Eran las ocho de la noche, la puerta que daba al vestíbulo de la casa Agreste se abrió permitiendo la entrada de un chico de ojos verdes; en su chaqueta negra, su bufanda azul y sobre el cabello se veían algunos copos de nieve que ahora se derretían por la calefacción del lugar. Afuera se escuchaba la limosina entrar al estacionamiento subterráneo de la mansión seguido de la puerta mecánica que le había permitido entrar al conductor. Adrien dejo salir un suspiro cansado.

Sus pasos resonaron en el piso de madera, subió las escaleras y atravesó el largo pasillo que daba a su habitación sin poder evitar sentirse tenso, ignorando todo lo que yacía a su alrededor.

Le importaban poco todas las habitaciones, la gran biblioteca, el gimnasio personal y el estético jardín trasero. Lo mismo pasaba con la cocina integrada, la elegante sala y el garaje bajo tierra donde descansaban un sinfín de autos lujosos. Todo lo que hacía cada día que llegaba de cualquier actividad era encerrarse en su recamara a pesar de que cada vez que llegaba a ella sentía que se ahogaba.

Su comportamiento era digno de todo adolescente, por lo cual la servidumbre que trabajaban para su padre no le daban mayor importancia, sin imaginar los fuertes cimientos en los que sus emociones se encontraban.

Sentía que no importaba qué hiciera pues la sensación no acabaría.

Entró a su habitación y un pequeño gato negro salió de su mochila para flotar directamente al mini bar en busca de su alimento; el rubio dejo en el piso su mochila, colgó prolijamente su chamarra y aligeró el abrazo de la bufanda. Se sentó en el sillón blanco del lugar, mientras esperaba que su teléfono lo comunicara al de su padre y se perdía en la vista de la nieve que caía al otro lado del gran ventanal que se encontraba frente a él.

Los tonos de espera terminaron cuando el teléfono fue contestado, permitiendo escuchar una voz femenina que el de ojos verdes conocía perfectamente.

—Joven Agreste, ¿necesita algo?

—Hola Natalie —que la mujer contestara el teléfono de su padre no lo impresionó —solo quería avisar que ya estoy en casa.

—Entiendo. Se lo comunicare a su padre—. Pasaron dos segundos y la mujer volvió a hablar —¿Necesita algo más?

—No Natalie, disculpa. Buenas noches.

La llamada termino tan rápido como empezó, dejo salir un sonoro suspiro y su cabeza terminó recargada sobre el respaldo de su asiento. Su padre se encontraba en Londres por cuestión de negocios, dejando a Adrien en casa para que no perdiera ninguna de sus clases.

En esos momentos, en los que era el único Agreste en la mansión que llevaba su nombre sentía la soledad más abrasadora.

Y sin estar dispuesto a soportarlo ni un segundo más se levantó del sillón para cruzar la puerta de su habitación, asegurándose de abrazar su cuello con la bufanda azul; aquella que le había regalado su padre en su último cumpleaños y que había convertido en el único estandarte que se mantenía en pie sobre el amor que su padre le profesaba a pesar de todo.

No pensaba estar ni un momento más en ese lugar donde el pecho se le oprimía por toda aquella soledad.

—¿Adrien? ¡Espera! —el gato negro gritó al tiempo que cerraba la puerta del frigorífico y flotaba hasta el chico, encontrándolo en la puerta de la mansión con tiempo apenas suficiente para esconderse en su camisa blanca.

El frío no tardó en calar la piel del rubio desde el primer momento de su encuentro, las calles amplias y solitarias dada la hora lo hacían sentirse menos abrumado, como si ante aquella situación fuera capaz de respirar tranquilo. Pero no era suficiente.

En su mente rondaba nuevamente la misma pregunta. ¿Las cosas siempre serían así?

Su madre no estaba, su padre se había resguardado en el trabajo y lo escondió en una prisión de oro; dándole todo lo que el dinero podía brindar, clases refinadas, buena comida, cualquier videojuego, cualquier disco... pero nada de eso lo llenaba.

Cada vez se sentía más y más desesperado por recibir afecto y siempre que creía estar cerca de conseguirlo la cruda realidad lo golpeaba.

Porque su única amiga de la infancia lo buscaba por el prestigio de su nombre; porque pensaba sinceramente que los chicos de su salón parecían ser buenas personas, pero no congeniaba mucho con ninguno. Donde Ladybug era tan perfecta que le parecía simplemente inalcanzable y al único que parecía importarle de verdad era a Nino, sin embargo, había cosas que no podía contarle... simplemente no podía.

¿Cómo pasas de una plática sin sentido a hablar de todo el dolor que llevas dentro? Aunque Nino le ha preguntado un par de veces si algo le preocupaba, Adrien nunca sabía qué decir. Era un salto de fe que no sabía realizar, ni con él ni ninguna otra persona.

Y no era porque no le tuviera confianza, estaba consciente de que el problema era él, pues estaba acostumbrado a parecer siempre perfecto y encontrarse de un momento a otro hablando de la carga que llevaba dentro, permitiendo así exteriorizar su dolor en un lugar público no era una acción válida para él, para la persona que le pidieron ser.

A veces se sentía tan frágil.

Sus pasos lo llevaron casi sin darse cuenta a un parque cercano al colegio, enfrente de la estatua en honor a los defensores de París que ahora servía como remate visual para la entrada del lugar; observo por unos segundos su propio rostro en bronce que parecía burlarse de él de un modo que no sabía entender.

Sin saber qué más hacer, se adentró al parque, sentándose en una de las bancas más próximas a la entrada; sentía las piernas entumidas por el frío y estaba seguro de que no podría dar ni un paso más.

El metal de la banca le erizó la piel al tiempo que se quejaba por la sensación, mas no se levantó para evitar el contacto. Recargo la espalda al respaldo y suspiro intentando aguantar la sensación, perdiéndose en el humo blanco que salió de sus labios por el clima.

Cerró los ojos lentamente, sintiendo la nieve que seguía cayendo sobre él posarse en su cuerpo inerte. Aquello le producía tanta paz. Su respiración empezó a volverse más lenta mientras que su cuerpo temblaba ligeramente. El tiempo había perdido su estructura casi sin darse cuenta y la voz de su kwami se hizo presente pero fue incapaz de entender lo que había dicho... le había sonado tan lejana.

Estar ahí se sentía tan liberador.

¿Qué le podía importar? Las historias siempre hablaban de sucesos fantásticos, pequeñas situaciones que creaban giros de 180° en las vidas de sus personajes y todo mejoraba a cada tramo, ¿dónde estaba el cambio de su vida? Si bien convertirse en súper héroe había sido un cambio no había hecho más que traerle ciertas inseguridades, dudas sobre si era lo suficientemente bueno como para ser amado y ese estúpido juego donde debía procuraba cuidar sus espaldas de todos a su alrededor para después darse cuenta de que no necesitaba ser tan cuidadoso, al fin y al cabo, nadie notaba su ausencia.

¿Qué importaba que se quedara ahí dormido para no despertar nunca más?

El frío de su cuerpo fue corrompido por el tacto suave y cálido de algo que rodeó su cuerpo, permitiéndole ser consciente de lo húmeda que se encontraba su ropa en contacto con su piel. Abrió los ojos lentamente, sorprendiéndose por lo mucho que le había costado realizar aquella pequeña acción, pudo ver una frazada rosada que lo cubría y que desprendía un ligero olor a coco. Su corazón dio un vuelco al reconocer a la persona que había ido a rescatarlo de sus inestables pensamientos.

Frente a él se encontraba una azabache de lindos ojos azules, con el rostro sonrojado y temblando ligeramente por el frío; estaba abrigada con lo que parecía ser un pijama azul cielo, seguramente cálido, pero no lo suficiente como para ignorar aquel tiempo.

—¿M-Marinette? —su voz sonó rasposa, tenía la boca seca.

—Ven, aquí afuera hace frío —la chica tuvo que armarse de valor para tomar la mano del rubio el cual no se resistió, no tenía fuerza y aunque lo tuviera no hubiera sabido cómo negarse.

El cuerpo de la chica se tensó al momento que su cuerpo choco con el contrario, quizás por el tacto helado de su cuerpo contra su pijama azulado. Volvió a cerrar los ojos y se dejó llevar por aquellas manos suaves y cálidas permitiéndose disfrutar el contacto.

—Necesitas una taza de chocolate caliente y cambiarte esa ropa de inmediato. ¿Cuánto tiempo llevas aquí? Vas a enfermarte si no hacemos algo pronto —una risa amarga se coló por los labios masculinos, lo regañaba como un niño y no le molesto en absoluto.


Gracias por leer, votar y comentar.

¿Han leído hasta aquí? De ser así, nuevamente gracias.

He cambiado la redacción de la historia, la ortografía en la medida de lo posible y estoy en proceso de agregar algunos puntos que pase por alto y que encontré enterrados en mis notas.