Capítulo 1: La luz al final de túnel.
A principios del otoño de su vigésimo primer año de vida, Antonio Fernández, mientras observaba fijamente cómo danzaban en una transitada calle las prisas y el caminar mecánico de las gentes, fue víctima de una ola expansiva de desazón y tristeza, que lo recorrió de cabo a rabo sin compasión alguna. Lágrimas agrias asomaron a sus ojos, deseosas de precipitarse al vacío; tentándolo con el agotamiento adormilado que se acaece tras el desgaste emocional de la desesperanza.
Abrumado, decidió poner rumbo a su hogar. Por alguna razón extraña que no alcanzaba a comprender, se había detenido en un parque alejado del centro, y la angustia súbita e inesperada, que se le había pegado como sudor al cuerpo, lo despertó herido y traicionado. Le oprimía el pecho un puño férreo, que trató de denominar de diversos modos, mas no halló nombre que bien describiera la indeleble huella que hurgaba sin descanso en su interior. Apretó los labios: su boca adquirió un tinte pálido, y se vistió de línea tensa y firme.
"¿Qué sucede?", inquirió para sí, con la mirada clavada en el cielo. Cuando se vio incapaz de arrostrar el desconsuelo, y pensaba abandonarse ya al llanto descontrolado que amenazaba con hacerlo caer de rodillas, oyó un sollozo. Creyó que había sido propio, pero al oírlo nuevamente, y haberse asegurado de que su garganta no había liberado ningún sonido, volvió la cabeza.
Tropezaron sus ojos con el cuerpo de un joven rubio, parado detrás de él, como si hubiese querido esconderse en su sombra para llorar tranquilo. Tenía el rostro enterrado entre sus trémulas manos, y la violenta sacudida de su vulnerable cuerpo alertó a Antonio, que había olvidado todo calamitoso sentir.
Sin pensarlo siquiera un momento, se acercó al muchacho y lo rodeó con sus brazos, en una improvisada muestra de consuelo que pecaba de inapropiada. Aquél que llorara instantes antes se apartó con violencia, asustado, y fijó la mirada verde en Antonio Fernández, quien se sintió avergonzado y comenzó a hilar una disculpa que no pudo pronunciar en voz alta y clara, pues el rostro del joven era hermoso y lo dejó sin habla.
Antonio Fernández pensó que acababa de dar con la acepción del adjetivo "bello". Los fulgurantes ojos salvajes del muchacho, enmarcados por frondosas cejas oscuras (como raíces internándose en la tez nívea, pensó Antonio), reflejaban desconcierto e incredulidad a partes iguales. Antonio Fernández apreció con detalle el rostro demudado del joven, y se dijo:
"Nariz esculpida por un cincel meticuloso; labios de caprichoso rosado; mejillas de suave apariencia y pómulos altos; cabello rubio y corto... Casi no parece humano. Recuerda, ¿a quién, a quién recuerda? Estos colores tan pálidos y al mismo tiempo vivos no los puede lograr un hombre."
Pensó que debía dibujarlo. O, lo pensó, hasta que él habló, y su voz se descubrió a sí misma como una lluvia de desprecio.
- ¿Se puede saber qué demonios haces, maldito gilipollas?
El pasmo se apersonó en el rostro de Antonio. No pudo responder, y tras chasquear la lengua, el joven rubio dio media vuelta y dobló en una esquina.
Al perderlo de vista, el cuerpo de Antonio se relajó, y aún le llevó un minuto entero reaccionar y seguir al muchacho que tanta belleza acumulaba en cada uno de sus armoniosos rasgos. Apuró el paso, y sintió que la desesperación aumentaba según se sucedían los segundos y la espalda del joven no aparecía. Vagó cerca de dos horas, hasta acabar exhausto, y no pudo encontrarlo, lo que le llenó de frustración y decepción. En todo ese tiempo, no pensó una sola vez en las palabras que le había dirigido el muchacho, pues no abandonaba su cabeza el hecho de que no conocía su nombre, y esto lo atormentaba como una lacerante quemadura en el cuerpo.
Volvió a su hogar, y lo primero que hizo fue lanzarse a dibujarlo. Moviendo el lápiz con maestría por el papel, rememoró cada pequeño detalle del joven, con tal acierto que parecía haber contado con una fotografía antes de empezar. Se sintió satisfecho con el resultado, aunque no había finalizado. En una esquina superior escribió con cuidada caligrafía:
Azucena del desierto, no temas.
Oscuras golondrinas me han escrito,
de ti hablado;
y si bien no te conozco,
ya te amo...
Azucena del desierto, no me temas.
Suspiró. Se sentía feliz, y encuadrando el dibujo lo colocó en la mesilla de noche vacía que tenía en su habitación. Se durmió pensando en el muchacho rubio, y, esa noche, en sus sueños, lo llamó de tantas formas posibles que, al despertar, supo que alguno de los nombres con los que había intentado bautizarlo era correcto. Así, resolvió escoger uno por cuenta propia, y con voz empapada de emoción, declaró, como si fuera un juez pronunciando la resolución de un juicio:
- Arthur.
