Neque id latet
Recuerdos arrastrados como hojas en el camino, labios que siempre sangraban porque Teresa los mordía al concentrarse mucho, cuando practicaba con la espada en contra de enemigos invisibles, con una destreza tal que solo unas pocas muchachas se atrevieron a invitarla a intentarlo de a dos, a veces de a tres sin que ganara ni un rasguño.
Las caderas más pronunciadas, al principio su insistencia de comer todos los días, a solas, quizás porque no soportaba las miradas horrorizadas y celosas de las demás, entre las cuales Irene se incluía.
Irene, nudillos blancos de tanto apretar el puñal de la espada que le procuraron, ni bien derrotó a doce de las de su generación, sin suspirar siquiera y cuerpo a cuerpo.
Entonces, Teresa y su sonrisa, que por aquella época que parece tan lejana, era completa. Leía su mente de par en par. Irene la odiaba, era uno de los pocos lujos con respecto a sus emociones que osaba darse.
Nada la hubiera hecho más feliz que restregar ese cabello en el fango y llenar esas mejillas redondas de arañazos.
Era malo que fuera superior. Pero lo terrible fue que además lo creía y lo consideraba poca cosa. Aburrida de su poder, eso parecía Teresa, ese por el que las demás se arrastraban y maldecían en la carne su ausencia. Irene estaba convencida de que hubiera cambiado su bendita destreza por un vestido bonito y ninguna cicatriz para salir a bailar durante la siega con los campesinos de un pueblo cruzando el bosque. Desesperaba.
Y no se conformaba con superarlas a todas. También desafiaba a los supervisores, como si no fueran más que muñecas.
En sus más secretas fantasías, Irene se veía sobre ella, introduciendo la espada en su vientre, escuchándola rogar por piedad, mientras que reducía su carne a una muestra sin forma en la mutilación. Excitación irreprimible.
