Esta es la primera historia que publico en este formato, por favor dejen reviews para ir afinando el contenido. Sepan disculpar alguna imperfección causada por la ansiedad de la escritura.
Los personajes me pertenecen y están protegidos.
In a forest pitch dark My name Isobel In a heart full of dust My name Isobel
Glowed the tiniest spark
It burst into flame
Like me
Like me
Married to myself
My love Isobel
Living by herself
Lives a creature called lust
It surprises and scares
Like me
Like me
Married to myself
My love Isobel
Living by herself (…)
(Bjork, "Isobel", Post, 1995.)
I.
–Y todavía me preguntas cómo llegamos aquí, ángel oscuro.
Su voz hermosa y gutural, de mujer de profundas pasiones, se veía sublimizada por la precisión vampírica, en la cual su dificultad para el idioma y su acento eslavo no hacían si no conjugarse en la armonía de una misma melodía que se sostenía, vibrante, en el aire.
La contemplé como se contempla un rosal en flor, fresco y exuberante, y, como si me acercara a embeberme de su fragancia, susurré mientras la acariciaba con mis palabras –Ah… es verdad; ambos lo sabemos bien. He sido un tonto en preguntarte.
Se sonrió tan dulcemente que casi lloro de belleza –Lucien, Lucien, ¿Por qué deseas que desentierre esta historia para ti? ¿Qué es lo que te hace pensar que depositaré en tu alma estos recuerdos tan privados para mí?
–Oh, no, Isabel…–repuse al instante– No he sido yo, sino tú quién ha alimentado en mí la esperanza de escuchar este relato. ¿Acaso, por ventura, se te ha olvidado? Fue allí, donde te vi por primera vez, en donde tú prometiste contarme historias, revelarme secretos…
–Es verdad –asintió– Casi olvido esa reunión del Consejo, ¡Qué traicionera puede ser la memoria, aun para los que viven para siempre! –alzó los ojos al cielo limpio y estrellado, satisfecha de la hermosura de la noche y del calor de la sangre en sus venas antiguas. Suspiró hondamente, saboreando la brisa cálida y húmeda de la orilla del Danubio en primavera. –Como habrás notado –comenzó– Mi acento me delata; el feudo de mi padre, sin par en aquellas tierras inhóspitas, se extendía en los valles de la Moldavia antigua, allí donde corre el brazo del augusto río que ves a mi derecha: sus oscuras aguas siempre alimentaban las fantasías de mi niñez; eran incontables las leyendas originadas a lo largo de sus extensas orillas y de los bosques encantados que las rodeaban –sonrió, viéndose transportada súbitamente a aquellos parajes, con esa expresión que sólo otorgan los recuerdos atesorados. La vi brillar con los labios levemente entreabiertos como una estrella de poderosa estela dorada, fulgurante en la gloria de su cenit al igual que la luna, la cual prodigaba su pálida luz sobre las aguas teñidas de belleza nocturna, preñada de secretos.
La miré a los ojos en el preciso instante en que ella decidió hacer lo mismo y su mirada, tan cálida y subyugante, volvió a traspasarme leyéndome el alma como aquella vez.
Bajé los ojos, embriagado: me sentía como un niño atrapado en una travesura; admiré la perfección de sus manos finas e inmaculadas, llenas de anillos de oscuras piedras sin tallar. Llevaba puesto un pantalón negro de jockey y una camisa de gasa blanca con botones de perlas; las mangas arremangadas hasta los codos de manera prolija y los primeros botones desabrochados, que dejaban admirar el grácil cuello, la dotaban de un aire encantador y desenfadado, profundamente seductor. La brisa meció los mechones que escapaban a su rodete, sostenido por un palillo de madera, ¡Qué cuadro magníficamente pincelado representaba su perfil de camafeo contra la ventana abierta a la sórdida cúpula del cielo insomne!
La débil luz de la lámpara antigua resbalaba por sus altas botas de cuero y se desparramaba en caricias ambarinas por el resto de la estancia, por los muebles Luis XVI de roble y caoba, por la alfombra persa, por los cuadros y esculturas patinadas en dorado añejo. Su mirada azul, de zafiro, recayó nuevamente en mí; un temblor recorrió mi espina dorsal disgregando las dosis apropiadas de placer y excitación en mi cuerpo ansioso; supe, como ella también supo, que por más que amara mi corazón tantas beldades eternizadas, ahora, en ese pequeño espacio-tiempo en que me encontraba en su morada, yo le pertenecía completamente: sus ojos esclavizaron mi espíritu vagabundo y errante.
–Acércate a mí, Lucien.– me pidió su voz colmada de una suave vibración.
La obedecí como un autómata, aunque al llegar a su lado traté de reponerme de su influjo por orgullo, después de todo, yo tenía mis dos siglos a cuestas y no me gustaba sentirme como un novato ; me indicó una poltrona tapizada en cuero negro ubicada junto a la ventana, al sentarme la sentí cómoda y mullida.
–Lucien, querido, si tuviera que buscar un hilo conector en esta historia llegaría a la conclusión de que éste es el mismo que nos une a ti y a mí, a todos los de nuestra especie: la sangre, el amor… –entornó la mirada y aspiró una bocanada de aire para darse el valor que necesitaba para abrirme su espíritu – ¿Conoces la antigua Moldavia? – comenzó, dirigiendo la mirada de mar atardecido hacia el cielo –Es una vasta tierra forjada entre montañas arrebatadas, de verdes valles prósperos, fértiles como sus mujeres. En las tierras de mi feudo dominaba el Pruth, entorno a él se organizaba la vida de las aldeas; sus aguas cristalinas, purificadas por las altas cumbres, bañaban nuestros campos con su fecundidad. Existían extensos bosques de hayas, robles y fresnos, densos, en penumbras a causa de su exhuberancia, que eran habitados por toda clase de seres fantásticos que los niños podían inventar o no. Alrededor del castillo una pradera verde esmeralda que bajaba hacia el pueblo era la delicia de los críos en la primavera cuando se cubría por completo de flores de un suave color amarillo.
Te he dicho mi feudo y sí, lo era, a pesar de que acceder a él no fue lo más simple ni limpio que tuve que realizar en mi vida. Como sabrás las luchas de poder son un sinónimo de aquella época, y las conjuras, traiciones, pactos de lobos, eran algo que uno no podía obviar ni de lo que podía mantenerse al margen bajo ningún concepto si lo que ansiaba era el poder.
No pienses que por mis venas corre sangre azul, no; soy hija de un señor feudal, pero una hija bastarda. Mi nombre de nacimiento es Enrika, mi padre se llamaba Esteban y mi madre Irina; ella era la doncella de la verdadera esposa de mi padre que, una vez descubierto el engaño de su esposo, nunca dejó de odiarnos, a mi madre primero y luego a mí, como sólo el corazón humano es capaz de hacerlo… Quizás por eso Dios le cerró el vientre y jamás le dio hijos.
Como sea, sabía que esas tierras estaban destinadas a que las condujera mi mano; así también se lo había predicho a mi madre la bruja del bosque una vez en que se había cruzado con ella a la orilla del río de camino a nuestra casa escondida en las montañas, según me había contado: "…retrocedió ante mí aterrorizada y exclamó: ¡Tu hija gobernará como un lobo celoso, por su mano de hierro muchos caerán; pero un día se perderá su linaje para siempre y mi cabeza descansará en su mano!…". Todos le temían, era joven y extranjera, al parecer huía de un secreto perseguidor; se hacía llamar Witburga, un nombre que no era de nuestra lengua pero que luego, con los siglos y los viajes, reconocí como alemán.
Supersticiosa al extremo, mi madre solía decirme: "Cuídate Enrika de que no te arrebaten lo que es tuyo; que tu linaje no desaparezca, que sea grande en esta tierra…".
El momento de tomar posesión de lo que me pertenecía llegó a mis dieciocho años: en ese verano falleció el señor feudal, mi padre. Su esposa, aún con vida, urdió un plan para ubicar a su sobrino en el lugar de su esposo; yo, que había crecido alimentada a resentimiento y rencor, no pensaba tolerar semejante cosa.
Recuerdo muy exactamente la estrategia que llevé a cabo, aunque dudo en atinar al llamar así a mi barbarie, pareciera justificarla y no es mi intención… Fui cruel y no dudé nunca en serlo…
(Pensé cuán inverosímil me resultaba creer que Isabel, ese ángel de hermosura y dulzura, ese rostro de bondad, pudiera haber sido un ser de corrupción como me decía que era, mas, recordé que ambos éramos vampiros y nos alimentábamos todas las noches de aquello que no nos pertenecía: la vida de otros. Su relato continuaba y presté atención a él).
…En aquellas épocas una mujer como señora feudal no podía tener mucha libertad, a menos que quisiera morir pronto; solía ser el títere de alguien mayor a su título o del hombre con el cual había contraído nupcias, por qué no de parientes manipuladores. Para que mi señorío se sucediera con fluidez y perdurara era necesario tejer una leyenda, construir una fama en la que pudiera refugiarme y escudarme de mis enemigos.
El encuentro de Witburga con mi madre había ocasionado toda suerte de comentarios y predicciones que hicieron ver como inexorable mi destino de poder; gracias a esto cuando murió mi padre muchos hombres del pueblo vinieron a ofrecerme su apoyo, ansiosos de obtener algún beneficio a cambio de su lealtad. Es necesario que aclare que nadie en el poblado quería a la esposa de mi padre ni a nadie de su familia, por lo cual sólo necesité pactar con aquellos que, sabía, iban a traicionarme luego…
Pero no sólo tejía leyendas sino que las alimentaba y así es como siempre llevaba, desde que había dejado mi niñez, una máscara negra que sólo dejaba ver mis ojos y que usaba casi de manera permanente. Esto no sólo hizo pensar que era fea, como es obvio, si no que atribuía a mi rostro poderes que dejaba inventar a la poderosa imaginación de los pueblerinos y soldados. La verdad es que lo hacía porque al no ver los hombres mi faz no me subestimaban tanto: era como si olvidaran que era mujer; además, mi forma de luchar y matar los hacía dudar aún más de que realmente lo fuera.
Toda esta cadena de acontecimientos llegó a su punto de maduración con la muerte de mi padre y así fue como, al atardecer de aquel día fatídico, comencé a hilar mi destino. Ese crepúsculo era especialmente denso en niebla y la comitiva venía al trote por el sendero, el relinchar de los caballos constituía un aspecto del cuadro en sí ya que la polvareda que se levantaba a su paso recortaba las negras figuras sobre el fondo celestino y rojizo. Cantaban y reían algunos, otros guardaban el silencio de quien se encuentra alerta; me era extremadamente vital conocer si pasarían o no la noche en el bosque: de ello dependía el cuándo y el cómo de todo cuanto tramaba.
La fortuna quiso sonreírme, ya que el perezoso comité por iniciativa de su líder acampó a la caída del día en un claro del bosque. Desde detrás de los arbustos, y aun desde las ramas de los árboles, los vigilábamos yo y mi pequeño ejército de hombres ávidos de poder, entre los cuales se hallaban los que me habían enseñado a manejar el arte de la espada, para el cual poseía cualidades inherentes.
El nombre del sobrino de la esposa de mi padre nunca lo supe, ni me importó saberlo: conocer el nombre de alguien comportaba para mí una cercanía que no deseaba tener con casi nadie.
Así es como, agazapados, esperábamos el momento indicado para atacar, momento que aconteció al producirse el cambio de guardias; fue la primera vez en mi vida que mis ojos contemplaron tal espectáculo de sangre y cuerpos mutilados. Aunque no eran numerosos se resistieron ferozmente antes de sucumbir; por mi parte enfrenté no hombres, sino armaduras con rostro: tal fue mi pensamiento al cortar, traspasar y sentir la sangre salpicar mi rostro, mi espada, mi vestimenta de combate. Comprendí, al ver tantas caras contraerse, tantos ojos cerrarse o mirar al vacío, por qué el poder es una de las más fuertes tentaciones para el espíritu humano; comprendí, a mi corta edad, que debía cuidarme bien de su dominio desquiciante.
Finalmente todo el campamento quedó reducido a una pila de cadáveres: ahora venía la parte más arriesgada del plan, aquella que debía enfrentar sola.
