Se estima que existen más de cien mil millones de galaxias en el universo observable. La vía Láctea forma parte de un conjunto de unas cuarenta galaxias que reciben el nombre de Grupo Local; sólo en la Vía Láctea podemos afirmar que, como mínimo, existen cien mil millones de planetas. El sistema solar se sitúa en la periferia de la galaxia, y está compuesto por nueve planetas conocidos (ocho, si eres feliz excluyendo a Plutón). En la Tierra —agárrate— habitan aproximadamente unas siete mil trescientos setenta y seis millones cuatrocientos setenta y un mil novecientos ochenta y un personas en continuo movimiento, y exclusivamente en Europa el número estimado es de 788.881.900, persona arriba, persona abajo. ¿Sabes cuantas personas viven en España a día de hoy? En enero contaba con una población oficial de 46.439.864 habitantes. En Madrid conviven 6.543.031 seres humanos con la inclusión de su área metropolitana (siendo así la comunidad más amplia del estado y la tercera ciudad más poblada de la Unión Europea, tras Berlín y Londres).

A lo que me vengo a referir con semejante parrafada es que con estas cifras vertiginosas, sería más que propio afirmar que encontrarse con una persona al azar es casi un milagro. Verla dos veces a lo largo de una vida es numéricamente improbable y perfectamente imposible. Entonces, ¿Por qué cojones sigo encontrándome con semejante gilipollas?

Sí, nuestro primer encuentro no fue demasiado bien. Ni los que le siguieron, en realidad.

Martes, 8 de septiembre de 2015.

—Tú eres subnormal o qué te pasa. —Lo dijo así, afirmando. Se notaba un poco enfadado.

—Eh, que ha sido un accidente. Ya me he disculpado, ¿vale?

—¿Disculparte? —escupió tanto sarcasmo que casi parecía incredulidad pura y dura—, ¡disculparte! ¡Eso no me pagará unas gafas nuevas!

—¡Pero si no se han roto! —mi tono de voz revelaba una creciente ira mal contenida. Intenté ser paciente. Después de todo, fui yo quien tiró el balón un pelín desviado de su trayectoria.

—¡Los cristales se han arañado! —gruñó.

—Sobrevivirás.

El hombre me observó con los ojos entornados y el ceño fruncido.

—¿Eso qué noto es ironía?

—No, sólo digo que a partir de ahora podrás ver la vida en Morse. ¡Enhorabuena!

Lo siguiente que supe es que un puño se estrelló contra mi mandíbula y los dos acabamos rodando por el suelo, uno encima del otro tirándonos del pelo y arañándonos la cara como gatas en celo.

Francis y Gilbert tuvieron que intervenir para separarnos y evitar que nos matásemos allí mismo, entre las ancianitas que paseaban perros y las madres que paseaban niños (que por cierto, animaban la pelea a grito pelado. Una abuelita pidió sangre).

Antoine, mon ami, déjalo ya, que vas a terminar con la cara echa un Cristo. —Francis me sujetaba por la cintura, quizás tocando más de lo que debiera tocar y tal vez disfrutando más de lo que cabría imaginar. Francis era tal cual, un salido empedernido pero con una patata que no le cabía en el pecho. Se hacía querer.

Gilbert contenía como buenamente podía al otro, sellando sus brazos en torno al pecho del hombre que pataleaba y gritaba como un energúmeno. Se me pasó por la cabeza que movía las piernas al igual que una cucaracha boca-abajo.

Anton, ¿qué le has hecho a este tío? ¡Te quiere partir la cara! —y lo que no es la cara, oí añadir a Francis.

No es que tuviera dos nombres, sólo uno: Antonio. Lo que pasa es que cada uno lo pronunciaba como le salía de los cojones. Qué se le va a hacer.

—¡Ese, que es un gilipollas! —grité, retorciéndome entre los brazos de Francis y por ende frotando lo que viene a ser mi maletero con su parachoques. Casi puedo asegurar que él gozaba como un enano.

—¡Mono descerebrado!

—¡Quejica!

—¡Burro, bestia, animal!

—¡Pijo de mierda!

—¡Pueblerino mal sonante!

Total, que nos intercambiamos un amplio surtido de insultos que rozaban la genialidad, pasaban por la vulgaridad y terminaban en amenazas contra la integridad y el bienestar de nuestras personas que cualquier abogado avispado podría utilizar en un juicio no demasiado cutre para mutilar significativamente la economía familiar del demandado.

A estas alturas y tras un único y fatídico encuentro, tenía la seguridad de que nos odiábamos mutuamente. Pero no el odio que se siente cuando te pisan el suelo recién fregado o hacia el desgraciado del profesor que me tiene asco y me ha suspendido sin motivo. No; un odio natural, al igual que las suegras y las nueras están destinadas a no tragarse. Cosas de la vida. Por mi parte, estaba más que dispuesto a no volver a cruzarme con semejante cabrón en la vida.

Claro, que el Cosmos también es un Cabrón con mayúsculas.

Miércoles, 9 de septiembre de 2015.

—¿Qué hace ese ahí otra vez? —pregunté con evidente desagrado. Francis no contestó—. Francis, te estoy hablando.

—¿Eh? —Me miró ligeramente desorientado—; ah, perdona, pensé que era un pregunta retórica.

—No, te lo estoy preguntando en serio. ¿Por qué ese idiota está aquí otra vez?

Francis se encogió de hombros con aire desinteresado.

—Y yo qué sé. Le gustará ese sitio. El parque es un lugar público, mon cher —habló con voz suave, con el mismo tono que se emplea con una criatura enrabietada que está siendo absolutamente irracional. O con Gilbert.

—¡En el mismo banco y en la misma posición! ¡Uf, míralo! Está ahí sentado con esa mirada prepotente y ese asqueroso aire de superioridad. ¡Me da rabia solo de verlo! —Lo señalé con un gesto del brazo, exasperado—, ¡está pidiendo a gritos otro balonazo!

Antoine, cálmate. Ignóralo y ya. Si continúas con esta actitud lo único que vas a conseguir es que te demande, —Francis zarandeó el dedo de un lado para otro con expresión serena—, y definitivamente no queremos eso, ¿no?

Se sentó en la hierba recién cortada con las piernas cruzadas.

—…No —musité finalmente, hundiendo los hombros en actitud abatida.

Francis tenía razón, me estaba tomando el asunto demasiado a pecho. Yo no soy así, para nada. Antonio Fernández Carriedo no permite que un idiota le joda la existencia.

—Anda, ven aquí. —Francis abrió los brazos, conmovido. Me apresuré a refugiarme en su abrazo con el rabo entre las piernas. Me acarició la cabeza—. No sabía que fueras tan rencoroso —comentó divertido.

—No soy rencoroso —refunfuñé, hundiendo el rostro en su blusa. Olía a perfume caro de hombre y alguna fragancia femenina que no supe identificar. Seguro que ya había estado rezongando con alguna chiquilla un tanto libertina, ya sabéis lo que quiero decir. Todavía no eran ni las once de la mañana—. Es sólo que ese es tonto.

—Ya, ya… —No parecía muy convencido, pero tampoco añadió nada más.

—Francis~ —ronroneé—. Acaríciame detrás de la oreja, porfiii~

Oui, oui… ¿aquí está bien?

Mi respuesta fue una mezcla de un gemido con un Mmmm que sonó como si lo hubiese pronunciado con la g.

En medio de toda esa felicidad y caricias suaves tuve la incómoda sensación de que me observaban fijamente. Abrí un ojo con pereza para encontrarme que el tío molesto del banco ya no tenía la mirada fija en su libro y nos observaba a nosotros. Con una expresión de desprecio en el rostro sonrió socarronamente. Puedo jurar que sus labios articularon un "perro" que no llegó a ser pronunciado; por el brilló malicioso de sus ojos supe que el insulto iba dirigido exclusivamente a mí.

Desde esa posición sólo veía su cara y la mitad de su cuerpo recortado por el brazo de Francis. Por un instante deseé que estuviera así de verdad y dejara de fastidiar a la gente que sólo intenta disfrutar de su tiempo honradamente, pero inmediatamente me arrepentí. Me regañé mentalmente el haber deseado la muerte de una persona, por muy cabreado que estuviera y por muy efímero que fuera. Aunque el otro fuera un idiota de campeonato tampoco se merecía eso. Con una cadena perpetua en Guantánamo sería más que suficiente para remedir sus errores. Si es que soy un Santo, y no sólo por mi nombre.

—Francis —susurré—. Nos está mirando

—Lo sé —contestó en igual tono—. Lo he notado. Lleva así un buen rato.

—¿Qué querrá este ahora? Te dije que era mala gente.

—Bueno, que tampoco ha cometido ningún delito.

—Por ahora —aseguré con convicción. Francis soltó una risa combinada con un pff que sonó distorsionada.

—Creo que sólo intenta molestar. No caigas en su juego.

—Ese lo que quiere es una hostia bien dada. Con la palma abierta.

Antoine —regañó.

—¿Qué? —inquirí molesto—. Ha empezado él.

—A lo mejor… —Se llevó un dedo al mentón, pensativo. Lo contemplé intrigado, expectante. Sonrió felinamente—, ¡A lo mejor está celoso de nuestras pruebas de amor, públicas, eternas e incondicionales! —Me apretó entre sus brazos con más fuerza e intentó hacerme cosquillas; rodamos por la hierba en un lio de extremidades y risas. Cuando nos calmamos y tras mucho rogar que parase, que me dolía hasta respirar, Francis volvió a sentarse y me secuestro de nuevo, acabando en la misma posición que al principio.

—No creo que sea eso —dije al fin.

Pensé que perdería el hilo de la conversación, pero no fue así. Se lo tomó como una ofensa personal.

—Bueno —contestó con cierto retintín—. Pues no sé, pero el nota nos sigue mirando.

—Ains, que tonto eres. —Le apreté la nariz, en broma. Él resopló—. ¡Venga, no te enfades! Sabes que no estaba diciendo que no te quisiera.

—Claro, pero como soy tonto malinterpreto las cosas —masculló entre dientes, haciendo un mohín dramático. Entonces supe que era todo teatro, pero tampoco quería dejar las cosas así. Con Francis nunca se sabe y no quiero que se me vaya enfadado, que luego se tira de morros una semana y hay que comprarle bombones de esos que son un atraco a mano armada para que me perdone.

—Venga, perdóname. —Le di un besito en la frente, para que no se me agriara—. ¡Con lo que yo te quiero!

Francis fingió resistirse y cruzó los brazos, girando la cabeza con dignidad. Puse ojitos de cordero degollado que esperé que atravesaran su corazón lleno de marcas lujosas y baratijas brillantes. Me miró de soslayo y finalmente suspiró, dibujando una sonrisa resignada.

—Sabes que no puedo resistirme a eso, eres malo —dijo risueño—. ¡Contigo es imposible enfadarse!

«Sí que puedes y además te sale rentable, cabrón» lo tenía en la punta de la lengua a punto de escapar. Menos mal que me mordí a tiempo para mantener mi bocaza cerrada. Si lo llego a decir, los bombones pasarían de una suposición a convertirse en una realidad.

—La verdad es que a mí también comienza a fastidiarme —murmuró, señalando disimuladamente al Tío Cansino con la cabeza—. Si quiere una foto mía basta con pedirla, no hace falta que grabe mentalmente mis facciones angelicales.

Decidí que lo más sensato era no comentar nada al respecto. Francis puede ser un campo de minas en cualquier momento.

—Quizás si lo miro fijamente se cansa —propuse.

Me erguí como pude entre el achuchón de Francis ("¡Antonio, eso duele!") hasta quedar de rodillas. Me asomé por encima de su brazo y acuchillé con la mirada al tío del libro. Tardó un par de segundos en comprender que lo miraba descaradamente a él, y me devolvió el gesto con idéntica intensidad. En algún momento la táctica de "mirarlo con todo el desparpajo del mundo para incomodarlo y hacer que aparte la mirada avergonzado de sus actos y reflexione sobre el rumbo que está tomando su vida" pasó a ser una atroz pelea de miradas. Las reglas no escritas decían que el primero que pestañeara, se riera o desviara la vista perdería la batalla y su honor. Ninguno estaba dispuesto a ceder.

No exagero al decir que sobrepasamos el minuto de contemplarnos con rencor y casi se acercaba más a los dos cuando noté que me flaqueaban las fuerzas. Me picaban horriblemente los ojos y sentía como las lágrimas se agolpaban en los bordes y me nublaban la vista. Además, hacía ya un buen rato que veía a mí objetivo desenfocado y turbio. Para el colmo de males tenía hambre. Debía…no, necesitaba hacer algo o perdería con toda seguridad. En cambio, el otro parecía un pez en su pecera favorita con el toque justo de salinidad y PH. Qué asco de tío, en serio.

Pero si soy una cosa es cabezota, y no iba a perder sin sacar a relucir todo mi arsenal.

Respiré profundamente, mentalizándome para la cruda batalla que inevitablemente estaba por venir.

Lentamente llevé los dedos hasta los carillos y los introduje en mi boca. Él Tío Cansino observaba mis movimientos detalladamente, sin mover ni la cabeza ni las pupilas, pero advertí que tenía una ceja levemente alzada. Creo que intuía que algo horrible estaba a punto de ocurrir, y desde luego no sería favorable para su integridad personal.

Estiré las comisuras de mi boca tanto como pude y saqué la lengua, haciéndole burlas y abriendo de sobremanera los ojos, tanto que casi se me salen de las órbitas. El otro, ligeramente impactado pero con cara de poker, sin dejar ver lo que pudo ser un instante de debilidad y su perdición, empezó el contraataqué.

«Si vas a jugar sucio yo también puedo hacerlo» leí en su mirada, retándome hasta el final. Esto no terminaría hasta uno que los dos pereciera, y ambos lo teníamos más que asumidos.

Con el índice izquierdo alzó su nariz respingona para que pareciera la de un cerdito y con la derecha estiró su labio inferior hacia abajo, mostrando la dentadura como si alguien fuera a tasarlo para mula de campo. Reprimí con todas mis fuerzas una carcajada. Mi cuerpo se estremeció con un desagradable escalofrío y sudor frío.

Tenía que admitir que el chaval era tenaz. Y no del todo malo.

—Antonio, nos está mirando todo el mundo —susurró con apuro Francis. Como quien oye llover.

Sintiendo el mismo respeto por el oponente que el que sentían los samuráis en su época, cuando estaban vivos, porque muertos dificulta las cosas, dimos pie a una ardua pelea de muecas y carantoñas, cada cual más hilarante y ridícula.

Cerca del tercer minuto estaba al límite de mi cordura. Necesitaba pestañear con verdadera urgencia. Lo único que me mantenía cabal era mi férrea voluntad. Opté por usar mi as bajo la manga. Preferiría no tener que usarlo, pero no me dejaba más opción.

La supervivencia del más fuerte es la Ley que rige la naturaleza.

Le dirigí la mirada más libidinosa que fui capaz de armar y me lamí el labio superior con la lengua con parsimonia, tan lascivamente y tan húmedo que hasta las putas (con perdón) con las que "salía" Francis se hubieran avergonzado. Todo esto con el hombro ligeramente alzado y la blusa resbalando sensualmente por el otro, exhibiendo mi nada desdeñosa —modestia aparte— clavícula. Con la mano derecha alzada imitando la forma de una pistola y sosteniéndola con la otra, apunté justo en su corazón y solté un "¡bang!" con voz erótica, tentadora. Hubiera guiñado un ojo para hacerlo aún más impuro si fuera posible, pero sabía que hubiera perdido inmediatamente al hacerlo. Tan tonto no soy como para cavar mi propia tumba.

El tío del libro no era una de las putas con las que se acostaba Francis (que yo supiese) pero también se avergonzó hasta las entrañas. Se ruborizó tanto que hasta las orejas y el cuello se le tiñeron de un vivo color carmesí, y miraba a todos lados desorientado, sin saber dónde meterse. Parecía mareado y trasteó con las manos, casi tirando el libro. Boqueó como un pez y pestañeó reiteradas veces hasta que entendió su ya consolidada derrota. Era hasta cómico. Que digo, era lo más cómico del universo hasta la fecha.

Desde luego, no había esperado algo así. Antonio estaba a otro nivel, aunque no tenía muy claro si eso era algo de lo que sentirse orgulloso o no. Frustrado y derrotado, pero más herido en la soberbia que otra cosa se levantó con toda la dignidad que pudo reunir —poca— y se marchó a paso rápido y tenso, con el libro bajo el brazo.

Por fin pude pestañear en paz. Tío, juro que en ese momento me hice uno con el Nirvana. Antonio I, El Tío Cansino 0. ¡Toma esa!

Me dejé caer sin fuerzas pero feliz en los brazos de Francis.

—Antonio… —la voz de Francis sonaba ronca. Carraspeó antes de seguir—, Antonio, acabas de ponerme como una moto…

Ahora que lo mencionaba, sí que notaba cierto bulto entre sus piernas, sí.

—Uy, me siento halagado —contesté con los ojos aún cerrados, paladeando la Damisela Oscuridad. Qué bien sienta después de un duro trabajo bien hecho.

—Tío, es que eso era muy…muy…joder, ¿puedo empotrarte contra la pared del baño? —preguntó con voz persuasiva, frotando su barba de tres días contra mi mejilla—. Te juro que lo haré con delicadeza y amor.

—Sabes que no, pero vas a conseguir que me sonroje, —Aparté su cabeza con la mano—, y para de una vez, que raspa.

Francis murmuró que era un sosaina y un aburrido.

—Venga Antonio, uno rapidito… —mendigó, balanceándome. Abrí los ojos para decir que no, que ni rápido ni lento, pero se me adelantó—, por fa, que estoy muy cachondo y así no puedo ir a cla… ¡Antonio! ¡¿Por qué estás llorando?!

Recogí una de las lágrimas que descendían por mi mejilla con la punta de la lengua.

—La victoria tiene un sabor salado. —Sonreí triunfantemente.

—U-uh… —guardó silencio un par de segundos—. Respecto a lo del baño… piénsatelo, ¿vale?

Francis no tuvo más remedio que recurrir a su más vieja y fiel amiga: su mano. Con manicura francesa de la buena, eso sí, que siempre es un placer para la vista.

Jueves, 10 de septiembre de 2015.

Después de la deshonrosa derrota de ayer tenía la dulce esperanza de que no volvería a mostrar su carita malhumorada en el parque en lo que restaba de año, o de vida, con suerte. Claro, que no cayó esa breva.

Hoy también estaba sentado en el mismo banco, en la misma postura de repipi creído y con las mismas gafas sutilmente arañadas. Ah, y ese gorro que le hacía parecer como si se hubiera escapado de una revista de muñecas de porcelana pasadas de moda. Me daba nauseas sólo mirarlo.

El tío tuvo la desfachatez de dedicarme una mirada prepotente por encima de la pasta del libro al pasar por su lado. Qué asco le tengo, por si no ha quedado del todo claro.

Por toda respuesta le enseñé la lengua y seguí mi camino hasta el césped, donde me esperaban con una sonrisilla burlona Francis y Gilbert.

—Parece que has hecho un nuevo amigo —dijo Gilbert a modo de saludo.

—Vete a la mierda.

—Vaya, hoy te has levantado con el pie izquierdo —replicó de mala gana Gilbert, poniendo los ojos en blanco—. No te desahogues con el maravilloso yo, ¿quieres?

—Sí, perdona. Es que no estoy de humor —farfullé, agachando la cabeza y guardando las manos en los bolsillos de la sudadera. Ayer hacía un calor propio de pleno agosto, pero hoy refrescaba—. Mi profesor es un idiota y por su culpa tengo un humor de perros.

Francis arqueó una ceja.

—¿La universidad acaba de empezar y ya te has granjeado enemigos? Antonio, más te vale que bajes el ritmo.

—Menos cachondeo. —Le lancé una mirada que lo dejó mudo en el sitio. Dicen que cuando me cabreo intimido lo último, pero es que todos son una panda de exagerados—. Se ha puesto como un basilisco porque me preguntó si sabía que Fernández proviene del Reino Visigodo y que es un nombre germánico compuesto por no sé qué cosas que significaban "protección" y "coraje", y que fue adoptado por las lenguas romances más tarde.

—¿Y tú le respondiste qué…? —Francis me miró de forma recriminadora.

—Que ni lo sabía ni me importaba. —Me encogí de hombros—. Voy a su clase para aprender a dar clases a niños de primaria, no para que me cuente tonterías históricas que no vienen a cuento. Luego se pasó diez minutos dando la charla de que "así no se habla a tus mayores", "los jóvenes y su falta de respeto", "dónde te crees que estás" y más mierda de ese estilo.

—¡Eso es echarle un par de huevos! —Gilbert me dio una palmada en la omoplato con tanta fuerza que casi me tira. Lo habría hecho si no llega a sujetarme del brazo, riendo con su característica risa rimbombante.

Francis suspiró resignadamente.

—Normal que se enfadara. Últimamente estás de un susceptible que no veas.

—Es por el niñato ese —respondí por inercia—. Me enerva la sangre.

—Ni que fuera tu Némesis… —Francis negó con la cabeza vehementemente—. Creí que ayer dejamos claro que estás sacando las cosas de quicio.

—Vale, igual exagero un poco, pero es que me trae de cabeza. No sé porque sigue viniendo si sabe que voy a estar aquí.

—¿Por qué sigues viniendo tú a pesar de que intuyes que él también estará? —Gilbert dejó de reír para dirigirme una mirada curiosa—. Si de verdad lo odiaras tanto no vendrías a un sitio donde existe la mínima posibilidad de encontrarte con su repugnante cara —«tampoco es tan feo» pensé—, ¿no crees? Al menos yo no lo haría.

—U-um… bueno…sí —intenté formular una excusa que fuera más o menos coherente. No lo conseguí—. ¡P-pero yo estaba antes!

—¿Y...? —Ahora Francis también me observaba interrogante. Me sentí acorralado.

—E-es decir… ¡Llevamos encontrándonos en este parque desde el año pasado! ¡Es casi una tradición y…y…! ¡Jo, yo lo vi antes y punto! —Di un pisotón en el suelo con fuerza, apretando los puños de manera las uñas se me clavaban en la palma y me hacían daño. Notaba la sangre acumularse en mis mejillas.

—Ni siquiera habías considerado la posibilidad de ser tú el que diera el brazo a torcer, ¿eh? —dijo Francis en tono sabelotodo, sujetándose el brazo derecho con la izquierda y relajando el cuerpo.

—No… —admití finalmente—. Eso sería como perder, y no me da la gana.

«¿Perder el qué?» trasmitió Francis por cada poro de su cuerpo con genuina irritación.

—Me parece muy bien —soltó de repente Gilbert, sorprendiéndonos a los dos—. ¿Por qué tiene que ser Antonio el que ceda? ¡Los ganadores como yo nunca se rinden! —Puso los brazos en jarras y alzo la cabeza al cielo casi tan alto como su ego antes de estallar en sonoras risotadas—. ¡Kesesesesese!

—¡Gilbert…! —Le contemplé con chirivías en los ojos y las manos unidas en actitud predicadora. Es un tío legal, no hay duda—. ¡Tú sí que me entiendes! —Me abalancé a abrazarlo por la cintura mientras él seguía a lo suyo.

—¡KESESESESE! —Gilbert rio con más intensidad (aunque Francis creía que eso eras biológicamente imposible) y extendió los brazos a ambos lados de su cuerpo, jactándose de ser el nuevo Mesías o alguna gilipollez prepotente por el estilo.

—Cada loco con su tema —refunfuñó Francis e ipso facto se puso a perseguir a una jovencita que empujaba un carrito de bebé con cara de violador y repitiendo algo que sonaba a "¿Quieres mamar de mi biberón, guapa?" con voz empalagosamente zalamera y repulsiva.

Desde el banco más cercano, justo en frente del trocito de césped en el que esos idiotas demostraban lo bajo que había caído la humanidad, el joven del libro los contempló con auténtico reproche. Esa pandilla era desagradable hasta rallar la indecencia. Sobre todo el moreno, a ese no lo aguantaba.

—Idiotas —murmuró antes de volver a la lectura de su libro.

—Puedes contar conmigo para lo que quieras —Gilbert aseguró alzando el dedo pulgar y con una sonrisa digna de un anuncio de dentífrico.

—Gilbert, ¡eres el mejor! —Aplaudí con una sonrisilla boba en la cara—. ¡Te lo agradezco un montón!

—¡Ni darlas! —Siguió riéndose, sintiéndose realizado y sospechando que acababa de conocer la noble causa por la que había nacido.

En realidad, no esperaba que Gilbert fuera de mucha ayuda, pero bueno. Hacer feliz a la gente no cuesta dinero.

…Pero sigo prefiriendo una ayuda más útil, claro.

Viernes, 18 de septiembre de 2015.

No habíamos cruzado palabras en algo más de una semana. Bueno, estrictamente sí, pero no eran más que puyas al azar lanzadas sin ton ni son cuando nuestros caminos se entrelazaban en el parque.

Francis no paraba de repetirme que pronto se cansaría de venir, que encontraría un lugar mejor y más tranquilo donde leer (y en el que no estuviera yo, leí entre líneas), que sería algo pasajero o simplemente que lo ignorara al igual que se ignoran los espejismos que dan el coñazo. Pero yo ya comenzaba a tener la certidumbre de que simplemente no iba a dejar de venir para joderme. Sabía que me molestaba y por eso lo hacía.

Sí, ya sé que suena irracional, egocéntrico y más propio de Gilbert que de mí, pero… es la primera vez que me cabrea tanto la presencia de una persona. Y lo más frustrante es que no tengo muy claro por qué.

«Por qué es un narcisista egocéntrico» hipotetizó Gilbert cuando le comenté el tema, como si fuera una verdad universal. Yo no tenía muy claro si se refería al Tío del Libro o a sí mismo, pero le di la razón.

Sólo nos veíamos en el parque —gracias a Dios— y no siempre. O sea, sí todo los días, pero no a todas horas. Me explico:

El parquecito de marras queda cerca de la universidad Alfonso X el Sabio (que es dónde yo estoy, por si no sabéis pillar indirectas. No os preocupéis, a mi me pasa lo mismo bastante más a menudo de lo que me gustaría admitir) y es un sitio considerablemente agradable. Pequeño y acogedor, muy verde y con floridos bancos metálicos pintados de verde agua aquí y allá, para hacer bulto y adornar un poco. Los árboles son altos y frondosos y en verano es agradable pasar las horas bajo la sombra y el fresquito que aporta alguna ráfaga de aire ocasional. En invierno siempre puedes matar el tiempo tumbado en algún banco y tomar el sol como un caracol.

No es que tenga algo especial o cualquier detalle que me inste a elegir este parque sí o sí. Simplemente no me gusta quedarme en el campus en mis horas libres y este lugar es cercano y cómodo. Además, tranquilo.

Por las tardes los chiquillos trastean en las parcelas destinadas a los infantes (y algo menos habitualmente a Gilbert y a mí), con columpios, toboganes y balancines. O patean la pelota o juegan a balón prisionero. En fin, ya me entendéis. Tampoco es que me importe, adoro los niños. No obstante, por las mañanas está casi desierto y no es una mala zona en la que estudiar para gente como yo, que no puede estarse quieto mucho tiempo aprisionado entre cuatro paredes sin agobiarse. Y —¡bingo!— en algunas de estas afortunadas horas libres me encuentro afortunadamente con este afortunado tío. Afortunado de mi (por favor, nótese un sarcasmo del tamaño de la Moncloa).

Pero no es que sólo coincidiéramos por las mañanas. Ojalá. No contento con jorobar los días de diario matutinos también estaba aquí por las tardes y los fines de semanas.

Nosotros (entiéndase como Francis, Gilbert y yo) usábamos este parque como punto de encuentro el año pasado, lo seguimos haciendo este año y lo seguiremos haciendo hasta que terminemos la carrera. Quizás por eso me lo tomo como una ofensa personal, porque viola un territorio que ya he asumido como de nuestro propiedad por derecho divino.

No me molestaría tanto se limitara a quedarse sentado autoexcluyéndose de la sociedad y centrándose exclusivamente en su libro, pero es que esporádicamente me lanzaba miradas discretas (y no tan discretas) de pura soberbia. A saber porque se lo tenía tan creído.

Fuera como fuese, una cosa debo alegar a favor del chaval: el tío es persistente. Todo sea dicho.

Lunes, 21 de septiembre de 2015.

Antonio no pisó el parque el fin de semana pasado. O al menos yo no lo vi.

Pasaban de las doce y aún no había hecho acto de presencia tampoco. ¿Se habría rendido finalmente? ¿Tan rápido se ha cansado de este tira y afloja? No conocía al joven, pero no me parecía el tipo de persona que tira la toalla a la primera de cambio.

Sonreí involuntariamente. ¿Tanto me odiaba cómo para evitar categóricamente mi asistencia?

Idiota. De eso no había duda: es un idiota de categoría.

No nos vamos a engañar, que me gane enemigos no es nada extraordinario. Más bien, es mi pan de cada día. Y no es que yo sea excesivamente borde o viva la vida al límite, es que los demás son gilipollas, o como mínimo no llegan a la altura de mi intelecto y por tanto no parece que sean merecedores de mi atención y gastar saliva en conversaciones vacías que no me interesan con gente que directamente me trae sin cuidado. Lo evidente y lo correcto. Como debe ser.

Pero ese mocoso grande se pica con satisfactoria felicidad, y como que molestarle me llenaba un poco por dentro. Se sentía bien meterme con él y ver el palmo de narices que se le quedaba en su tonta cara. Normalmente no suelen seguirme la pugna, pero ese animal caía de pleno aunque —y mira que me cuesta decirlo— me ganara en nuestro segundo encuentro. Pero es que es un desvergonzado sin cerebro, y por mi parte no pienso rebajarme a su nivel subterráneo. Los caballeros que se precien no hacen esas cosas. Y tengo dignidad. Mucha.

Tanto mejor para mi, más tranquilidad.

Pero…, de algún modo se sentía un poco solitario. No me atrevería a decir que lo echara de menos —ni que estuviéramos locos— pero… faltaba algo. Medio añoraba los insultos, las miradas mutuas de repulsión y los altercados varios y diversos de falta de respeto moralmente inapropiados.

Para que no sirva de precedentes, no soy masoquista ni por asomo. Exclusivamente echaba en falta reírme a su costa. Sólo eso.

¿Sabes esas veces en las que esperas algo sin tener la seguridad de que vayan a ocurrir? Es frustrante. Sí, frustración. Exacto.

Antes de que mi cerebro pudiera registrarlo ya estaba sonriendo entre dientes. Antonio acababa de cruzar la entrada del parque sin pena ni gloria y aún no me había visto, pero cuando sus pupilas se posaron en mi persona puso los ojos en blanco con aspecto cansino.

—Te he echado de menos —comenté con sorna cuando a su pesar tuvo que pasar a mi lado—. ¿El chucho no sale a pasear si no es con su dueño?

—Que te den.

Vuelta a la rutina.


Hetalia no me pertenece. Este fic participa en el SPUK/UKSP CHRISTMAS EVENT del blog spukunited :)

Espero que os haya gusta el capi ^.^

¡Feliz navidad (por atrasado) y prospero año nuevo!