Cafés
Los rumores apuntaban a que el Innombrable vagaba por ahí, recuperándose, y que Sirius Black lo estaba ayudando.
La noticia de la fuga de éste último había aparecido incluso en las cajas de imágenes muggles – por culpa de los nervios no recordaba como se llamaban -, con un número de teléfono debajo, en un intento de controlarlo fuera del mundo mágico.
Suspiró. Él, Cornelius Fudge, se sentía bastante cansado. Ahora resultaba, además, que el irritante niño que vivió se había escapado de su hogar con los Dursley. Y Black quería matarlo.
Ese hombre era un fugitivo loco. Aun no lograba comprender como había mantenido la lucidez para escapar en un lugar como Azkaban. Se estremeció al recordar la única visita que le había hecho.
Las greñas de Black le colgaban a ambos lados de la cara; pálida y con los huesos muy marcados, pero todavía se mantenía atractivo. Las ojeras oscuras acentuaban la palidez, y los ojos brillaban con locura al verle. "Buenos días, ministro", le había dicho. Cornelius le preguntó acerca de sus pesadillas, en las cuales repetía la misma frase una y otra vez: Harry está en Hogwarts. Mantuvieron una conversa carente de sentido, al menos para él, y luego Black le pidió el diario… Quería hacer los crucigramas.
Cornelius negó con la cabeza mientras hacía rodar el sombrero verde entre sus manos. En aquel instante se encontraba en El Caldero Chorreante. No había mucha gente, sólo algún que otro desalmado.
- ¿Le pongo algo más, señor? – le preguntó Tom, el tabernero.
- Otro café – al recibirlo frente a él, arrugó las cejas -. Gracias.
- ¿Una noche difícil?
- Oh. Sí. Mucho.
Dejó el sombrero sobre las rodillas y removió el café. Era el cuarto en el día. Alguien detrás de él tosió y se escuchó un aleteo. Giró la cabeza con actitud inexpresiva y algo de color pardo se le echó encima. No pudo evitar soltar una exclamación ahogada y echarse hacía atrás; se agarró inútilmente al taburete, con lo que cayó a un lado. Parpadeó.
- ¿Se encuentra bien? – Tom salió de detrás de la barra y le tendió una mano.
Cornelius no respondió. Se levantó tan bien cómo pudo, aparentando seguridad. Sus ojos se dirigieron de inmediato al animal que le había embestido. Un búho pardo e inquieto, con un ala ligeramente más pequeña que la otra. En una de las patas tenía un pergamino enrollado.
- ¿Qué diablos…? – gruñó indignado.
Desdobló el papel amarillento sin cuidado y leyó apresuradamente la nota. Exhaló aire por la nariz profundamente. Habían visto a Potter en el Autobús Noctámbulo y se dirigía a dónde estaban…
- Tom, reserva una habitación.
Otro aleteo lo alertó y desvió una mirada alarmada al origen del sonido. Por la ventana abierta se coló una lechuza blanca como la nieve que se detuvo en el alféizar.
- Es de Harry Potter – dijo Tom.
- Llévala a la habitación de Potter – contestó, presuroso.
Se puso el sombrero verde – hasta ahora en la mano – en la cabeza y salió a la calle. Un viento frío se le metió en los huesos, pero se acomodó como un poste al lado de la puerta.
Poco después llegó el Noctámbulo, y de él bajó Harry Potter, con su delgadez, su cabello azabache incontrolable y los ojos verdes mirándolo sorprendido.
- Hola, Potter. Soy el ministro, Cornelius Fudge – se detuvo antes de continuar con el monólogo, fingiendo preocupación.
Iba a necesitar otro café.
