Otra vez acudía a aquel lugar. Lugar de encuentros por tanto tiempo… y lugar de despedida. Un cementerio donde se amontonaban cadáveres en honor del único muerto que faltaba ahí. Un muerto que solía estar en vida. Y, si ya no lo estaba, era por su culpa. Intentaba apartar ese pensamiento de su cabeza. Intentaba convencerse que, de no haber sido él, habría sido otra persona y que había sido lo mejor hacerlo así.
Pero la pena era pesada, el dolor era desgarrador y la impotencia era inmensa. Sus manos temblaban mientras depositaba aquellas flores en el suelo, bajo la ventana. No eran bonitas. Hubiera gastado todos sus ahorros en un ramo precioso que dejar allí, en un último regalo para la persona que más había querido, pero en su situación, no le era posible. En cambio, eran flores del bosque, de las que había encontrado mientras acudía a escondidas, como un criminal. Así se sentía. O quizás algo peor.
Esas plantas al día siguiente ya estarían marchitas.
Más muertos para aquel montón…
Recordaba con nitidez la primera vez que había estado bajo aquella ventana. Había sido muy temerario por su parte, ¿verdad? Estúpido, había dicho Natsuno acerca de aquella idea genial, pero había acabado cediendo. Tohru no quebrantaba las reglas a menudo, él también era un hijo y estudiante modelo, pero una vez era una vez, e ir a recoger a su mejor amigo por la noche para que se escapase con él y dar una vuelta había sido la segunda mejor locura que había cometido en su vida.
La mejor era haberse enamorado de él.
No hacía mucho que Natsuno abrió la ventana por última vez para recibirlo. Y, cuando se marchó, nadie fue a cerrarla. La ventana se quedó abierta. Y la siguiente vez que la vio cerrada, supo que él ya no estaba allí. Y supo también que nunca volvería a verlo. Esa ventana nunca más se abriría para él.
El solo pensamiento era insoportable. La culpa se clavaba como miles de agujas. Le asqueaba, se asqueaba. Sabía amargo como la hiel su pecado, y tenía un nudo en la garganta que lo impedía tragar. Sabía dulce como el último beso que pudo darle, aunque fuese uno de despedida permanente, porque él amaba esos labios. Sabía ácido como la sangre que había mojado sus labios, que cegaba sus sentidos con su aroma, que había bebido con avidez del cuello de su víctima hasta que no tuvo más que tragar y era demasiado tarde. Sabía salado… como las lágrimas.
El cielo lloraba.
Se dejó caer. Se derrumbó. Hundió las rodillas en el barro mojado. Se llevó la mano al rostro, sollozando en voz baja. El llanto se disfrazaba de gotas de agua que empapaban su ropa y sus cabellos. Si en ese momento hubiera podido arrancarse el inerte corazón para que dejara de dolerle, lo hubiese hecho. La desesperación lo corroía por dentro como un ácido. Su brazo acabó por perder toda fuerza y quedó colgando a junto a su cuerpo, alzando él el rostro hacia el cielo, en un lloro mudo, hasta que ya no le quedaron lágrimas que derramar, y solamente la lluvia seguía corriendo por sus mejillas. Acabó en el suelo, cubriéndose la cara con las manos.
— Natsuno… Natsuno… Perdóname, Natsuno…
No importaba cuántas veces pidiera perdón. No importaba cuánto llorase. No importaba cuántas veces fuese a llevar esos modestos presentes que se utilizaban para honrar a los muertos.
Nadie escucharía sus súplicas. Nadie secaría sus lágrimas. Y la montaña de cadáveres solamente seguiría creciendo en vano.
