Hei

Un cielo estrellado decoraba el precioso paisaje que se extendía frente a sus ojos. El lago inundaba la parte más cercana, proyectando una burda imitación del firmamento sobre su superficie. Ésta a su vez era distorsionada por las ondas que generaban sus piernas.

Ella me daba la espalda, contemplando aquellos brillantes astros como si escondieran el mayor misterio del universo. Probablemente así fuera. Una bocanada de aire templado sopló sin previo aviso, sorprendiendo a las hojas de los árboles, que se quejaron con un sonido suave. Su vestido ondeó al compás de la marea invisible, pegándose a sus piernas con un indiscreto atrevimiento.

Se dio la vuelta, girando su cintura y el cuello, pero sin mover las piernas del lecho empedrado. Su pelo, oscuro y reticente a mantenerse sereno, le rozó el cuello con la sutileza de una caricia. Una sonrisa lenta y sincera comenzó a aflorar en sus delgados labios. Sus ojos, negros como el cielo de esa noche, se posaron en los míos con una invitación silenciosa. Levantó uno de los brazos y me ofreció su mano, con la palma extendida.

Yo la observaba en silencio, con la cabeza ladeada. Sentado a unos metros de ella, la hierba despertaba de entre las piedras y se colaba por los huecos que había entre ellas. Rocé con el dedo una brizna y me hizo sentir un hormigueo. Bajé la vista y vi la causante de tal sensación. Verde e inocente, la hebra parecía haber crecido más que sus compañeras. La arranqué.

La acerqué lo suficiente para poder verla. Resultaba suave al tacto cuando seguía su contorno con la yema del dedo, pero al hacerlo en el sentido opuesto, una rugosidad sorprendió a la piel e hizo un tajo limpio y superficial. Me llevé el dedo a la boca, sintiendo con alivio el tacto de la saliva en la herida. Aquella brizna era como las personas.

Volví a levantar la vista y me di cuenta de que ella me seguía mirando con el brazo extendido y una expresión divertida en el rostro. Levantó un pie para poder encararme por completo, rompiendo la frágil calma de la superficie del lago y desfigurando el reflejo de las estrellas.

–Ven –me pidió en un susurro cómplice.

La noche resultaba cautivadora. Una ráfaga de viento, más fuerte que la anterior, sopló furiosa contra nosotros. Una vez más, las hojas los árboles protestaron y algunas de ellas acompañaron al viento. Apoyándome en uno de los brazos, me puse en pie. Al incorporarme, la sonrisa dibujada en su rostro se acentuó.

Di un paso, acercándome a la orilla. Cuando mi pie tocó el agua, una sensación de frío me subió por la pierna: estaba helada. Di otro paso, y otro más. El agua me llegaba por los tobillos, que ya empezaban a entumecerse. Volví a mirarla, no se había movido.

–Ven –repitió de nuevo, pero esta vez con un timbre suplicante que me encogió el estómago.

Aceleré el ritmo, y cuando estaba a punto de alcanzarla, el viento sopló una vez más. Me removió el pelo y tuve la sensación de que me besaba en la mejilla. Cerré los ojos un segundo, pero cuando volví a abrirlos ya no había nadie. Estaba solo, en el mismo lago helado rodeado de árboles y hierba. Pero el cielo era negro.

No había estrellas. Ella había desaparecido.

Me incorporé de golpe. Tenía frío y notaba el pecho sudoroso. Respiré un par de veces hasta que me tranquilicé. El corazón me seguía latiendo como un tambor furioso. Esa era una de las secuelas que conllevaba desaparecer: despertarme en medio de la noche con los nervios a flor de piel y un sudor frío recorriéndome la espalda como una lengua envenenada.

La noche parecía silenciosa, cómplice de la oscuridad que escondía mi cabeza. Miré por la ventana y vi ese falso cielo, con sus falsas estrellas y su falsa luna. Parecía una burla en comparación a lo que hubo en su momento. Quien lo puso ahí se reía ahora de la gente que llegó a ver la verdad.

Reparé entonces en que alguien me estaba observando. Giré la cabeza y mi respiración se detuvo un segundo. Sus ojos, grandes y violetas, me miraban desenfocados; atravesándome con un juicio que no llegaba a comprender. Sus finos labios seguían relajados, muertos. Levantó un brazo como si unos hilos transparentes tirasen de él; la marioneta de una función sin público.

Me levanté de la cama antes de que me tocase. No podía dejar que lo hiciera. Bastante tenía con hacer frente a las pesadillas que me torturaban por las noches como para encima dejar que ella también se entrometiera en eso. Me puse en pie y fui a la cocina.

Cobarde. Esa palabra resonaba en mi cabeza con una aplastante veracidad. Abrí la nevera y saqué unos trozos de carne que había dejado allí esa misma tarde. Hice lo mismo con unas zanahorias y unas cebollas y las puse sobre una tabla. Después saqué la olla y puse a calentar aceite.

Lo bueno que tenía cocinar es que me abstraía de todo lo de alrededor. No quería pensar en el sueño que había tenido esa noche, no quería pensar en ella, que la había dejado sentada en mi cama, ni tampoco en ese agujero que me absorbía por dentro con una voracidad grosera. Lo que necesitaba era desconectar de todo, poder dejar a un lado mis miedos y empezar a creerme que todo había terminado…

Piqué la cebolla de forma mecánica sobre la tabla, tratando de que no se desmoronase al deslizar el afilado cuchillo a través de ella. Notaba cómo unas pequeñas bocanadas ácidas subían por el aire y trataban de colarse en mis ojos. Qué ingenua, ¿pretendía hacerme llorar?

Ladeé la tabla sobre la olla y eché dentro los pequeños cubitos translúcidos con la ayuda del cuchillo. El aceite comenzó a chisporrotear con fuerza al contacto con la cebolla, mostrando al fin esa furia contenida, enmascarada en una calma fingida y engañosa. Como yo. Siempre templado e inmóvil, frío e indiferente; como debía ser, como debía mostrar. Pero ya no era así, la función había terminado. Ella estaba conmigo, y no lo estaba al mismo tiempo. Un juego de palabras que definía una realidad cruel e injusta. No sabía cómo había llegado a esta situación, pero una vez más el tren del destino había descarrilado.

Tanto tiempo peleando, tantas batallas y vidas sesgadas, tanta complejidad e intrigas para que al final todo quedase reducido a la nada, a un punto y final en una frase mal escrita. Volví la vista a la tabla y vi que las zanahorias ya estaban cortadas en finas rodajas. Las eché a la olla junto con la carne y removí con una cuchara.

Me quedé parado un instante viendo cómo la carne cambiaba de color. Seguía siendo carne, pero el fuego había cambiado su esencia. Apoyé las manos en la encimera. ¿Qué había hecho mal? ¿Cómo hice que perdiera su esencia si lo que le quité no era parte de ella? ¿En qué la había convertido ahora? Por mi culpa era otra persona, una desconocida.

Sólo el crepitar del aceite rompía la calma que se había adueñado de la cocina. Fui a uno de los estantes más altos del mueble y saqué una botella de cristal con un líquido cobrizo en su interior. Vertí un chorro en la olla, haciendo que ésta protestase al instante con una voluminosa nube de vapor y alcohol. Repetí el proceso y, cuando todo el vapor se hubo disipado, cerré la olla.

Todo el ruido, la vida que parecía haber en la cocina se esfumó como por arte de magia al sellar la tapa. El silencio se apoderó de todo, haciendo que mis tormentos volvieran a ganarle la partida a la razón. Miré de nuevo la botella como si fuera algo nuevo, algo que no estaba ahí apenas unos segundos atrás. En realidad, sería más correcto decir que la miré como si fuera una vieja amiga, una compañera de viaje indeseable pero entretenida.

Mi brazo acercó la botella, lento pero inexorable. Podía notar el fuerte vapor que subía, transparente, y me quemaba las fosas nasales. Notaba ya el sabor en la boca, el dulzor seco acompañado de un ardor sofocante. La botella no llegó a rozar mis labios. Una mano me había parado el brazo.

Esta vez, sin embargo, no me miraba. Me había agarrado del antebrazo, pero tenía la mirada perdida en mi pecho. Me pareció que frunciese el ceño por un momento. Disgustada, decepcionada, pero no podía ser así. Ella no sentía nada.

Un súbito enfado se apoderó de mí. ¿Por qué me juzgaba si no tenía criterio para hacerlo? ¿Por qué parecía disgustada si era por su culpa que me viera en esa situación? No era justo, yo solo buscaba un mínimo de sentido en ese bucle caótico. Dejé la botella en la encimera con un golpe sordo que hizo que ella se sobresaltara, quitando su mano de mi brazo. Me arrepentí al instante por haberlo hecho, pero apenas duró un segundo. No iba a dejar que me hundiese más.

Salí de la cocina dejándola atrás. Atravesé el salón, rodeando el enorme piano de cola que parecía regir la estancia con un silencio imperial, y descorrí una de las grandes cortinas blancas que ocultaban la salida al porche. No presté atención a la enorme luna, absurda amalgama de sol nocturno y estrellas inertes, que trataba de iluminar las profundidades del bosque oscuro.

Cerré los ojos y dejé que la brisa invernal calmase la tormenta que había en mi interior. Presté atención al sonido que traía consigo, contándome los secretos que susurraban las finas agujas de los pinos. Las envidiaba por mantenerse impasibles hiciera frío o calor, sin depender de lo que les rodeaba; tal y como tendría que ser yo, tal y como no era. Aun así, la oración que cantaban al rasgar el aire consiguió transportarme más allá de aquel horizonte negro y verde que la oscuridad no dejaba ver.

No sé cuánto tiempo estuve allí, apoyado en la barandilla de madera, atrapado en un trance al compás del vaivén del aire y los árboles; evitando que me hiciera daño, evitando que pensase. Entonces, el viento trajo consigo una nueva canción, pero ésta no provenía de las profundidades del bosque, sino de las entrañas de aquel enorme piano. Me volví lentamente, creyendo que mis sentidos me jugaban una mala pasada. Pero no.

Allí estaba ella. Sus pálidos y finos dedos jugueteaban entre aquel mundo de marfil, sólo apretando aquellas teclas cuya combinación dibujaba una melodía que quedaba suspendida en el aire. Su mirada se mantenía fija en el atril, leyendo una partitura que no existía, en un libro invisible memorizado en su cabeza.

No hice ruido alguno al entrar, y aun así ella supo que estaba a su lado. No dejó de tocar, porque quería que yo la escuchase. Las notas que se apagaban en las cuerdas resonaban en mi cabeza. Me contaban una verdad que no había querido creer, aunque ya conocía. Miré a las estrellas y sonreí. Ella estaba ahí; no una extraña, sino ella.