Segunda Guerra Mundial, Italia. Día nublado y chispeando, en un pequeño pueblo al Norte del país, el cual solía ser pacífico y calmado, rodeado de bosque, árboles y montañas. La mayoría de los ciudadanos, se ganaban la vida en el campo, aunque contaba con otros de mayor cualificación, como médicos, enfermeras y contables. Se dividía en dos partes; la comercial, donde se llevaban a cabo los mercadillos situados en la gran plaza, donde había una gran y hermosa fuente de agua cristalina en el centro rodeada de rosales y flores de colores. Justo enfrente de ella, el ayuntamiento y al lado, las tiendas y una pequeña posada. Al otro lado de éste se establecían el hospital y la Iglesia, que servía a su vez como escuela para los más jóvenes. La otra parte del pueblo estaba algo más alejada. En ella, se encontraban las casas de los campesinos y demás ciudadanos, las cuales eran pequeñas pero acogedoras. En esta zona también se hallaban algunas granjas con enormes campos de cultivos y algunos animales. Esta pequeña urbe, alejada del resto del mundo, fue fundada a comienzos de esta guerra, para acoger a los judíos y cualquiera que no deseaba morir ni unirse al enemigo. Como se ha dicho, era un pueblo pacífico hasta el día en el cual el enemigo lo descubrió. Todo empezó ese triste y lúgubre día por la mañana, aunque aún parecía de noche debido a la neblina y a la oscuridad del cielo, que amenazaba con tormenta, y a las nubes, que ocultaban el Sol. Un grupo de nazis empezaron a atacarlo de repente, matando a todos y cada uno de ellos, sin nada que los detuviera y dejando a algunos vivos para aprisionarlos.

-¡Cariño, ya estoy en casa!- gritó uno de esos cerdos tirando abajo la puerta de una casa de una patada, sorprendiendo a una madre que protegía a sus hijos, una niña y un niño de unos seis años, bajo las faldas de su vestido. -¡Puta judía desviada, os odio tanto a ti y a los de tu calaña! Antes de matarte, te daré la alegría de disfrutar a un hombre como yo. ¡Y tus hijos serán cómplices!- La cogió de los pelos y la tiró bruscamente contra el suelo. Los hijos estaban asustados y llorando en una esquina de la habitación. Él los ignoraba mientras se bajaba los pantalones. –Es una pena que tenga que matarte, podrías ser mi esclava y seguir con vida, sólo tienes que hacerme caso cuando yo te ordene lo que sea.- Empezó a quitarle el mandil que llevaba sobre el vestido.

De repente, entró otro de esos bastardos. Esta vez, ario, con unos ojos mucho más azules que el mismísimo cielo despejado en un hermoso día de primavera y un cabello como el oro, alto y fuerte como un roble. -Eh, Lud, voy a pasármelo bien con esta zorra, ¿quieres ayudarme?- se le dibujó una sonrisa maliciosa mientras se relamía.

-Claro que no. ¿Quiénes son esos críos?- preguntó serio y distante, como de costumbre. Se acercó a ellos y se agachó mirándolos con detenimiento, haciendo que la niña empezara a llorar más aún y su hermano la protegiera y abrazara fuertemente, el cual lo miraba con desprecio y recelo aunque asustado también.

-Son los hijos de esta fulana, o eso creo. ¿No me digas que te gustan más los menores de edad? Con lo rarito que eres, no me extrañaría.- dijo soltando una molesta y larga carcajada. Lo ignoró y cogió al niño de la mano fuertemente mientras que su hermana aún asustada no soltaba su camisa y la agarraba fuertemente, por lo que la llevó con él.

Llegó y abrió la parte trasera de la furgoneta, y les dio un fuerte empujón con la mano para que cayeran al suelo y no salieran. El hermano amortiguó la caída poniendo a su hermana sobre él y se quedaron los dos en un rincón en cuclillas, acurrucados mutuamente mientras lloraban con heridas en las manos y en las piernas debido al golpe que se dieron cuando el alemán los empujó.

Tras esto, se dio una vuelta por el pueblo mientras fumaba un cigarro. Había cadáveres por todos los lados, todo estaba ardiendo y destrozado, todas las casas destruidas, gente aún agonizando, niños en busca de sus padres llorando en mitad de las carreteras e incluso, algunos los veían morir mientras se los llevaban a los campos de concentración. Era una masacre terrible para él que a duras penas podía soportar, pero lo hacía, pues no le quedaba otra opción.

De repente, empezó a oír ruidos entre los escombros. Miró un buen rato por los alrededores y, tras unos setos, se encontró a un joven físicamente mucho más pequeño y con algunos años menos. Estaba completamente desnudo y gimiendo de dolor, pues carecía de brazo izquierdo aunque aún conservaba su hombro, y de pierna derecha aún le quedaba desde la rodilla para abajo. Sus ojos estaban entreabiertos y echando sangre, parecía que se los habían arrancado directamente y lo habían torturado. Con algunas náuseas, Ludwig, que siempre iba preparado, sacó unas gasas y pañuelos, haciéndole torniquetes para que no se desangrase y aguantara. Le cerró los ojos, le puso su chaqueta y lo cogió en brazos. El joven italiano no veía nada pero se percató de que el enemigo lo había capturado aunque, pensando en su estado, decidió que la muerte era lo mejor para él, así que no dijo ni hizo nada, sólo empezó a llorar.

Llegó a la misma furgoneta donde metió a los niños y fue a meterlo en el maletero con más cuidado que a ellos, sin quitarle la chaqueta. Rápidamente, los niños que dejó anteriormente se acercaron y abrazaron a él, que intentó abrazarlos con su único brazo mientras hablaban en voz muy baja. Ludwig se quedó mirándolos en trance, pero el claxon de la furgoneta que lo avisaba para subir lo sacó de él, así que rápidamente subió.

-Eh, Ludwig, ¿no crees que sería mejor si le pegaras un tiro a esa cosa torpe y lisiada? Al fin y al cabo, es lo mejor para él aunque, hay que hacerlo sufrir.- dijo el conductor del furgón refiriéndose al pobre joven. Tampoco le respondió ni le miró. –Ya sé, vas a torturarlo personalmente, ¿verdad?- Ludwig seguía sin responderle, sólo miró al frente, perdiéndose en el horizonte de la carretera. –Bueno, espero que hagas lo que hagas, hagas sufrir a ese desviado.- arrancó la furgoneta y volvieron al campo de concentración.