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El niño que vivió

Remus Lupin no podía creer lo que veían sus ojos. Las llamas que habían prendido en algún lugar del patio iluminaban parte del piso bajo, cuya fachada estaba completamente cubierta de agujeros. Mientras, la Salida del Sol iba descubriendo la terrible imagen de la casa que estaba completamente en ruinas, El techo parecía haber explotado y podía ver parte del suelo del segundo piso, del cual colgaban las escaleras destrozadas.

Había acudido lo más rápido posible en cuanto había sentido que el hechizo que protegía la casa se deshacía. James estaba en peligro, si la casa ya no estaba protegida solo podía significar que lo habían encontrado. Se había temido lo peor, y ahora observaba la casa de su mejor amigo, en llamas. Todo eran escombros.

Se apoyó en la valla porque le fallaron las piernas de la conmoción, pero entonces un estruendo sonó en el cielo, detrás de él. Remus se puso en guardia y se giró, varita en mano, hacia el peligro que se acercaba. La bajo en cuanto descubrió quién era.

— ¡Sirius! —Corrió desesperado hacia el hombre que descendía del cielo montado en una gigantesca moto voladora— James… Lily… —le costaba hablar mientras contenía sus emociones. Cualquier peligro podía aparecer enseguida ante ellos y debía mantenerse en guardia. Entonces recordó —Dios santo… ¡Harry!

Volvió corriendo hacia la casa, buscando algún rastro de sus amigos o del hijo de estos, a pesar de que sabía que probablemente ya era tarde para salvarles. El hombre de la moto llegó entonces a su lado y Remus le miró a la cara. Su amigo parecía terriblemente conmocionado. Sus ropas, que de normal siempre eran muy elegantes e impecables parecían muy sucias y arrugadas y su pelo negro, normalmente muy bien peinado estaba alborotado por el viento. Miraba hacia la casa como si todo aquello no fuese más que una terrible pesadilla de la que quería despertar. Tenía los ojos desenfocados, como si estos se negasen a contemplar lo que tenía delante y el ceño fruncido, como si no pudiese comprender lo que había ocurrido. Avanzó unos pasos hacia la puerta de la casa, se desplomó de rodillas en la entrada y gritó. Remus nunca le había oído gritar así, y pensó que quizás aún había peligro en la casa.

— ¡Sirius! —corrió hacia él, varita en ristre, pero antes de llegar al lado del hombre, cuyos hombros se sacudían con violencia, lo vio también. Cruzado en el suelo de los restos de la entrada, cubierto por algunos escombros y mucho polvo, estaba el cuerpo de su mejor amigo, James.

Remus se quedó clavado en el sitio, incrédulo. No podía ser, la casa de los Potter estaba protegida, nadie que no supiese donde estaba la casa podía llegar hasta ellos. Hasta ese momento había mantenido la esperanza. La casa estaba destrozada, pero sus amigos eran magos muy poderosos, habrían conseguido escapar, ya lo habían hecho otras veces. Semejante destrozo solo podía significar una cosa, que él había estado aquí.

— ¡Hey vosotros!

Remus se giró asustado, tratando de contener las lágrimas, esperando encontrarse con sus peores temores.

— ¿Remus? ¿Sirius? —Remus se relajó al descubrir la figura de Hagrid, que les observaba desde la puerta de la valla que rodeaba la casa — ¿Qué ha ocurrido? ¿Lo sabéis?

El recién llegado miró hacia los restos de la casa y avanzó lentamente hacia los dos hombres, que le apuntaban con sus varitas pues Sirius se había levantado, aún con dificultad, para enfrentarse al recién llegado. Era un hombre gigantesco, y casi habría parecido aterrador con su enmarañado pelo negro y su tupida barba, si no fuese por la expresión cautelosa de su rostro y los gestos tranquilizadores que hacía con sus enormes manazas.

— No soy ningún impostor Sirius, todavía me acuerdo de la noche que pasasteis castigados James y tú en el bosque prohibido conmigo y nos encontramos una manada de unicornios que huyó en cuanto descubrió que los mirábamos — Eso pareció relajarles, ya que bajaron sus varitas —. Me envía el profesor Dumbledore, él también ha sentido que el hechizo se rompía y me ha enviado a buscar a Harry… si es que aún es posible…

Cuando oyeron el nombre del niño, los dos hombres parecieron salir de su estupor. Sirius entró en la casa muy decidido. Seguido de Remus y el gigante, que se apresuró a ir detrás de ellos. Entraron con cuidado puesto que la casa parecía a punto de derrumbarse en cualquier momento. Remus pudo oír como Hagrid ahogaba un sollozo al descubrir el cuerpo sin vida del joven mago. Remus aún no podía creerlo, estaba sumido en un trance que le hacía pensar que caminaba por un terrible sueño del cual despertaría en cualquier momento. Miraba a su alrededor casi sin ver, aquellas habitaciones que tan bien conocía, en las cuales pensó que su amigo y su familia estarían completamente a salvo… Que equivocados habían estado todos.

— ¡Aquí! —avisó la voz de Sirius desde una habitación que parecía especialmente destrozada en el segundo piso. A Remus se le encogió el corazón al recordar la pequeña habitación con la cuna en la que dormía el pequeño. Esa habitación sobre la cual su amigo James había estado trabajando duramente para que quedase perfecta para su primogénito.

Cuando entraron fue aún peor. El cuerpo de Lily yacía en el centro de la habitación, todavía tenía los ojos abiertos, en una expresión de terror que a Remus se le quedó grabada en la mente para siempre. Sirius estaba de pie, delante de una cuna de la que salían los llantos de un niño. A Remus le dio un vuelco al corazón. Si sus suposiciones eran ciertas, y quien él creía había estado aquí, no tenía sentido que el niño viviera, era imposible, y sin embargo allí estaba, llorando, una herida recién hecha en la frente, envuelto en una colcha en los brazos de su amigo, que intentaba tranquilizarlo con la experiencia que solo podía tener un padre. Hagrid avanzó entonces hacia él.

— El profesor Dumbledore me pidió que le llevara a Harry—extendió los brazos hacia el hombre, que le miraba receloso

— No, Hagrid. Yo soy su padrino. Yo cuidaré de él... — le dijo Sirius al gigante, abrazando con fuerza al niño, a pesar de que todavía temblaba ligeramente de la conmoción.

— El profesor Dumbledore me ha ordenado que se lo lleve. Sabes que no estará a salvo entre los magos — razonó Hagrid, conciliador—. No sabemos dónde se ha metido… Ya sabes quién… podría haberse escondido para acabar con el niño, porque no creo que haya muerto…

— ¿Y dónde va a esconderlo entonces Dumbledore? — Preguntó Sirius envarado—, ¿No me digas que va a enviarlo con esos cerdos muggles? La familia de… de Lily… Es el peor lugar en el que puede enviarle.

— No te preocupes Sirius, el profesor Dumbledore tiene un plan, seguro — insistió Hagrid —. Si alguien puede mantenerle a salvo de cualquier peligro, ese es el profesor Dumbledore. Le buscará un sitio a salvo de… todo esto…

Hagrid miró significativamente a su alrededor, y Sirius cedió al fin, acercándose a él para depositar al niño en sus brazos. Salieron de la habitación, no sin antes echar una última mirada al cuerpo sin vida de su amiga, que había muerto con toda probabilidad defendiendo a su hijo.

Volvieron a pasar junto al cadáver de James, en la entrada de la casa, pero Sirius se detuvo y se arrodilló a su lado, apartando los escombros que le cubrían. Remus se colocó a su lado también y puso una mano en el hombro de Sirius. No sabía qué hacer para consolarle de algún modo, pues él estaba igualmente destrozado.

— Lo… lo siento mucho, chicos… — trató de consolarles Hagrid, apenado —. Esto no tendría que haber ocurrido… James y Lily eran los mejores magos que he conocido nunca…

— ¡Ese Maldito cobarde asesino! — gritó Sirius furioso — ¡Me las pagará! ¡Me las pagará con creces!

— Voldemort probablemente haya muerto Sirius — dijo Remus, mirando a su alrededor —. Esta explosión… esta explosión no es algo normal… Intentaría matar a Harry, ya has visto la herida de su frente, pero algo le ha salido mal… Algo ha salido mal y el hechizo de algún modo ha debido rebotar…

— Si… aun así, me las pagará — dijo Sirius con una mueca macabra en la cara, y Remus tuvo la fugaz impresión de que su amigo no se refería en aquel momento a lord Voldemort.

Se apartaron entonces del cuerpo de James y salieron del patio de la casa, alejándose, pues sabían que no faltaba mucho para que empezasen a acudir curiosos, magos y muggles. Sirius se dirigió hacia su moto y miró a los dos hombres, sopesando sus opciones.

— Coge mi moto para llevarle con los Dursley, Hagrid. No la necesitaré ya… — dijo Sirius con una expresión extrañamente serena —, pero os tengo que pedir un gran favor antes de que os marchéis — Cogió un pequeño fardo de mantas que se retorcía en el guarda equipajes. Lo abrazó con cuidado y se giró hacia los dos hombres, que lo miraban sin comprender.

— Me temo que no podré cuidar de Vega durante un tiempo, tengo que encargarme de unas cosas… atar cabos. Lleváosla con vosotros—le sonrió a Remus—, después de todo, eres su padrino. Estará bien contigo.

— Pero Sirius… es demasiado arriesgado — le miró confundido — ¿Por qué no la has dejado con Marlenne?

Sirius frunció el ceño, apartando la mirada dolorida y negó con la cabeza. Remus tuvo entonces una terrible sospecha. El aspecto desaliñado de Sirius, el polvo en su ropa, el aspecto cansado y derrotado…

— ¿Dónde está Marlenne, Sirius? — preguntó Remus, temeroso de conocer la respuesta.

— Yo… lo… lo siento mucho Remus… — dijo Sirius con la voz entrecortada, confirmando los temores de Remus—. Te prometí que la protegería, y he fallado… Sé que no podrás perdonarme nunca por esto y no te lo voy a pedir, porque yo tampoco puedo perdonarme a mí mismo, pero por favor, ayúdame, llévate a Vega contigo.

Remus apretó los puños, tratando de contener el dolor y la rabia, pero sabía que el tiempo apremiaba, que no faltaba mucho para que apareciesen curiosos, y tenían que salir de allí.

— De acuerdo… — soltó al fin —, pero no pienses que te vas a salir con la tuya… cuando Harry y Vega estén a salvo, me vas a explicar lo que ha ocurrido.

Sirius desvió la mirada, pero asintió y Remus se acercó para coger a su ahijada de los brazos de su padre con cuidado. Unos grandes y asustados ojos grises le miraron fijamente desde las mantas, pero la pequeña no emitió ningún sonido

— Haré lo que pueda, pero necesitaré ayuda… — dijo Remus —. Sabes tan bien como yo que mi condición no me permite cuidarla yo solo… Iré contigo a ver al profesor Dumbledore Hagrid — decidió.

El gigante asintió y se dirigieron los dos hacia la moto mientras que Sirius se apartaba y miraba hacia la casa. Antes de que despegaran el vuelo, este se acercó a la moto, agarró a Remus del brazo y le suplicó demencialmente:

— Cuídala bien, es todo lo que me queda… y recuerda, te lo suplico Remus, recuérdame tal y como soy a pesar de todo lo que pueda pasar, por favor.

Remus no entendió lo que su amigo quería decir, pero supuso que estaría tan confundido y desorientado como él en esos momentos. No le dio más importancia y asintió solemnemente al ver que seguía agarrándole, esperando una contestación. Hagrid los miraba triste, a él también le había afectado mucho la muerte de los Potter, y entendía que Sirius, para el cual James había sido como un hermano, estuviese tan afectado.

Sirius se apartó de la moto. Parecía que de pronto hubiese envejecido veinte años. Sin embargo, antes de despegar, Remus pudo observar en su rostro una expresión de feroz determinación que no le había visto nunca y le asustó, pero antes de que pudiese detenerlo, con un rugido, la moto despegó en el aire y la figura de Sirius se perdió en la distancia.

Esa noche, muy lejos de allí, en el pequeño pueblo de Little Whinging, en la calle Privet Drive, un hombre apareció en la esquina que un gato había estado observando todo el día, y lo hizo tan súbita y silenciosamente que se podría pensar que había surgido de la tierra. La cola del gato se agitó y sus ojos se entornaron.

En Privet Drive nunca se había visto un hombre así. Era alto, delgado y muy anciano, a juzgar por su pelo y barba plateados, tan largos que podría sujetarlos con el cinturón. Llevaba una túnica larga, una capa color púrpura que barría el suelo y botas con tacón alto y hebillas. Sus ojos azules eran claros, brillantes y centelleaban detrás de unas gafas de cristales de media luna. Tenía una nariz muy larga y torcida, como si se la hubiera fracturado alguna vez. El nombre de aquel hombre era Albus Dumbledore.

Albus Dumbledore no parecía darse cuenta de que había llegado a una calle en donde todo lo suyo, desde su nombre hasta sus botas, era mal recibido. Estaba muy ocupado revolviendo en su capa, buscando algo, pero pareció darse cuenta de que lo observaban porque, de pronto, miró al gato, que todavía lo contemplaba con fijeza desde la otra punta de la calle. Por alguna razón, ver al gato pareció divertirlo. Rio entre dientes y murmuró:

— Debería haberlo sabido.

Encontró en su bolsillo interior lo que estaba buscando. Parecía un encendedor de plata. Lo abrió, lo sostuvo alto en el aire y lo encendió. La luz más cercana de la calle se apagó con un leve estallido. Lo encendió otra vez y la siguiente lámpara quedó a oscuras. Doce veces hizo funcionar el Apagador, hasta que las únicas luces que quedaron en toda la calle fueron dos alfileres lejanos: los ojos del gato que lo observaba. Si alguien hubiera mirado por la ventana en aquel momento, aunque fuera la señora Dursley con sus ojos como cuentas, pequeños y brillantes, no habría podido ver lo que sucedía en la calle. Dumbledore volvió a guardar el Apagador dentro de su capa y fue hacia el número 4 de la calle, donde se sentó en la pared, cerca del gato. No lo miró, pero después de un momento le dirigió la palabra.

— Me alegro de verla aquí, profesora McGonagall.

Se volvió para sonreír al gato, pero éste ya no estaba. En su lugar, le dirigía la sonrisa a una mujer de aspecto severo que llevaba gafas de montura cuadrada, que recordaban las líneas que había alrededor de los ojos del gato. La mujer también llevaba una capa, de color esmeralda. Su cabello negro estaba recogido en un moño. Parecía claramente disgustada.

— ¿Cómo ha sabido que era yo? — preguntó.

— Mi querida profesora, nunca he visto a un gato tan tieso.

— Usted también estaría tieso si llevara todo el día sentado sobre una pared de ladrillo — respondió la profesora McGonagall.

— ¿Todo el día? ¿Cuando podría haber estado de fiesta? Debo de haber pasado por una docena de celebraciones y fiestas en mi camino hasta aquí.

La profesora McGonagall resopló enfadada.

— Oh, sí, todos estaban de fiesta, de acuerdo — dijo con impaciencia —. Yo creía que serían un poquito más prudentes, pero no... ¡Hasta los muggles se han dado cuenta de que algo sucede! Salió en las noticias. — Torció la cabeza en dirección a la ventana del oscuro salón de los Dursley —. Lo he oído. Bandadas de lechuzas, estrellas fugaces... Bueno, no son totalmente estúpidos. Tenían que darse cuenta de algo. Estrellas fugaces cayendo en Kent... Seguro que fue Dedalus Diggle. Nunca tuvo mucho sentido común.

—No puede reprochárselo —dijo Dumbledore con tono afable—. Hemos tenido tan poco que celebrar durante once años...

—Ya lo sé —respondió irritada la profesora McGonagall—. Pero ésa no es una razón para perder la cabeza. La gente se ha vuelto completamente descuidada, sale a las calles a plena luz del día, ni siquiera se pone la ropa de los muggles, intercambia rumores...

Lanzó una mirada cortante y de soslayo hacia Dumbledore, como si esperara que éste le contestara algo. Pero como no lo hizo, continuó hablando.

—Sería extraordinario que el mismo día en que Quien-usted-sabe parece haber desaparecido al fin, los muggles lo descubran todo sobre nosotros. Porque realmente se ha ido, ¿no, Dumbledore?

—Es lo que parece —dijo Dumbledore—. Tenemos mucho que agradecer. ¿Le gustaría tomar un caramelo de limón?

— ¿Un qué?

—Un caramelo de limón. Es una clase de dulces de los muggles que me gusta mucho.

—No, muchas gracias —respondió con frialdad la profesora McGonagall, como si considerara que aquél no era un momento apropiado para caramelos—. Como le decía, aunque Quien-usted-sabe se haya ido...

—Mi querida profesora, estoy seguro de que una persona sensata como usted puede llamarlo por su nombre, ¿verdad? Toda esa tontería de Quien-usted-sabe... Durante once años intenté persuadir a la gente para que lo llamara por su verdadero nombre, Voldemort. —La profesora McGonagall se echó hacia atrás con temor, pero Dumbledore, ocupado en desenvolver dos caramelos de limón, pareció no darse cuenta—. Todo se volverá muy confuso si seguimos diciendo «Quien-usted-sabe». Nunca he encontrado ningún motivo para temer pronunciar el nombre de Voldemort.

—Sé que usted no tiene ese problema —observó la profesora McGonagall, entre la exasperación y la admiración—. Pero usted es diferente. Todos saben que usted es el único al que Quien-usted... Oh, bueno, Voldemort, tenía miedo.

—Me está halagando —dijo con calma Dumbledore—. Voldemort tenía poderes que yo nunca tuve.

—Sólo porque usted es demasiado... bueno... noble... para utilizarlos.

—Menos mal que está oscuro. No me he ruborizado tanto desde que la señora Pomfrey me dijo que le gustaban mis nuevas orejeras.

La profesora McGonagall le lanzó una mirada dura, antes de hablar.

—Las lechuzas no son nada comparadas con los rumores que corren por ahí. ¿Sabe lo que todos dicen sobre la forma en que desapareció? ¿Sobre lo que finalmente lo detuvo?

Parecía que la profesora McGonagall había llegado al punto que más deseosa estaba por discutir, la verdadera razón por la que había esperado todo el día en una fría pared pues, ni como gato ni como mujer, había mirado nunca a Dumbledore con tal intensidad como lo hacía en aquel momento. Era evidente que, fuera lo que fuera «aquello que todos decían», no lo iba a creer hasta que Dumbledore le dijera que era verdad. Dumbledore, sin embargo, estaba eligiendo otro caramelo y no le respondió.

—Lo que están diciendo —insistió— es que la pasada noche Voldemort apareció en el valle de Godric. Iba a buscar a los Potter. El rumor es que Lily y James Potter están... están... bueno, que están muertos.

Dumbledore inclinó la cabeza. La profesora McGonagall se quedó boquiabierta.

—Lily y James... no puedo creerlo... No quiero creerlo... Oh, Albus...

Dumbledore se acercó y le dio una palmada en la espalda.

—Lo sé... lo sé... —dijo con tristeza.

La voz de la profesora McGonagall temblaba cuando continuó.

—Eso no es todo. Dicen que quiso matar al hijo de los Potter, a Harry. Pero no pudo. No pudo matar a ese niño. Nadie sabe por qué, ni cómo, pero dicen que como no pudo matarlo, el poder de Voldemort se rompió... y que ésa es la razón por la que se ha ido.

Dumbledore asintió con la cabeza, apesadumbrado.

— ¿Es... es verdad? —Tartamudeó la profesora McGonagall—. Después de todo lo que hizo... de toda la gente que mató... ¿no pudo matar a un niño? Es asombroso... entre todas las cosas que podrían detenerlo... Pero ¿cómo sobrevivió Harry en nombre del cielo?

—Sólo podemos hacer conjeturas —dijo Dumbledore—. Tal vez nunca lo sepamos.

La profesora McGonagall sacó un pañuelo con puntilla y se lo pasó por los ojos, por detrás de las gafas. Dumbledore resopló mientras sacaba un reloj de oro del bolsillo y lo examinaba. Era un reloj muy raro. Tenía doce manecillas y ningún número; pequeños planetas se movían por el perímetro del círculo. Pero para Dumbledore debía de tener sentido, porque lo guardó y dijo:

—Hagrid se retrasa. Imagino que fue él quien le dijo que yo estaría aquí, ¿no?

—Sí —dijo la profesora McGonagall—. Y yo me imagino que usted no me va a decir por qué, entre tantos lugares, tenía que venir precisamente aquí.

—He venido a entregar a Harry a su tía y su tío. Son la única familia que le queda ahora.

— ¿Quiere decir...? ¡No puede referirse a la gente que vive aquí! —gritó la profesora, poniéndose de pie de un salto y señalando al número 4—. Dumbledore... no puede. Los he estado observando todo el día. No podría encontrar a gente más distinta de nosotros. Y ese hijo que tienen... Lo vi dando patadas a su madre mientras subían por la escalera, pidiendo caramelos a gritos. ¡Harry Potter no puede vivir ahí!

—Es el mejor lugar para él —dijo Dumbledore con firmeza—. Sus tíos podrán explicárselo todo cuando sea mayor. Les escribí una carta.

— ¿Una carta? —repitió la profesora McGonagall, volviendo a sentarse—. Dumbledore, ¿de verdad cree que puede explicarlo todo en una carta? ¡Esa gente jamás comprenderá a Harry! ¡Será famoso... una leyenda... no me sorprendería que el día de hoy fuera conocido en el futuro como el día de Harry Potter! Escribirán libros sobre Harry... todos los niños del mundo conocerán su nombre.

—Exactamente —dijo Dumbledore, con mirada muy seria por encima de sus gafas—. Sería suficiente para marear a cualquier niño. ¡Famoso antes de saber hablar y andar! ¡Famoso por algo que ni siquiera recuerda! ¿No se da cuenta de que será mucho mejor que crezca lejos de todo, hasta que esté preparado para asimilarlo?

La profesora McGonagall abrió la boca, cambió de idea, tragó y luego dijo:

—Sí... sí, tiene razón, por supuesto. Pero ¿cómo va a llegar el niño hasta aquí, Dumbledore? —De pronto observó la capa del profesor, como si pensara que podía tener escondido a Harry.

—Hagrid lo traerá.

— ¿Le parece... sensato... confiar a Hagrid algo tan importante como eso?

—A Hagrid, le confiaría mi vida —dijo Dumbledore.

—No estoy diciendo que su corazón no esté donde debe estar —dijo a regañadientes la profesora McGonagall—. Pero no me dirá que no es descuidado. Tiene la costumbre de... ¿Qué ha sido eso?

Un ruido sordo rompió el silencio que los rodeaba. Se fue haciendo más fuerte mientras ellos miraban a ambos lados de la calle, buscando alguna luz. Aumentó hasta ser un rugido mientras los dos miraban hacia el cielo, y entonces una pesada moto cayó del aire y aterrizó en el camino, frente a ellos.

La moto era inmensa, pero si se la comparaba con el hombre que la conducía parecía un juguete. Era dos veces más alto que un hombre normal y al menos cinco veces más ancho. En sus enormes brazos musculosos sostenía un bulto envuelto en mantas. Detrás del gigante apareció otro hombre que los dos magos no habían visto aun, tapado por la sombra del gigante.

—Hagrid —dijo aliviado Dumbledore—. Por fin. ¿Remus? ¿Cómo tu por aquí? ¿Y dónde conseguisteis esa moto?

—Me la han prestado; profesor Dumbledore —contestó el gigante, bajando con cuidado del vehículo mientras hablaba—. El joven Sirius Black me la dejó.

—Profesor, Sirius también nos la confió a ella —el hombre avanzó hacia la luz mostrando un fardo de mantas entre sus brazos. El hombre, o más bien el joven, puesto que no era muy mayor, parecía haber salido de un infierno. Sus ropas raídas le colgaban sobre los hombros abatidos, el pelo sucio se le enmarañaba en la cara, que tenía ligeramente hinchada, puede que del frío, pero Dumbledore sabía que aquella no era una feliz noche para ningún amigo de los Potter.

— Dijo que estaría mejor con su padrino, pero usted sabe… sabe que yo… —se le entrecortaba la voz y optó por cambiar de tema— Hagrid me confesó que debía llevar al chico ante usted y pensé que podría ayudarme. —continuaba hablando el mago bajo la mirada interrogativa del anciano.

—Entiendo —respondió sombrío Dumbledore—. No te preocupes Remus, le encontraremos un lugar en el que esté a salvo ¿No ha habido problemas por allí, Hagrid?

—No, señor. La casa estaba casi destruida, pero lo sacamos antes de que los muggles comenzaran a aparecer. Se quedó dormido mientras volábamos sobre Bristol.

Dumbledore y la profesora McGonagall se inclinaron sobre las mantas mientras el joven de las ropas raídas se apartaba. Entre ellas se veía un niño pequeño, profundamente dormido. Bajo una mata de pelo negro azabache, sobre la frente, pudieron ver una cicatriz con una forma curiosa, como un relámpago.

— ¿Fue allí...? —susurró la profesora McGonagall.

—Sí —respondió Dumbledore—. Tendrá esa cicatriz para siempre.

— ¿No puede hacer nada, Dumbledore? —pidió Remus preocupado.

—Aunque pudiera, no lo haría. Las cicatrices pueden ser útiles. Yo tengo una en la rodilla izquierda que es un diagrama perfecto del metro de Londres. Bueno, déjalo aquí, Hagrid, es mejor que terminemos con esto.

Dumbledore se volvió hacia la casa de los Dursley.

— ¿Puedo... puedo despedirme de él, señor? —preguntó Hagrid.

Inclinó la gran cabeza desgreñada sobre Harry y le dio un beso, raspándolo con la barba. Entonces, súbitamente, Hagrid dejó escapar un aullido, como si fuera un perro herido.

— ¡Shhh! —dijo la profesora McGonagall—. ¡Vas a despertar a los muggles!

—Lo... siento —lloriqueó Hagrid, y se limpió la cara con un gran pañuelo— Pero no puedo soportarlo... Lily y James muertos... y el pobrecito Harry tendrá que vivir con muggles...

—Sí, sí, es todo muy triste, pero domínate, Hagrid, o van a descubrirnos—susurró la profesora McGonagall, dando una palmada en un brazo de Hagrid.

—Además, podríamos arreglar las cosas—le consolaba Remus—. Harry no tiene por qué estar solo, Vega también necesita un sitio para vivir, podría ser por aquí. Es un bonito barrio…

Mientras, Dumbledore pasaba sobre la verja del jardín e iba hasta la puerta que había enfrente. Dejó suavemente a Harry en el umbral, sacó la carta de su capa, la escondió entre las mantas del niño y luego volvió con los otros tres. Durante un largo minuto los cuatro contemplaron el pequeño bulto a los pies de la puerta. Los hombros de Hagrid se estremecieron. La profesora McGonagall parpadeó furiosamente. La mirada de Remus vagaba perdida melancólicamente. La luz titilante que los ojos de Dumbledore irradiaban habitualmente parecía haberlos abandonado.

—Bueno —dijo finalmente Dumbledore—, ya está. — se giró hacia el joven de las ropas raídas y contempló a la niña, que le observaba con los ojos muy abiertos, analizando todo lo que veía.

—Un momento Remus, la niña tiene algo más de familia, estoy segura de que Ted y Andrómeda se encargarían de ella sin ningún problema—dijo la profesora McGonagall.

—Me temo, Minerva, que lo que imagino ha ido a hacer su padre tendrá tan graves consecuencias en la vida de su hija que estará más segura viviendo entre muggles. Además si bien Ted y Andrómeda podrían reclamar a la niña, también otros parientes, menos… confiables podrían hacerlo—Confesó el anciano mago. Los otros tres se miraron confusos—. No tenemos nada que hacer aquí—dijo mientras se giraba hacia ellos—. Será mejor que nos vayamos y nos unamos a las celebraciones.

—Ajá —respondió Hagrid con voz ronca—. Voy a devolver la moto a Sirius, puede que la necesite. Buenas noches, profesora McGonagall, profesor Dumbledore. Mi más sentido pésame, Remus—se despidió del mago con un apretón de su enorme manaza en su hombro, que este agradeció inclinando la cabeza.

Hagrid se secó las lágrimas con la manga de la chaqueta, se subió a la moto y le dio una patada a la palanca para poner el motor en marcha. Con un estrépito se elevó en el aire y desapareció en la noche.

—Nos veremos pronto, espero, profesora McGonagall —dijo Dumbledore, saludándola con una inclinación de cabeza. La profesora McGonagall se sonó la nariz por toda respuesta—. Remus, acompáñame por favor—pidió el anciano mago—Buscaremos alguna familia de la zona que la pueda acoger, pero vayamos antes a casa de los Tonks, deben saber que la niña está bien.

El joven asintió y siguió a Dumbledore, que se volvió y se marchó calle abajo. Antes de detenerse en la esquina se giró hacia el joven, levantó el Apagador de plata. Lo hizo funcionar una vez y todas las luces de la calle se encendieron, de manera que Privet Drive se iluminó con un resplandor anaranjado, y pudo ver a un gato atigrado que se escabullía por una esquina, en el otro extremo de la calle. También pudo ver el bulto de mantas de las escaleras de la casa número 4.

—Buena suerte, Harry —murmuró y con un movimiento de su capa, los dos magos desaparecieron.

Una brisa agitó los pulcros setos de Privet Drive. La calle permanecía silenciosa bajo un cielo de color tinta. Aquél era el último lugar donde uno esperaría que ocurrieran cosas asombrosas. Harry Potter se dio la vuelta entre las mantas, sin despertarse. Una mano pequeña se cerró sobre la carta y siguió durmiendo, sin saber que era famoso, sin saber que en unas pocas horas le haría despertar el grito de la señora Dursley, cuando abriera la puerta principal para sacar las botellas de leche. Ni que iba a pasar las próximas semanas pinchado y pellizcado por su primo Dudley… No podía saber tampoco que, en aquel mismo momento, las personas que se reunían en secreto por todo el país estaban levantando sus copas y diciendo, con voces quedas: «¡Por Harry Potter... el niño que vivió!».


Para mis lectores desde este primer capitulo, aviso: he modificado algunas de las cosas de este capitulo, porque al releer el tercer libro me he dado cuenta de que he cometido algunos gazapos de incoherencia con los siguientes libros. Son solo algunos detalles y no cambia gran cosa, pero por que lo sepáis, está editado.