DISCLAIMER: La historia que van a leer ha sido creada con el único fin de entretener, sin ánimo de lucro. Los personajes pertenecen a sus respectivos autores y editoriales. Como es sabido, sólo me los cojo un ratito para escribir locuras sobre ellos.
Minific ligeramente goloso, que fue publicado en la Guerra Florida 2014, e inspirado en el magnífico fanart de Marcela. Gracias por permitirme usar tu fanart, nena. También agradezco a Letita por prestarme su fanart para la imagen de este fic, ¡es precioso!
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Un estrepitoso ruido rompe el placentero silencio que reinaba en la que la parejita llama socarronamente "Mansión Martin", situada en Nueva York. En realidad se trata de un humilde apartamento muy parecido a aquel de Chicago donde habían compartido tantas alegrías y penas cuando él no era nadie, pero ella ya era su todo.
Es una noche cualquiera de invierno de aquel difícil trayecto en su vida como casados; sin embargo las dificultades no tienen nada que ver con ellos, porque están sinceramente enamorados. Y pronto cumplirán diez años de haberse jurado amor eterno ante el altar improvisado en el exterior de aquella recóndita granja donde habían estado trabajando ocultos las semanas posteriores al escándalo.
Habían llevado su noviazgo en el más absoluto secretismo, mientras vivían en la mansión de Lakewood, para dar rienda suelta a su amor y a la vez preparar el papeleo donde Candy dejaría de ser un miembro de los Andrew. Pero al final fueron sorprendidos por Eliza Leagan mientras hacían el amor, y él se encaró ante todo el Clan para defender a esa pequeña rubia que amaba con locura. Afrontaría a quien fuera y al precio que fuera.
Por supuesto, a instancias de Elroy, y por sus propios intereses, el Consejo intentó disuadirlo durante una junta urgente convocada a menos de doce horas de haber sido descubiertos. La anciana fue muy ladina, porque pudiendo retrasar la junta, no lo hizo; pues quiso aprovechar la ausencia de George Johnson, de viaje de negocios por Sudamérica y Asia. La magnitud del viaje del fiel asistente de Albert lo tendría fuera de Chicago por lo menos cuatro meses más. Albert debió ir con él, pero decidió quedarse por y con su amada Candy.
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FLASHBACK
-¡Será un escándalo!- dijo un consejero.
-¡Con el que perderemos mucho dinero!- espetó uno de los miembros más ancianos.
-Ella estaba comprometida con mi hijo- Raymond Leagan sigue resentido.
-¡Tú ya tienes prometida, William! ¿Volverás a humillar a su familia por culpa de esa hospiciana salvaje?- Elroy acremente le recordó lo que ya sabía.
-Tía, yo le dije que no aceptaba el compromiso con Eliza. Que era una vil mentira eso de que me había aprovechado de ella. Parece mentira que aun le crea a esa… mujer - respondió tranquilamente Albert. Era la primera vez que hablaba desde que comenzó la reunión, y lo hizo sin siquiera parpadear.
Raymond intentó agredir a Albert, pero el resto de los miembros del Consejo lo detuvieron. Elroy se vio obligada a jugar su última carta, convencida de que ello haría "recapacitar" al joven rubio.
-William, no comprendo qué le han visto todos ustedes a esa miserable huérfana; ¿crees que no me di cuenta de que Anthony, Alistair, Archibald y hasta Neal iban tras ella? Mira hijo, si deseas mantenerla a tu lado hay maneras. Cásate con Eliza y ten a la hospiciana en un apartamento para que la puedas visitar de vez en cuando.
Impasible, Albert se levantó de su asiento y tras mirar a cada uno de los miembros del Consejo con un helado destello azul en sus ojos, respondió sereno, pero firme e indignado.
-Tía Elroy, ¿cómo puede proponerme semejante bajeza? Yo no quiero a otra mujer que no sea mi Candy, y deseo que sea mi esposa ante el mundo entero. Si esto ha de traer consecuencias, no me importa: ya me han manipulado a su antojo durante demasiados años.
-Así sea pues- sentenció el anciano Malcolm Andrew, el más viejo del consejo.
A Albert no le importó verse despojado de su herencia, de sus ancestros, de su apellido, de su nombre. Oficialmente, Sir William Albert Andrew había fallecido en un trágico accidente acompañado por su protegida Candice White, que también "pereció" en el siniestro. Era eso o la muerte real de Candy y de cualquier familiar o amigo que les ayudase: esa fue la amenaza velada que hicieron al joven antes de que éste se marchara de la mansión con lo puesto.
Se celebraron pomposos funerales en memoria de las supuestas víctimas, y los novios, recluidos en una granja lechera perdida de Montana, leyeron sus propios obituarios en la prensa. Fue un shock para ellos, sobre todo por la expresión de sincero pesar que vieron en sus amigos cuando se publicaron las fotos de las exequias.
Fue un precio muy alto a pagar, pero la felicidad a lado de su amada lo compensó todo; y eso lo tuvo más claro aquella soleada mañana en la que, con sus nuevos apellidos, intercambiaron los votos matrimoniales.
El doctor Martin, oriundo de un pueblo cercano a la granja y el único amigo al que no conocía el Clan, firmó como padrino y supuesto tío de Albert, para que éste pudiera ofrecer un nombre a la rubia, quien a su vez figuró como Candice Taylor, la hija de un difunto y borracho amigo del doctor; a condición de que guardaran el secreto para seguridad de los propios jóvenes novios.
De esta manera, con su acta de matrimonio y documentos varios, el anonimato de la nueva familia "Martin" quedó asegurado; y los novios se encargarían de luchar por su libertad, compartiendo amor y el esfuerzo por construir un patrimonio familiar desde cero. Los inicios fueron muy duros, ya que ninguno de los dos pudo trabajar en lo suyo para no hacerse visibles, por lo que tuvieron que buscarse la vida en empleos de muy baja cualificación. Trabajaron a salto de mata recogiendo fruta en los campos de California, hasta que los meses pasaron, el "affaire Andrew" se fue olvidando, y Candy se quedó embarazada. Continuaron carteándose con el doctor Martin, que se había convertido en una especie de guía para ellos.
La pareja decidió dejar atrás California y comenzar de nuevo con su hijo por nacer. Con los pocos ahorros que tenían se fueron a Nueva York, a cobijarse en el anonimato de la gran ciudad. Un viejo amigo de Albert le había conseguido un empleo estable como lavaplatos, y se instalaron en un diminuto cuartucho de azotea, pero ninguno se desanimó y lo pintaron, colocaron plantas florales en las ventanas y pusieron bonitos afiches de papel en las paredes como adornos. Era su nido de amor, y estaban felices a pesar de la pobreza. Charlaban durante horas, leían y comentaban los periódicos usados que Albert traía a casa, e incluso un par de meses después pudieron comprarse una radio barata de galena con la que bailaban al ritmo del foxtrot.
Ella cosía a mano, regaba las plantas o tejía mientras su marido cocinaba para los dos. Algunas noches se sentaron en la terraza a contemplar el cielo y el panorama de la ciudad con sus espectaculares luces, y los días de descanso de Albert dieron apacibles paseos a pie por la ciudad del Hudson o pequeños placeres como tomar helado, ir al cine o ver un partido de baseball; hasta que la avanzada gestación de Candy hizo imposible que subiera las escaleras de las cinco plantas que la separaban de la acera a su humilde hogar.
Avanzado el otoño, y a punto de nacer Rosemary Martin, los rubios recibieron la última carta de su viejo amigo el médico. El hombre estaba en su lecho de muerte y les hizo llegar en dicha misiva sus mejores deseos y un paquete con un fajo de billetes: sus ahorros de los últimos años desde que gracias a Albert había dejado de beber. Entonces, los esposos pudieron dar casi dos tercios del pago por un humilde apartamento con buhardilla, en un sencillo edificio de tres plantas sin ascensor, ubicado en un céntrico pero obrero barrio neoyorquino que por desgracia a los pocos años se vio envuelto en la violencia mafiosa durante las noches. No pudiendo vender el apartamento porque no había comprador, y tampoco disponían de dinero para pagar un alquiler aparte de la hipoteca, decidieron extremar las precauciones, como no salir después de la hora de cenar y encomendarse a todos los santos.
FIN DEL FLASHBACK
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Años después, la Gran Depresión está entrando en su punto álgido, y a pesar de los esfuerzos de ambos, Albert y Candy tienen ciertos apuros económicos; pero la rubia no puede estar indiferente al sufrimiento de tantas familias que lo han perdido todo. Ellos al menos tienen el apartamento casi pagado, su esposo un trabajo seguro de cocinero que le permite poner el pan en la mesa, y ella se gana un dinerillo extra haciendo labores de enfermera a muchos de sus vecinos.
-Candy, mi amor, ¿Se puede saber qué estás haciendo en la buhardilla?- Albert, su amadísimo esposo desde hace tantos años, la llama desde el segundo peldaño de la escalera plegable que conduce a la minúscula buhardilla del apartamento. Es pasada medianoche, la hora a la que habitualmente vuelve Albert de su duro trabajo preparando costosas meriendas y cenas para los clientes del hotel donde labora, que por fortuna está a menos de quinientos metros de la casa.
Collins, su jefe, con su auto le ha dejado en la acera de su calle como cada noche, y así el rubio sólo tiene que andar un par de metros hacia el portal de su edificio donde ya le espera el portero, quien le abre la puerta para subir a su departamento. Greg Collins no arranca de nuevo el coche hasta que Albert ha entrado en su bloque. Se trata de un gesto que la familia Martin agradece profundamente a Collins, dado que a esas horas no es seguro andar a pie por esas calles neoyorkinas repletas de mafiosos tiroteándose, y los demás trabajadores de la cocina simplemente toman el metro, cuya parada está a las puertas del hotel, para dirigirse a sus casas en barrios mucho más tranquilos. A Collins no le tocan porque el dueño del hotel ha conseguido la promesa de las grandes familias mafiosas de no atacar a sus empleados. Y los capos apreciaban mucho el sazón de Collins y su equipo, capaces de servir platos irlandeses, kosher o italianos sin apenas pestañear.
La escalera que da a la buhardilla del apartamento de la familia Martin está justo detrás de la mesa de la sala-comedor, pero casi nunca suben a esa estancia porque es donde guardan los pocos recuerdos que les quedan de aquellos tiempos de abundante riqueza; se trata de las escasas pertenencias que pudieron meter en el viejo coche que el rubio compró a toda prisa para no levantar sospechas. Albert piensa que Candy podría sentirse mal si ve esas cosas, y ella piensa exactamente lo mismo de él; y el resultado es que prácticamente no han subido a la buhardilla desde que se instalaron en el apartamento.
Al resonar la voz del apuesto hombre, se escucha un pequeño gritito femenino de sorpresa y otro objeto cae al suelo.
-Diantres, ¿Cómo supiste que soy yo, Bert? ¡Me has asustado! ¿Cuándo llegaste?
Albert sólo sonríe. No sabe si contestarle o no, aunque también le encanta el gesto de enfado que su pequeña rubia le hará.
-Bueno... si te soy sincero... es porque nadie en esta casa es capaz de generar tanto ruido. Ni los niños. Además, acabo de ver a Rose y Tony, les he dado su beso de buenas noches, pero no se han dado cuenta porque mis hijos duermen como angelitos.
Lo dicho, Candy le devuelve ese delicioso gesto de enfado que le gusta a Albert.
-Albert Martin...
-Candice Martin...
La bella voz del joven rubio y su imponente estampa masculina, apenas visible desde la pequeña escotilla de la escalera que conduce al ahora acogedor ático, antes polvoriento y lleno de triques, hace que Candy olvide el pequeño enfado. Brinda una hermosa y sincera sonrisa a su marido, auténtica, irradiando calidez.
Albert siente desbordar el amor que siente por su mujer, la ve preciosa sentada en un sencillo futón hecho con retazos y confeccionado a mano por Candy, donde ella está examinando con sus delicadas manos maltratadas por el duro trabajo doméstico, las cosas que saca de las últimas cajas. Así que a paso rápido sube el resto de la escalera plegable para llegar a donde su amada y sorprenderla con un magnífico beso lleno de pasión; dejando primero sobre el suelo una bandeja con un vaso de leche tibia endulzada con miel y algunas finas pastas ya rotas que había llevado a Candy, sobrantes de la cena que como cocinero él preparó en el lujoso hotel donde trabaja.
Albert echa un vistazo rápido a la diminuta pieza en la que el techo parece tan bajo, lo que aunado a su imponente altura le apenas le permite ponerse en pie por completo, y de nuevo inquiere a su mujer, que se ve hermosa con su bello rostro iluminado por la luna filtrada a través de la ventana oblicua de la estancia.
-Vuelvo a preguntar, pequeña... ¿qué estás haciendo aquí en la buhardilla?
-Estoy acabando de limpiar este sitio. Hay cosas que podríamos vender o donar; y además necesitamos espacio. Los niños están creciendo y ya no pueden compartir dormitorio. Rose pronto cumple ocho años y dentro de poco será una señorita.
-Cariño, ¿no estarás pensando traer a Tony aquí? Tiene sólo cuatro años y este sitio es más frío que los dormitorios.
La rubia sonríe con ternura a su esposo.
-No, mi amor. Nosotros somos los que dormiremos aquí. Sé que es más frío, pero no veo otro remedio. Lo siento.
Al rubio se le ilumina la mirada y sonríe deslumbrante a su dulce esposa.
-¿Cómo que lo sientes? ¡Es una gran idea! Además, yo siempre podré darte calor, y estaré encantado de hacerlo, pequeña...
La joven esposa ríe divertida ante el inequívoco mensaje con connotación sexual que le ha dirigido su marido, pero después de horas trabajando en la buhardilla también está muy hambrienta. Prueba un par de galletas, y cuando se dispone a beber un poco de leche, se detiene de improviso y toma un pequeño bulto de tela que reposaba en el suelo al lado de ella.
Lo desenvuelve con cuidado ante la mirada expectante de su esposo, y finalmente aparecen dos relucientes objetos muy apreciados por ambos.
-¡Nuestras tazas, pequeña! Yo pensé que se habían perdido en nuestra apresurada... fuga.
-También yo pensaba lo mismo, pero se ve que Patty o Annie las empacaron sin darnos cuenta. ¿Dónde estarán mis amigos ahora?
-Ni idea, pero espero que sean por lo menos la mitad de felices que nosotros.
Claro que saben cómo están sus antiguos amigos. Annie y Archie no cesan de aparecer en las notas de sociales en los periódicos, al igual que el actual Patriarca: Neal Leagan, casado con Daisy Dillman, aquella anodina burguesa de Chicago que siempre babeó por él. Patricia O'Brien se había aferrado en profesar como monja católica y dar clases en un colegio privado como aquel donde se conocieron de jovencitas; porque no superaba lo de Stear. Pero cuando fue al Hogar de Pony a despedirse de Candy, conoció a Thomas Stevens y su mundo cambió. Se casó con él y se marcharon a Irlanda, donde Tom se dispuso a hacer rendir las tierras de sus suegros y con ayuda de Patty, a darles muchos nietos.
A Archie los años de insatisfacción matrimonial con Annie lo han convertido en un notorio casanova, al igual que su primo Neal, y las fiestas que ambos crápulas dan, regadas en licor -a pesar de que la Ley Seca esté de plena vigencia- y hermosas mujeres, son antológicas en Chicago. Pero siguen siendo devotos católicos de misa dominical y ayuno en Cuaresma, incluso Eliza, una desvergonzada flapper famosa por haberse pasado por la piedra a prácticamente todos los hombres guapos Chicago, París, Londres y Nueva York; sin importarle el hecho de estar casada con un rancio aristócrata europeo con más blasones que dinero.
De vuelta a la realidad, Albert examina las tazas y no puede evitar soltar un largo suspiro por tantos recuerdos felices, y todo lo que han tenido que pasar para estar juntos. Y sonríe satisfecho: está casado con la mujer que ama, se lleva de maravilla con ella, tiene unos hijos preciosos y un trabajo estable a pesar de la crisis que está castigando a medio país.
Candy coge la taza grabada con la letra inicial de su nombre, y se sirve un poco de la leche tibia endulzada con miel que le trajo Albert. Intencionalmente bebe despacio, provocando que algunas gotas del líquido caigan por la comisura de sus labios, bajen por el cuello y se absorban entre el canalillo y la tela de su sencilla blusa de algodón.
Albert salta como si tuviera un resorte y estrecha a su mujer entre sus brazos, la recuesta en el mullido futón y mientras le desabrocha con desespero la blusa la besa con pasión a la vez que accede a sus torneados muslos femeninos levantándole la falda. Comienza a acariciarla con amor, necesidad y cierta dosis de descaro.
-Traes demasiado trapo encima, pequeña...- susurró el excitado hombre al oído de su esposa, frustrado por las dificultades que está teniendo para desvestir a Candy.
-¡Albert!- la rubia está sorprendida y sonrojada con el furor pasional de su marido. Él no es así, con ella siempre se porta tierno.
-Hoy te he echado de menos como nunca antes, mi vida... ¿No lo notas?
Dice esas palabras mientras sigue pasando sus enormes manos por todo el cuerpo de la mujer, y le refriega su dura entrepierna con impúdica desvergüenza.
-¡Pero bueno! ¿Otra vez han fabricado whisky de contrabando esos borrachos de tus compañeros?
-No, mi amor... simplemente es que hoy te encuentro tan deseable...- el rubio susurra al oído de su esposa, lo que hace que el cuerpo de la chica pierda voluntad y se deje llevar por la pasión.
Albert se dispone pues a hacerle el amor a su mujer con apasionada ternura, tomándose su tiempo. La toca con ardiente delicadeza y cuando sus dedos le dicen que está lista, se desliza en su interior fácilmente para moverse en el húmedo y apretado interior de su esposa primero con suavidad y luego con frenesí, hasta terminar los dos rendidos y plenos. Normalmente Albert sale de ella para derramarse fuera, para evitar embarazos. Pero esa noche siente un instinto primario de pertenencia sobre su mujer, y asiéndola por las caderas, se hunde hasta el fondo para regar su semilla en ella entre los gemidos ahogados de su hermosa rubia, presa del éxtasis.
Minutos después Albert y Candy descansan sobre el futón, mirando abrazados la noche invernal estrellada a través de la ventana del techo bajo de la buhardilla. Candy recuerda algo que Albert le dijo antes. Se lo pregunta acariciando con su dedo el delicado vello rubio del pecho de su marido y aquellas cicatrices producidas por el zarpazo del león en el parque de Chicago.
-Bert, ¿por qué me dijiste hace un rato que hoy me extrañaste más que nunca?
El ojiazul se debate unos instantes en contarle o no lo sucedido aquella noche en el restaurante del hotel. Decide que a su pequeña rubia no se le puede ocultar una cosa como la ocurrida esa en ocasión, y entonces habló.
-Esta noche se ha ofrecido una gran fiesta en el restaurante del hotel. Fue mucha gente famosa: políticos, artistas, banqueros. Hasta hubo litros de alcohol de contrabando, mujeres y contrataron a la orquesta de Paul Whiteman.
-¿Y qué de novedad hay en ello? Me dijiste que eso ocurre todo el tiempo, Bert. Hasta los mafiosos se dejan caer por ahí, pero tú eres cocinero y ni siquiera saben que existes.
-Esta fue diferente. El anfitrión que organizó la fiesta fue Terry Grandchester, y los principales agasajados han sido Neal Leagan y Archibald Cornwell…
A Candy el alma se le va a los pies. Tiene miedo por su familia, porque Albert le contó en su momento de la amenaza que se cernía sobre ellos por parte del Clan.
-¿Te vieron, Bert?
-Creo que no, pero no estoy seguro. Collins me dijo que esta semana no fuera a trabajar mientras siguieran hospedados, pero después de tantos años estoy seguro de que ya se olvidaron de nosotros. Los que más querían mi cabeza ya lograron su objetivo: hacer patriarca a Neal.
Candy ofreció a su amado esposo un cálido abrazo y dulces caricias como respuesta y consuelo para ambos. Se siente segura a su lado. Pocos minutos después se quedaron dormidos.
Pero los otrora amigos de Albert sí que lo vieron y reconocieron. Y aprovechando el poder de sus nombres, confirmaron la identidad del joven, aunque por desgracia para ellos, nadie supo o quiso decirles donde vivía, pero sí que estaba casado con una hermosa rubia de ojos verdes.
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CONTINUARÁ...
©Stear's Girl
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HOLA!
Aquí les traigo una nueva historia en universo alterno con nuestros rubios favoritos. En varios fics había leído que a Albert le amenazan con desheredarlo si se casa con Candy, pero nunca se cumple la amenaza. Pero pensé ¿y si se cumpliera? Y de ahí salió esto. Son sólo dos capítulos, ojalá éste primero haya sido de su agrado.
Estaré encantada de leer sus amables reviews.
Hasta pronto!
