¿Qué fue tal sensación placentera que recorrió cada centímetro de mi cuerpo cuando despedía finas palabras de mi boca?

Ésa misma que obligó a mi corazón latir, tan rápido que creía iba a explotar.

¿Qué fue aquello que me motivó a confesarme ante ti?

A decir lo mucho que te amo.

A decir que no me importaban las consecuencias de mis actos.

¿Qué fue aquello que me motivó a confesarme ante ti?

A decir lo mucho que te adoro.

A decir que no me importaba si otros escuchaban lo que de mis labios salía.

¿Qué fue aquello que me motivó a confesarme ante ti?

A decir que quería arrancarte la piel.

A decir que quería gatear en tu interior y hacer de nuestros cuerpos uno solo.

Te pregunté con lujuria si querías aceptar mi confesión.

Dijiste que no...

Pero aún así, aún cuando saqué hermoso cuchillo, dispuesta a abrir mi pecho y demostrarte con mis últimas fuerzas cómo mi corazón latía con éxtasis al estar frente a ti.

A empalarlo una y otra vez contra mi estómago, manchando el suelo con ése líquido escarlata que con añoro deseaba introducirlo en tu boca y verte tragarlo...

Te abalanzaste en el preciso instante, lo arrebataste de mis manos y, sin importar cómo el filo cortaba tu mano y dejabas que tu ser fuera dañado por mi culpa, esperabas que lo soltara.

¿Qué querías?

¿Cómo podrías salvarle la vida a alguien que pensó inyectar tinta en tu torrente sanguíneo para escribir miles de poemas con ella?

¿Por qué mantener en un mundo efímero algo como yo?

Caí sin fuerza alguna contra los pisos de madera, recargué mi cuerpo contra la silla de metal y, coloqué mi cabeza en el asiento.

Te miraba a los ojos, mi rostro no emanaba emoción alguna, parecía muerta en vida.

Esta realidad fue diseñada por alguien, un ente superior a nosotros, ¿No?

Porque no puedo explicar ver en mi mente la sangre en los pisos, el cuchillo a un lado de mi mano y, mi cuerpo pudriéndose con el pasar del tiempo.

Fue un raro déjá vú.

¿No podemos estar así por siempre?