Liber metu
Ophelia no tiembla cuando recibe la sangre del demonio. Ophelia no se retuerce de dolor. Ophelia no ha sido la primera en unirse a la Organización voluntariamente, sino la segunda o tercera de una pequeña multitud de niñas supervivientes de las ciudades arrasadas por Despiertos. No innovó en ese aspecto, pero subió escalones en los puestos con inhalaciones profundas y meditadas, en lo que a otros les pareció una noche. Para ella, una eternidad. Quería que el número estuviese a su altura. No iba a ser la mejor muñeca de ese lugar, claro que no, pero le parecía justo y necesario tener un solo dígito. ¿Para qué mierda iba a perder el tiempo entrenándose, entonces?
Ophelia no llora por los rincones del castillo ante sus cambios, la primera vez en que sus sentidos comenzaron a desarrollarse como si tuvieran voluntad propia y estuvieran deseosos de convertirse en algo tan deliciosamente peligroso como las espadas que portaban las ya en tarea. Ophelia aprende en seguida a abofetear, tirar del cabello y meter la mano con brusquedad entre las piernas de las que lo hacen, a sincero fin de exigirles cordura, pidiendo gemidos y ruegos a cambio de semejante regalo húmedo y ponzoñoso. Si alguien le pregunta a Ophelia de dónde ha salido, ella afirma que del Infierno mismo la sacaron con majestuosas alas las sexys diosas de la Fortuna y que luego folló con ambas hasta que sangraron de deseo, ¿qué más se puede pedir para ser coronada con gracia? Y la risa que les hiere a las débiles los tímpanos, obligándolas a no volver a preguntar.
Ophelia se olvida de que tiene un hermano. Miente demasiado y cree sus propias mentiras. Le da bastante poder el pensar que jamás vivió una terrible noche en la que perdió todo lo que le hacía ser quien era, coronada por la inocencia. No es sincera ni con Rubel, entre las sábanas de la posada de paso, aunque se hayan reído juntos como viejos amigos y detrás de las gafas negras haya un hombre cínico pero amable. Ophelia se burla de sus propios sentimientos y al día siguiente, busca a Clare campantemente, cantando con cada paso, contenta de que sus ardores de la carne hayan sido reducidos, de que solo queden los de la batalla. No le queda nada por pedir de aquella vida, salvo más sangre para su espada y en sus manos. La de quienes lo merezcan.
