Todos los personajes y el contexto pertenecen a la brillante Suzanne Collins.

Advertencias: Situaciones adultas, spoilers de Sinsajo.

Cicatrices

Desquicio

A veces, Katniss está tan enojada que siente como si tuviera kilos de plomo en el vientre, sus articulaciones se tensan, su mandíbula endurece y la luz quema su retina. Le gusta sentirse enojada, es mejor que estar triste, que sentirse inútil e indefensa.

El enojo le da poder, la lleva a la profundidad del bosque, donde siente sus propios latidos retumbando contra su pecho. La adrenalina corre furiosa en sus venas, y le gusta.

Pero no le gusta estar triste. Se siente como una hoja, delgada, pálida, dejando que el viento la lleve por rumbos insospechados, siente una terrible opresión en el pecho, un dolor insostenible en la yugular.

Prefiere estar furiosa, lanzar platos contra la pared, hacer que sus puños sangren mientras golpea los muros de su habitación. Se siente como fuego dentro de su cráneo, y le encanta que los demás le digan que tiene derecho a estar furiosa, porque lo tiene. Porque después de tantas muertes (muchas de ellas por su culpa), la ira es un sentimiento normal.

Se siente casi como un manual del capitolio cuando recita de memoria las frases del doctor Aurelius: "cuando perdemos a alguien, es recurrente que los sentimientos fluctúen de tal manera que se vuelven imposibles de controlar". No está muy segura de lo que eso significa. Solamente sabe que, sin importar lo que los demás le digan, cada vez se siente un poco menos humana.

Se siente loca.

Cazando carne

Sale a cazar porque no sabe hacer otra cosa. Hasta ahora se da cuenta que ese es su único talento y que desde que murió su padre, es lo único que ha hecho, de una u otra forma. Cazando para comer, para sobrevivir. Cazando recuerdos de Peeta, de su hermana, de Finnick. Toma el arco y el carcaj de flechas y corre, rápida como una exhalación, hacia el cobijo de los árboles del bosque.

Llega a un claro iluminado tan fuerte por la luz del sol, que el pasto se torna de color amarillo brillante. Se sienta en una roca y se examina los brazos. Delgadísimos, llenos de cicatrices.

La profundidad del bosque es el único lugar en el que se atreve a verse a si misma. Poco a poco siente que comienza a habitar su cuerpo, pero aún no lo siente suyo.

Se levanta el dobladillo del pantalón hasta las rodillas y ve su pantorrilla. Hay un trozo del tamaño de una naranja de piel quemada, hay tres cicatrices que corren paralelas por un lado del músculo, tan uniformes que supone que son producto de las garras de un muto.

La otra pantorrilla está peor. La piel está achicharrada, casi negra y pegada al hueso. No recordaba estar tan delgada. Come lo que le da Sae, pero sabe que se necesita más que eso para seguir viva.

Toca sus costillas, y son tan prominentes que puede contarlas con facilidad.

Lleva la mano derecha a uno de sus senos y lo toca sobre la tela. Es pequeño (siempre lo ha sido), pero meses de casi no comer lo han hecho diminuto. De repente, imagina que la mano que tamborilea sobre la blusa verde es más grande, más pálida.

Elimina el pensamiento de inmediato, no puede dejar que Peeta se cuele así dentro de su cabeza. No quiere pensar en sus manos (grandes, calientes), o en su cabello que brillaría magnífico ante el sol que se danza sobre las hojas.

No quiere pensar en él, pero lo hace.

Blood road

Mata tres conejos. Estaban tan bonitos, que casi se sintió culpable cuando la flecha les atravesó el ojo. Casi.

Los limpia y los mete en un saco, y camina de regreso a casa. Está oscureciendo, así que más vale que se apresure. Cruza la verja con un salto que hace que articulaciones que estaban dormidas despierten en una ola de dolor. Pasa por lo que antes era La Veta, y recuerdos de Prim la atraviesan como un hierro ardiente: Prim y Buttercup dormidos bajo el resplandor del fuego de la chimenea, Prim sosteniendo en alto un dibujo de ellas dos, Prim y su colita de pato saliendo de la falda. Los recuerdos le duelen, tanto, que siente que le desgarran la piel desde dentro.

Corre durante una eternidad, o probablemente unas horas, no está segura. El dolor que siente en el pecho la hace doblarse cuando llega a su puerta.

El ruido familiar de los pasos toscos de Sae le llega desde la cocina. Entra muy despacio y deja los conejos sobre la mesa. Sae levanta una ceja cuando los ve, y Katniss sabe lo que este gesto significa, hay una pregunta escrita en los ojos de la anciana: ¿has vuelto?

A Katniss lo gustaría responder que si, que ha vuelto. Que puede ser de nuevo la hermana de Prim, la niña de la Veta, la cazadora, la chica en llamas, el Sinsajo, lo que sea… pero la realidad se cierne monstruosa sobre ella y se da cuenta que es una concha vacía, con pedazos de sus identidades sosteniéndose a duras penas.

La ve directo a los ojos y sale por la puerta principal. Se sienta en una banca del jardín delantero.

Aún tiene el cuchillo que utilizó para destripar el conejo metido en el cinturón.

Así que lo hace. Despacio. Probando. Desliza la hoja del cuchillo por una de las venas de su antebrazo y casi se ríe cuando se da cuenta que ese dolor es nada comparado con el dolor que siente dentro. Ni siquiera sabe por qué lo está haciendo. No quiere morir (o tal vez un poco), pero hay un instinto de supervivencia tan arraigado en ella, que el suicidio es inconcebible. Sólo lo hace para probar las aguas, para sentirse en control por un rato, para saber que ese cuchillo es suyo y que puede usarlo como le plazca.

La sangre gotea sólo un poco, el corte es pequeño. Y así, como si estuviera de nuevo en casa, se siente, durante sólo unos segundos, libre.

Doce y cuarto

Está acostada en la banca del jardín, con la mano colgando en un costado, sangrando. Debe de ser todo un espectáculo. Se quedó dormida, o en un estado de aletargamiento tan grande que casi no siente las manos que la toman por debajo de las rodillas y cruzando sus omóplatos y la estrujan fuertemente.

La persona que la carga huele a pan, a canela y a un poquito de pintura. Siente sus latidos retumbar contra su costado, porque la persona que la carga va corriendo.

Se siente caer sobre el sillón y sabe que es Peeta el que la llevaba en brazos, el que ahora le grita que despierte. Pero no puede abrir los ojos. Está cansada, demasiado cansada. Se siente en coma.

Sae sale de la cocina con montones de preguntas brotándole de los labios. Se entera que Katniss se cortó las muñecas, que se desmayó en el jardín, y que Peeta la trajo aquí. El chico suena desesperado, le pide a Katniss que regrese con él, que no se muera.

Pero no puede morir, no ahora.

Sae se ríe y siente el enojo de Peeta vibrar en el aire, casi tangible.

–Hey, esa chica no es estúpida. Si quisiera matarse, ¿crees que no lo hubiera hecho ya?– dice Sae como explicándole algo sumamente sencillo a un niño pequeño.

La vieja entiende que Katniss no quiere despertar, pero que puede. Que no morirá, que no intentó suicidarse. Entiende, por lo pronto, más que Peeta, quien se va de la casa dando un portazo.

Regresando

La pesadilla es más de lo que puede recordar. Regresa a ella en pequeños flashes de luz y sombra. Hay niños en llamas, la colita de pato de Prim ennegreciéndose como el carbón. El humo le quema los ojos y la garganta, y cuando tose, sangre brillante se derrama por el suelo de mármol blanco de la mansión de Snow. El olor a rosas le provoca arcadas y después, se despega de su cuerpo y se ve a si misma desde arriba, desde lejos, vomitando líquido carmesí mientras los cuerpos de todos a quienes algún día amó se convulsionan a su alrededor, se arquean y finalmente se quedan inmóviles.

Está agotada, jadea ruidosamente y todavía siente el humo quemándole la garganta cuando despierta. Ahoga un sollozo y muerde la almohada, las lágrimas calientes le resbalan por la cara. Pero no puede contenerlo, ya no. Se sienta y llora ruidosamente. Jamás lo había hecho. Su pena era una pena con clase, era una pena silenciosa y escondida del mundo, piensa ridículamente mientras un grito escapa de sus labios. Llora tan fuerte, tan alto y durante tanto tiempo, que cuando Sae llega en la mañana y abre la puerta de la habitación, las palmas de Katniss están sangrando por haberse clavado las uñas mientras apretaba fuertemente los puños. La herida de la muñeca se abrió y los vendajes también están llenos de sangre.

Sae le quita a la chica la ropa y la mete en la ducha. Cierra la puerta con fuerza y la deja ahí, bajo el agua. Katniss la escucha maldecir por lo bajo, "si quiere salir de esta, tiene que salir sola". Se da cuenta de lo que esto significa.

–Soy Katniss Everdeen, tengo dieciocho años, nací en el distrito 12. Soy la chica en llamas, el Sinsajo… soy nadie.– dice en un susurro a penas audible bajo el ruido del agua de la ducha.

Repite su propio nombre cientos de veces mientras golpea su frente contra las baldosas del baño, hasta que las palabras recobran el sentido. Recuerda que se llama Katniss por las raíces acuáticas que la alimentaron, que es Everdeen por su padre, que murió envuelto en llamas en una mina de carbón.

Al menos está segura de su nombre, y eso es algo. Y ese pequeño algo revive un pedacito de su alma. Algún día encontrará tiempo para pensar en cosas más complejas.

El agua de la ducha se ha puesto fría, no se había dado cuenta. Se lava la sangre seca de las manos y limpia con antiséptico el corte en su antebrazo. Se envuelve en un toalla y busca vendas en el pequeño botiquín que guarda en el clóset. Se enreda el pedazo de tela blanca alrededor del brazo, hasta que parece una macabra pulsera.

Va al armario, se pone un vestido amarillo y mira sus piernas llenas de cicatrices mientras se ata las sandalias alrededor de los pies. Ni siquiera sabe cómo llegó esa ropa ahí, supone que es uno de los tantos atuendos que Cinna diseñó para ella. Cinna…

No tiene tiempo, no hoy. No va a pensar en ninguno de los muertos, no porque no quiera. No tiene tiempo.

Porque hoy se quitará tres capas de cobardía e irá a ver a Peeta.

Némesis

Sae le da un rutinario "buenos días" cuando pasa por la cocina. Está cortando patatas.

Tac, tac, tac.

El ruido de los golpes del cuchillo contra la mesa de madera le quitan los últimos gramos de somnolencia que aún le quedaban encima. Se dirige hacia la puerta y justo antes de salir, Sae le grita.

–El chico te trajo aquí anoche. Estaba algo cabreado después de lo que hiciste… deberías ir a darle las gracias.

Es un gran cambio. Sae solía ser como un jardinero, dándole agua a un ser inanimado para que siguiera viviendo, sin entrometerse con ella. Así que las primeras palabras que le dirige en meses la cargan de voluntad y asiente levemente, lo suficiente para que la vieja la vea desde la puerta de la cocina.

Pasa el umbral, el jardín y evita mirar la banca en la que Peeta la encontró. Camina calle abajo, sabe que se está tardando demasiado, pero el día es lindo y por primera vez en meses siente el calor del sol erizándole los vellos del brazo.

Cuando llega a la puerta, su dedo se coloca en el timbre sin pedirle permiso, y escucha los pasos de Peeta por el pasillo

De repente, le da mucho miedo. Ni siquiera sabe lo que va a decir, se siente estúpida por estar ahí y el impulso de correr se centra en sus piernas. Le entran unas ganas de llorar terribles, y la desesperación se junta en su garganta como una granada a punto de explotar. Cuando está a punto de irse, de correr a la seguridad de su cama, la cara de Peeta aparece en el umbral.

Radiante

El rostro del chico del pan brilla con la luz que se cuela y se refleja miles de veces en los cristales de la puerta. Está lleno de cicatrices, pero se ve como Peeta. El olor que proviene de la cocina la marea y se siente de pronto como si tuviera de nuevo once años, aferrándose a la vida, aferrándose al brazo de Peeta como si fuera un hogaza de pan.

El chico la hace pasar y cae en el sillón, se siente tan cansada.

No hablan, pero lo siguiente que sabe es que un bollo con queso se derrite en su lengua y una taza de chocolate le calienta las manos.

Peeta está en un sillón frente a ella, con las sombras moviéndose detrás de el. Le da tiempo de observarlo: tiene los rizos pegados a la frente con sudor, una cicatriz que corre desde la mandíbula hasta quién sabe donde. Su camisa es del color de sus ojos y los pantalones cortos dejan ver su pierna de metal. No sabía que Peeta se pusiera ropa que enseñara el extraño artefacto del Capitolio, pero supone que hoy no esperaba visitas.

Peeta también la observa. Se comienza a sentir muy consciente de ella misma, de su piel chamuscada y de su cabello ralo. Ni siquiera sabe por qué hoy se ha puesto vestido.

Lo que sí sabe, es que las palabras que a continuación salen de su boca no pidieron permiso, se arremolinaron e ignoraron todo pensamiento racional.

–Sobre ayer… yo, lo siento, siento si te asusté – dice Katniss en un susurro a penas audible.

–Hmmm

Escuchar el sonido desaprobatorio de Peeta la hace enfurecerse. Deja la taza y el platito con bollos en la mesa de centro y se levanta para irse; se siente como un remolino: furiosa, destructora. Cuando está a punto de girar el pomo de la puerta, siente las manos de Peeta en sus hombros y ese gesto, sólo eso, basta para hacer que se detenga.

–Te entiendo– dice Peeta tan cerca de su oído que le dan escalofríos –Sólo, no quiero que mueras, ¿sabes? No quiero que mueras.

Katniss gira lentamente sobre sus talones hasta quedar frente a frente con Peeta, su proximidad la abruma, la hace sentirse pequeña y frágil y no puede evitar pensar en unas manos cerrándose sobre su garganta.

No es real, se dice a si misma mientras empuja fuera de su cerebro los recuerdos malos de Peeta. No es real.

Lo único que tiene sentido en este momento son sus ojos tremendamente azules y las manos que se colocan suavemente en su cintura. Queman sobre la tela.

Sus frentes se encuentran en un beso sin labios y sus respiraciones se acompasan por unos segundos.

Katniss pone ambas manos en el pecho del chico y siente su corazón latiendo contra sus palmas. Quiere besarlo, quiere recostarse contra él como en las noches del tren, quiere sentirlo trazando caminos de besos por sus brazos. Pero no lo hace. Se detiene por momentos a pensar que está demasiado herida, demasiado rota, que Peeta no merece fragmentos, merece una Katniss completa.

Pero la proximidad del chico es demasiada y siente una presión extraña en el vientre que le daría vergüenza reconocer si no fuera porque los labios de Peeta se están posando sobre los suyos.

Sus bocas se encuentran, se abren y se cierran como siguiendo una danza perfectamente coreografiada. Abren los labios y sus lenguas exploran, inocentes, las profundidades del otro. Se detienen a tomar aire y ríen.

Ríen como niños tontos, ríen después de meses de no sentir ni el rastro de las sonrisas en los músculos de sus mejillas. Ríen porque es lo único que les queda hacer en ese mundo sin sentido.

Se besan de nuevo y las manos de Katniss se mueven para tomar los rizos rubios que tanto le fascinan. Las manos de Peeta la levantan del suelo y la chica no encuentra otro lugar donde poner las piernas mas que enredadas en la cintura del chico. Los dos jadean y se besan, y cuando los labios de Peeta se despegan de ella con un chasquido, se siente frustrada, ahogándose sin él. Pero lo que siente después la regresa a la vida. Los labios de Peeta están trazando caminos por sus brazos, y al alcanzar la venda que recubre su muñeca, se detienen y besan aún más fuerte.

Sabe que Peeta entiende ahora. Sabe que lo de anoche no fue un idiota intento de suicidio, sabe que fue Katniss regresando lentamente a la superficie, incluso si para ello fue necesario pincharse el brazo con un cuchillo y quedarse inconsciente sobre la banca del jardín.

Los labios de Peeta viajan a ese punto entre la mandíbula y el hombro, a ese lugar en el que el corazón late más rápido y la sangre se arremolina furiosa. Katniss deja que un sonido de placer escape de su garganta y Peeta muerde despacio, probando. La presión en su vientre viaja más abajo y siente un vacío que sabe que sólo el chico puede llenar.

Katniss se acerca a Peeta y le muerde el lóbulo de la oreja, oliendo la dulce fragancia que parece estar impregnada en su cuello. Pero necesita más. Quiere más.

Sus manos comienzan a levantar la camisa de Peeta y el contacto de su pecho desnudo contra ella la hace sentir algo primitivo. La lleva a experimentar el mismo tipo de hambre que sintió en la playa. Sus dedos adquieren vida propia y bajan por la línea de vello que comienza en el ombligo de Peeta. El frío del botón de metal de sus pantalones se siente glorioso ante sus manos calientes, que bajan todavía más, hasta que sus uñas rozan la tela que cubre algo duro.

El sonido del cierre de metal del pantalón de Peeta al bajar es tan fuerte en la habitación silenciosa, que Katniss se sorprende que los vidrios no se hayan roto. Sobre la tela de la ropa interior, mucho más delgada que la del pantalón, la chica mueve los dedos. Arriba, abajo.

Un gruñido sale de la garganta de Peeta mientras la aprisiona con una mano a cada lado y Katniss siente que eso que está debajo de la tela de los bóxers es justamente lo que necesita para aliviar la presión entre sus piernas. No sabe cómo, pero sabe justamente dónde.

Cuando el resto la ropa del chico cae a suelo, el sonido del timbre del horno hace que los dos se sobresalten. Peeta sigue besándola pero el olor a pan quemado comienza a llenar la estancia.

–Joder– dice Peeta resoplando frustradamente.

Katniss se ríe, y el chico planta un beso en su frente. Mientras se va a la cocina, la chica no puede evitar notar el bulto que se formó entre las piernas de Peeta.

Se queda recargada en la puerta, terriblemente excitada y escurriéndose lentamente, hasta que sus piernas tocan el suelo.

Esconde la cara entre las rodillas y, aunque se está muriendo de vergüenza porque Peeta y ella estaban a punto de hacer eso, deja que una sonrisa se extienda triunfante en sus labios.

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