demostrado tener buenos resultados.

Dimitri Karel Diminescu Olaus hizo una pausa como si quisiera ordenar, en su cabeza, una última idea. Finalmente, añadió:

─ Tercero, el futuro de Schlesinger-Nevsky en la selección alemana, por el momento, no es asunto mío porque fue un cabrón maleducado con ese maldito chófer. ¿Le elijo el más simpático, paciente y humilde con el que me he topado para que lo vaya a buscar al Aeropuerto y me lo insulta? Ese bastardo es lo peor, Nadia. Cuando logras que alguien como Dowson actué como un viejo snob, es porque estas podrido desde adentro y mereces pasar cinco días con el Sir para que te dé una lección de humildad. ¡Demonios, si debí haberle pasado una .44 magnum para que amenazara a Alexander y lo mantuviera con la boca cerrada!

En Los Ángeles, Nadia Cristina Diminescu Olaus arqueó una ceja y fue víctima de medio minuto de incredulidad. En ese breve lapso de tiempo, mil y una ideas pasaron por su cabeza, pero algo en ella le impidió encontrar las palabras exactas para expresar todas las frases cliché y contradicciones que llenaron su cabeza. Finalmente, murmuró:

─... Tú lógica me impresiona.

─ Y tu tono de voz me da la impresión de que estas preocupada innecesariamente ─dijo Dimitri, dirigiéndose al ascensor─. Lo tengo todo bajo control. Nos vemos mañana en Los Ángeles para la hora del desayuno.

─ Okey. Cuídate.

─ Eso debería decírtelo yo─ dijo Dimitri Diminescu, dando por terminada la conversación con su hermana.

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Los Ángeles, California, Estados Unidos de América. 01 de Agosto. 10:00 A.M.

Nadia guardó su celular dentro de su bolso Birkin, dio un hondo suspiro y, alegremente, se aproximó a la vitrina del Bottega Louie. Durante un par de minutos, ningún empleado se aproximo hacia ella, de modo que la rumana pudo contemplar una pequeña parte de lo que este establecimiento italiano tenía para ofrecer. Después de un tiempo razonable, se le acercó un hombre que trabaja en el local y, del otro lado de la vitrina, le pregunto que deseaba.

─ Ocho macarrones y un té negro, sin azúcar por favor. Para servir acá.

─ ¿Algún sabor en especifico?

─ No. Surtido, por favor ─contestó ella, caminando hacia la caja registradora. Pagó su pedido y se dirigió hacia una mesa ubicada al fondo del establecimiento, a esperar su consumación porque el empleado fue lo suficientemente amable para decirle que se pusiera cómoda y que él le llevaba todo en un instante.

Se sentó y sacó de su bolso marca Hermès el libro que tenía pensado comenzar en ese momento: La señorita ─ultimo tomo de la Crónica de los Balcanes─, escrita entre 1943 y 1944 por Ivo Andric. Esperó a que su té y los macarrones llegaran antes de abrir su libro. Leyó dos páginas antes de que sonara, nuevamente, su celular. Cerró La señorita y la dejó sobre la mesa. Sacó su celular y vio en la pantalla el nombre de la persona que, en ese momento, la estaba llamado. Sonrió ampliamente y contestó la llamada.

─ Hola, Uma.

─ ¿Dónde estás, mujer?

─ En Bottega Louie, un restorán. ¿Necesitas que te de la dirección?

─ No, puedo pedirle a mi agente que encuentre la dirección en google maps o algo por el estilo. Tú, no te muevas…

«No pensaba hacerlo…», pensó Nadia, tomando un macarrón verde. Lo aproximó lentamente a su boca. Las chicas bien educadas no hablaban con la boca llena, así que aplazó intencionalmente su primer bocado.

─… que me aparezco allá en media hora.

─ Okey. Te espero.

─ ¡Y no comas tanto, que vas a engordar, maldita! ─dijo la rubia sudafricana antes de colgar.

Por unos segundos estuvo tentada en apagarlo para que no volvieran a interrumpir su me-time, pero el sentido común le indicó que eso no era una buena idea, así que terminó guardándolo nuevamente dentro de su bolso. Dio un mordisco a su macarrón.

Mmm, crujiente… y relleno de pistacho.

Estas cosas harían furor en baby showers, eventos destinados a chicas y cosas por el estilo.

«Le voy a decir a Dimitri que compre 400 de estos para mi cumpleaños», decidió la ex gimnasta rumana, dándole un segundo mordisco al crujiente dulce. Tomó un segundo macarrón ─esta vez uno rosado relleno con una especie de mermelada roja─ y reanudó su lectura.

Tenía que aprovechar de leer mientras Uma no estaba. Nadia sabia que, en el mismo instante en que su amiga hiciera acto de presencia, su tranquilidad se acabaría… y gracias a eso, su libro terminaría confinado al interior de su bolsa Birkin, junto al celular y su billetera.


Notas aclaratorias:

[1] Películas snuff: Las películas snuff son grabaciones de asesinatos reales (sin la ayuda de efectos especiales o cualquier otro truco). Su finalidad es registrar estos actos mediante algún soporte audiovisual y posteriormente distribuirlas comercialmente para entretenimiento (Info sacada de wikipedia).