Capítulo 1

Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, un reino asolado por un terrible mal.

La tierra misma había enfermado, y la corrupción la devoraba sin remedio. Las cosechas se agostaban, los animales morían, las madres veían consumirse a sus hijos y los hombres arañaban los yermos campos. El pueblo lloraba su desgracia y su miseria, y su príncipe se dijo: "Alguien debe acabar con esto".

Había oído hablar de una fuente milagrosa cuyas aguas, contaba la leyenda, estaban bendecidas con el don de sanar.

Decidido a encontrar la mágica fuente, el príncipe abandonó a sus padres, a sus hermanos y a sus amigos; dejó atrás su patria y partió en solitario hacia lo desconocido.

Cruzó valles, montañas y ríos, océanos bajo la tormenta y desiertos de horizontes infinitos.

Se internó, por último, en la profundidad de un espeso bosque, y caminó y caminó hasta que el sol se apagó entre el verdor sombrío.

Muchos días moró el príncipe en la perenne noche, cada vez más exhausto, lastrado por el peso de la desesperanza. Al fin, sabiéndose perdido, detuvo sus cansados pasos. Fue entonces cuando oyó palabras en la brisa, entre las húmedas hojas y las ramas retorcidas.

"Sigue mi voz", decía.

"¿Quién eres?", preguntó el príncipe, alzando la voz hacia la bóveda vegetal. "¿Dónde estás? Muéstrame tu rostro".

"Sigue mi voz, y te guiaré hasta el río".

Indeciso, el príncipe fue en pos de la voz invisible, que lo condujo hasta un riachuelo como había prometido. Sediento, se arrodilló y bebió hasta saciarse en la corriente cristalina, y tras vadear el manso cauce, continuó río abajo por la otra orilla.

Pero he aquí que un pesado sopor se adueñó de él, e incapaz de dar otro paso, cayó dormido en medio del bosque.

Allí, yaciendo en un lecho de amapolas, lo hallaron los hermanos mellizos; dos hermosos jóvenes idénticos, y a la vez tan distintos como dos caras de la misma moneda. Aquellos bosques eran sus dominios, y quienes allí se aventuraban nunca volvían a ser vistos.

"Yo lo vi primero", dijo un hermano, "por lo tanto, es mío".

"Yo lo reclamo", dijo el otro, "porque lo atraje hasta el río".

"¿Cómo lo resolveremos?"

"Con una moneda", propuso el segundo hermano. "Cara, es tuyo; naves, es mío".

Lanzaron al aire la moneda, que giró y giró...

Giró y giró...

¿Qué sucedió, dices? ¿Acaso importa?

No es más que un cuento, un sueño, un truco de la memoria.

Sigue mi voz, príncipe.

Y ahora...

Despierta.

.

.

.

Enjolras abrió los ojos a la luz cegadora de un lugar desconocido.

Un techo blanco llenaba su campo de visión a través de la niebla de sus sensibles retinas, heridas por la súbita claridad. El resto de sus sentidos estaban transmitiendo información que no comprendía: la mezcla de olores químicos, dolor, aunque no podía identificar el origen, nauseas, aquel pitido intermitente que se aceleraba, creciendo más y más al ritmo frenético de sus latidos... Había empezado a jadear...

Cobró conciencia de sí mismo brutalmente, y el pánico lo asaltó cuando no supo dónde estaba. Igual que en las pesadillas de las que uno se despierta gritando, quiso gritar y su voz se resistió; pero no despertó, y algo lo estaba asfixiando. Tenía un tubo alojado en la garganta...

―¡Nonono, no hagas eso! ―oyó que alguien le decía.

Pero ya lo había hecho; se había arrancado el tubo brusca y dolorosamente, se incorporó tosiendo y se bajó de la cama...

―¡Espera, espera, no te levantes!

Sufrió un repentino mareo, las piernas no le respondieron y se desplomó al suelo entre un estrépito de metal y cristales.

―¡Dios! Oh, joder. Espera, no te muevas, deja que te ayude...

El dueño de aquella voz apareció en su campo de visión un momento después, apartando el gotero caído y los cristales rotos para arrodillarse frente a él.

―¿Estás bien? ¿Te has hecho daño? ―le dijo, sosteniéndolo con gentileza.

―¿Qué me pasa en las piernas? ―jadeó Enjolras presa del pánico. Lo asustó el sonido de su propia voz, ronca y maltratada.

―No te pasa nada. Estás débil, sólo eso ―le aseguró su interlocutor. Su voz lo calmó de algún modo, y Enjolras se fijó por primera vez en su rostro.

Era un joven de veintitantos, de piel clara y ojos verde avellana. Sus rasgos eran marcados y varoniles bajo su barba de varios días, y tenía una mata de rizos oscuros de aspecto desastrado que de algún modo resultaba atractiva, graciosa y desenfadada... Su expresión abierta y su mirada amigable le inspiraron confianza; impresión que, aunque se tambalearía muy pronto, Enjolras recordaría el resto de su vida.

Él era, en cierto modo, la primera persona que veía.

―¿Dónde estoy? ―quiso saber.

―En el Hospital Saint Philippe.

Enjolras procesó aquello y dijo:

―¿En París?

―Eso es, sí ―dijo él. Después se le ocurrió algo―: Es el año 2064. ¡Las máquinas dominan el mundo!

Enjolras lo miró con los ojos muy abiertos.

―Es... una broma ―le explicó él.

―No tiene gracia ―gruñó Enjolras.

―Ya, supongo que no... ―dijo él en tono inseguro―. Joder, te has arrancado la vía ―notó después, adoptando una actitud más profesional―. Vamos, vuelve a la cama. Te ayudaré... Cuidado con los cristales.

Enjolras dejó que lo ayudara a levantarse, notando que apenas se tenía en pie antes de encontrarse de nuevo recostado en la cama. La habitación, de una frialdad clínica y aspecto tan deprimente como cabía esperar, no tenía ninguna ventana, y sí un montón de aparatos que siguieron emitiendo desagradables pitidos hasta que su acompañante los manipuló. Enjolras se fijó en su atuendo azul celeste, en su bata blanca y en sus zapatillas deportivas.

―Dame tu brazo ―le pidió él.

Enjolras se lo ofreció, y se quedó mirando su propia mano mientras él la tomaba para desinfectar la pequeña herida de su antebrazo, algo amoratado donde había estado la vía.

―Cálmate, no pasa nada ―trató de tranquilizarlo al notar que estaba temblando.

―¿Que hago aquí? ―preguntó Enjolras. Una idea terrible se estaba abriendo paso rápidamente hacia la parte consciente de su cerebro.

―Pues no gran cosa ―respondió él con una media sonrisa. Enjolras lo miró sin entender―. Bueno, es que no has salido de la cama, así que...

―¿Es otra broma?

―Um... sí.

―Por favor, para.

―Perdona... Es que pareces muy nervioso. La mayoría de la gente se relaja cuando... No importa. Perdona.

―¿Qué hago aquí? ―repitió Enjolras―. ¿Qué me ha pasado?

―La doctora te lo explicará todo ―dijo él, concentrado en su tarea.

―¿No eres médico?

―No. La doctora llegará enseguida.

Enjolras seguía mirándose las manos. No... No lo entendía. Bajó la mirada hacia su propio cuerpo...

―Listo ―anunció el enfermero, dejando su brazo libre―. ¿Cómo te sientes?

Enjolras lo miró. Empezaba a sospechar que aquella actitud tranquila y despreocupada era parte del uniforme.

―Me llamo Grantaire, por cierto ―dijo él cuando vio que Enjolras no respondía.

Enjolras siguió sin responder. Quería decirle su nombre, pero...

No lo sabía.

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―Los trastornos de memoria son frecuentes en casos como el tuyo ―le estaba explicando la doctora―. Suelen deberse al estrés post-traumático; el propio despertar puede ser el detonante, aunque las lesiones físicas también pueden desencadenarlos. No podemos descartar ninguna hipótesis aunque, en tu caso, parece estar causado por el trauma. Se llama fuga disociativa, y sus efectos suelen ser temporales. Sé lo abrumador que te resultará todo esto, pero quiero que estés tranquilo y que no trates de forzar tus recuerdos. Es posible que recuperes la memoria, pero pueden pasar días, semanas o meses. ¿Entiendes lo que digo?

Enjolras no lo entendía. Aunque ella intentaba hablarle en términos sencillos, hacía tiempo que había perdido el hilo de lo que trataba de explicarle. Su atención, completamente dispersa, se detenía en cosas aleatorias e irrelevantes, como su forma de sostener el bolígrafo o el hilo suelto en el bajo de su bata. Era una mujer de unos cuarenta años, atractiva y distante, con la marca de un anillo ausente en el dedo.

El enfermero que estaba allí cuando despertó, Grantaire, la había asistido durante toda aquella mañana, y se había quedado en la habitación a petición de ella. Aunque permanecía en silencio, a Enjolras lo tranquilizaba su presencia. Después de seis o siete horas en el mundo de los vivos, él era (cosa terrible) su conocido más antiguo.

Desorientado, e incapaz de concentrarse en nada, volvió a fijarse en las radiografías expuestas. Las de la derecha eran de aquella mañana; las de la izquierda, de hacía cuatro meses.

Había ingresado en julio y estaban en noviembre. Llevaba cuatro meses en coma. Cuatro. Meses.

Había llegado allí en extrañas circunstancias, después de una llamada a emergencias de alguien que no se había identificado. Los paramédicos lo habían encontrado junto al río, inconsciente y con múltiples heridas. Las radiografías mostraban fracturas en los dedos y en las clavículas, en una muñeca y en varias costillas; eso, sin contar contusiones, quemaduras y cortes, aunque después de cuatro meses apenas quedaban marcas, y las fracturas habían soldado bien puesto que no se había movido. Era obvio que no había sufrido ningún accidente; había sido víctima de una brutal agresión, aunque por lo menos... por lo menos... no lo habían agredido sexualmente. Por otra parte, a Enjolras no se le había ocurrido pensarlo hasta que ella lo dijo, así que aquello lo puso más nervioso todavía.

Por supuesto, lo habían denunciado a la policía, que tenía una investigación abierta.

Pero lo más extraño de todo (quizá no lo más alarmante, porque había muchos motivos de alarma, pero sí lo más insólito) era que nadie había denunciado su desaparición; nadie había acudido al hospital buscando a alguien que coincidiera con su descripción; nadie... en absoluto.

Y puesto que no llevaba documentación cuando lo encontraron, ni teléfono, ni nada que pudiera confirmar quién era, su propia identidad seguía siendo un misterio. La policía había barajado la teoría de que fuera extranjero, pero cuando despertó hablando en francés nativo aquella hipótesis quedó descartada.

Era francés, sí, pero no sabía quién era, ni cómo había llegado allí, ni quién le había hecho aquello. Sabía, sin embargo, quién era el presidente o cuánto costaba un billete de metro. Pero no sabía dónde vivía, dónde trabajaba, o si tenía familia o amigos. No sabía ni qué edad tenía, y cuando le pidieron que se mirase al espejo, el rostro que encontró fue el de un desconocido.

Grantaire había tratado de animarlo.

―¿Ves? No todo son malas noticias ―había dicho―. Si yo me despertase un día con ese aspecto no me quejaría demasiado.

Enjolras oyó una risita. Unos cuantos enfermeros en prácticas, chicos y chicas, estaban cuchicheando tras la puerta entornada. La doctora les ordenó que la cerraran. No eran los primeros curiosos que aparecían; la mitad del personal de la planta había pasado por allí en algún momento. Parecían encontrar muy emocionante aquel misterio; la mayoría discretamente, aunque algunos ni siquiera eso. Enjolras se sentía como una atracción de circo. Tenía demasiados problemas como para preocuparse por aquello, pero en otras circunstancias se hubiera sentido muy molesto.

Cuando la doctora abandonó la habitación, dispersando al grupito de curiosos a su paso, Enjolras volvió a quedarse a solas con el enfermero. Pronto regresaron las risillas y los cuchicheos.

―No te enfades, la culpa es de Disney y todo eso ―le dijo Grantaire cuando lo vio fruncir el ceño―. Todos querían despertarte con un beso. Pero tranquilo, no creo que lo hayan intentado. Te llaman príncipe durmiente, ¿sabes?

―Qué gracioso ―gruñó Enjolras.

―Bueno, de alguna forma tendremos que llamarte. ¿Qué nombre te gustaría?

Enjolras lo miró. Estaba literalmente en blanco.

―¿Qué te parece Apolo? ―resolvió Grantaire―. Me refiero al dios griego, no al ruso de Rocky ni al módulo lunar.

Enjolras se rió sin proponérselo. Fue más a causa de los nervios que de otra cosa. Se estaba retorciendo los dedos.

―¿Eso es un no? ―sonrió Grantaire―. En fin, ya se nos ocurrirá algo. Ahora, descansa, ya has oído a la doctora. Ah, y quieren que firmes estos documentos ―recordó, entregándole un dosier―. Es una estupidez, la verdad, porque está casi todo en blanco y tú no tienes nombre pero, en fin, burocracia... Cualquier garabato servirá. Yo dibujaría un pene ―sugirió con una sonrisa―. No hay prisa. Tómate tu tiempo.

Se dirigió a la puerta y, antes de salir, se giró para añadir:

―Estaré por aquí. Si me necesitas, silba. O pulsa el botón, como prefieras.

Salió cerrando tras él, y Enjolras se quedó a solas en la habitación.

De pronto, parecía muy pequeña.

Se fijó en los documentos que Grantaire le había dado. "Varón blanco de veintidós a veinticinco años". Parecía la descripción de un delincuente o una ficha de la morgue. Pasó las páginas al azar: Cuestionario de antecedentes médicos. Consentimiento informado... Estuvo tentado de firmarlo todo sin más porque, en definitiva, no se comprometía a nada. Pero tampoco tenía nada mejor que hacer, y aquello lo distraería un rato. El primer documento era un formulario estándar de alergias e intolerancias. Lo dejó todo en blanco, lo firmó y pasó la página.

Volvió atrás y miró la firma...

Volvió a firmar justo al lado, y después otra vez... y otra, y otra... El trazo era siempre idéntico. Era... su firma.

La miró durante casi un minuto, cada vez más frustrado. Podría haber sido su nombre... pero no era más que un garabato carente de significado. Sólo una parte parecía reconocible. Si se miraba bien y bajo cierto ángulo... parecía una E.

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―¿Étienne? ―sugirió Grantaire―. ¿Eliot? ¿Édouard? ¡Edward! Es perfecto, como el príncipe de Encantada.

―Nada de príncipes ―dijo Enjolras.

―Mira que eres maniático con la monarquía ―suspiró Grantaire. Había venido a traerle el desayuno y había acabado acercando una silla a la cama mientras el té aguado se enfriaba. Miró el formulario. El texto había desaparecido bajo un centenar de firmas idénticas.

―¿Y qué tal Eric? Como el príncipe de La Sirenita.

―¡Que nada de príncipes! ¿Y por qué has visto todas esas películas?

―¿Por qué no las has visto tú? ―se indignó Grantaire―. O... a lo mejor lo has hecho y no te acuerdas.

―Lo dudo mucho, porque me acuerdo de Frozen ―Aunque no recordaba cuándo la había visto ni por qué motivo.

Grantaire curvó una comisura.

―Siempre podrías ser Elsa...

―Sí, ya, muy gracioso.

―¿Y Émile?

―Hummm...

―¿Edmond? ¿Como Edmond Dantés? ¿O también tienes algo en contra de los condes?

―Suena un poco anticuado.

―Es verdad. Y tampoco queremos que te vengues de nadie. Entonces... ¿Ethan? ¿Eugène? ¿Eddard Stark?

―¿Quién?

―Oh, Dios mío...

Enjolras se dejó caer sobre las almohadas. Aquello era absurdo, pero no quería ser desagradable con Grantaire, que sólo intentaba levantarle el ánimo... con bastante éxito, si tenía que ser honesto. Además, era cierto que necesitaba un nombre.

―Podrías ser sólo E ―se le ocurrió a Grantaire―. Señor E. No suena mal del todo.

―Suena ridículo. ¿Qué clase de nombre es sólo una letra?

―Sí, claro... ―dijo Grantaire―. Pues no sé, se me han acabado las ideas.

Enjolras suspiró. Se quedó mirando el techo pensativamente.

―Eric ―murmuró. Era corto y conciso―. Ese mismo servirá.

―Eric ―ensayó Grantaire. Sonaba bien cuando él lo decía―. Erik el Rojo.

―No lo estropees.

―Príncipe Eric...

―Ya lo has estropeado.

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Un agente de policía lo visitó aquella tarde. Al principio se mostró brusco y desagradable, y repitió varias veces las mismas preguntas, como esperando recibir respuestas contradictorias. Parecía creer que estaba fingiendo, y lo había convertido a él en el primer (y único) sospechoso de lo que le había pasado, hasta que Enjolras perdió la paciencia y le dijo que se fuera a hacer su trabajo. Sólo entonces adoptó el hombre una actitud más relajada, como si aquel estallido de indignación hubiera disipado sus sospechas. Enjolras, por su parte, no salió de su enfado tan fácilmente, y se despidió de él con frialdad y sin esperar ninguna ayuda por su parte. Si en cuatro meses no habían podido resolverlo, y si él no podía (y no podía) darles ninguna información útil, era poco probable que cogieran a quien le había hecho aquello.

Enjolras quería saber por qué. No podía tratarse de un atraco simplemente. ¿Qué clase de animal se ensañaba así con alguien por una cartera y un teléfono, ni siquiera aunque se hubiera resistido?

Habló de ello con Grantaire, pero él le dijo que procurara distraerse. Le trajo algunos libros, pero Enjolras no pudo leerlos porque le dieron el alta al día siguiente. Estaba recuperado de sus lesiones, le dijo la doctora, y no podían hacer nada más por él. El hospital se hacía cargo de los gastos, y le deseaban buena suerte. Enjolras no tuvo nada que objetar; era obvio que no podía seguir allí para siempre.

Cuando estuvo listo para marcharse pensó en despedirse de Grantaire, pero no lo había visto desde mediodía. Preguntó al personal del hospital, y en el mostrador le dijeron que su turno había acabado, pero una enfermera que lo oyó preguntar le sugirió que lo buscase en la quinta planta. Enjolras siguió sus indicaciones, y después de perderse varias veces lo vio por fin en una sala. Era una habitación con ventanales amplios, pintada de colores vivos y decorada con dibujos y recortes.

Grantaire estaba sentado en el suelo, rodeado por una docena de niños. Les estaba enseñando trucos de magia. Una niñita abrazada a un conejo de peluche abrió la boca en una "O" de asombro cuando el joven le sacó una moneda de la oreja. Tendría cuatro o cinco años, y la cabeza completamente afeitada.

Enjolras se quedó mirando desde el pasillo, asomado a la cristalera que los separaba. Alguien había dibujado una cara sonriente en el cristal. En aquel lugar, los problemas se veían a su verdadero tamaño.

Se marchó un momento después sin haberse despedido. Tampoco hubiera sabido qué decirle... salvo gracias. No se puede medir el valor de una palabra amable. Puede pasar inadvertida o restaurar la fe de una persona. Para alguien que empieza de cero es, sencillamente, un buen comienzo.

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El mazo de cartas que Grantaire estaba barajando saltó de sus manos cuando, por el rabillo del ojo, creyó ver una sombra de rubio cabello. Los niños habían estallado en carcajadas mientras la lluvia de cartas caía sobre ellos.

―Gracias, amado público, eso ha sido todo ―dijo mientras se levantaba y trataba de desembarazarse de un crío que se le había colgado del cuello.

Salió al pasillo y fue hasta los ascensores, pero o bien lo había soñado o él se había esfumado por completo. Intrigado, bajó a la planta en la que estaba su cuarto, pero al entrar sólo encontró a una enfermera arreglando la cama.

―¿Y, em, y el paciente? ―preguntó.

―Se ha ido. Le han dado el alta ―lo informó la mujer.

Grantaire parpadeó tratando de entenderlo.

―¿El alta? ¿Cómo que el alta? Pero si no sabe ni quién es. ¿Qué se supone que va a hacer? ¿Dónde quieren que vaya?

―Sinceramente, encanto, no tengo ni idea ―dijo la mujer sin mirarlo, concentrada en su tarea―. Esto es un hospital, no un albergue para vagabundos.

Grantaire la miró en silencio. Pensó en contestarle, pero no merecía la pena. Las personas como ella hacían que quisiera coger dos años de terapia para perdedores, tirarlos a la basura y beber hasta quedarse en coma.

Pues bien, se dijo mientras se alejaba, él ya había cumplido. Había hecho su trabajo lo mejor que había podido. Le preocupaba un poco, pero un tipo listo y guapo como él tendría muchas oportunidades en la vida.

Así que se acabó. Asunto concluido.

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Salió del hospital pasando de lado entre las puertas automáticas y cruzó el recinto exterior hasta la calle. El frío de noviembre traspasó inclemente su fina bata de trabajo; no había perdido el tiempo en cambiarse ni en coger su abrigo. No tenía un segundo que malgastar si quería alcanzarlo, y puede que ya lo hubiese perdido.

Avanzó por la bulliciosa avenida buscándolo entre la gente. Ni siquiera sabía que ropa llevaba o en qué dirección habría ido, pero escogió la que conducía al centro y a los lugares más concurridos.

Empezaba a temer que no lo encontraría cuando, al doblar la esquina de una calle arbolada, divisó su cabello rubio en la distancia.

―¡E... hum... Eric! ―llamó, corriendo en su dirección.

Él siguió alejándose por la acera cubierta de hojas caídas. Puede que no lo oyera o que no se diera por aludido, pero después de un momento se giró. Parecía realmente sorprendido.

―Dios..., eres rápido ―jadeó Grantaire, doblándose hacia adelante para recuperar el aliento―. Tengo que dejar de fumar... o... de correr. Me preguntó qué escogeré.

Se irguió frente a él cuando estuvo recuperado. Enjolras seguía mirándolo como si no supiera qué esperar. Ahora que lo pensaba, Grantaire tampoco sabía qué decirle. Hacía demasiadas cosas sin pensar.

―No sabía que iban a darte el alta ―dijo al final.

―Ni yo ―respondió él―. Quería despedirme, pero... ―No supo cómo terminar.

―¿A dónde irás? ―preguntó Grantaire antes de que el silencio se volviera incómodo.

―No lo sé. Te parecerá ridículo...

Grantaire arqueó una ceja para animarlo a continuar.

―He pensado que, si camino sin más... quizá acabe llegando a mi casa. Suena estúpido, lo sé, pero recordé cómo firmar. Es decir, no lo recordé, sólo lo hice. Son cosas que haces sin pensar...

Como eso, pensó Grantaire, notando no por primera vez su pequeña manía nerviosa de frotarse el dedo anular.

―Tiene... algo de sentido ―opinó―. Pero París es muy grande, y ya son más de la diez. ¿Vas a pasar la noche dando vueltas?

―He dormido cuatro meses ―dijo Enjolras―. Creo que puedo pasar una noche en vela. Y si no, hay sitios...

―¿Qué sitios?

Enjolras se encogió de hombros como si no tuviera verdadera importancia.

―Sitios... para la gente como yo.

―Albergues para vagabundos ―dijo Grantaire, bajando la voz―. ¿En eso estás pensando?

―Estaré bien.

Oh, sí. Bien jodido. Estaba claro que no había visto aquellos lugares; había una razón por la que los sin techo se helaban en la calle.

Negó con la cabeza, levemente primero, y después con decisión.

―No ―dijo―. No, no puedo... Escucha, puedes quedarte en mi casa...

Enjolras se puso rígido en cuanto empezó a hablar.

―Sí, ya ―lo cortó Grantaire antes de que empezara a negarse―. No puedes, me das las gracias pero estarás bien y todo eso. Te seré sincero: me voy a sentir fatal si dejo que te vayas, así que pienso insistir hasta que te convenza. Y te advierto que soy muy persuasivo.

Su franqueza pareció coger a Enjolras por sorpresa, pero volvió a negar pese a todo.

―Ya has hecho mucho por mí.

―No he hecho más que mi trabajo.

―Ahora no estás trabajando.

―No. Ahora me estoy helando en medio de la calle porque tú no entras en razón ―dijo, envolviéndose con los brazos―. Quédate esta noche por lo menos. No es una de esas cosas que se dicen para ligar, si es lo que estás pensando. Y... ya sé que es lo que diría alguien que intentara ligar contigo, pero no soy de los que se llevan a casa a cualquiera que... Bueno, sí, pero a ti no. Tampoco te ofendas ni nada, no es que no estés... seas... ¡Joder, cada vez suena peor! De acuerdo, sal corriendo.

Enjolras intentó no sonreír. Resultó aun más adorable que una verdadera sonrisa.

―Está bien ―murmuró.

―¿Sí? ―dijo Grantaire, bastante sorprendido.

―Sí..., si de verdad no te importa.

Grantaire lo miró. El mismo viento que revolvía sus rizos arremolinaba las hojas en la acera.

―No me importa ―dijo sinceramente―. Es lo menos que puedo hacer.

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Enjolras no se esperaba lo que vio cuando Grantaire encendió la luz. Bien, había un considerable desorden y una llamativa escasez de muebles, pero salvando aquellos detalles el piso era verdaderamente impresionante.

No es que fuera muy grande. Como la mayoría de los edificios antiguos, había albergado una vivienda mayor que más tarde se había dividido. Pero sí era muy bonito, y aunque estaba algo deteriorado, conservaba muchos elementos de la construcción original.

El techo fue lo primero que atrajo su atención. Era alto, altísimo, decorado con molduras de madera que parecían tan antiguas como el edificio. Un balcón de cristales cuartelados se asomaba al río desde el fondo del salón, y junto a la puerta que daba acceso, de doble hoja y casi tan alta como el techo, había una escalera redonda que subía a otro piso.

―Vaya ―murmuró―. Esto es...

―¿Un desastre? ―sonrió Grantaire―. Lo sé, perdona el desorden. Llevo tiempo pensando en mudarme pero... ya sabes.

―¿No te gusta el piso? ―preguntó Enjolras, que lo siguió mientras él apartaba algunas cajas del camino.

―Oh, sí, me encanta. Por eso lo compré. Pero está muy por encima de mis posibilidades, como... quizá imagines. Solía ganar más dinero y, en fin, no lo pensé muy bien. Siéntate ―ofreció, despejando el sofá para él. Era un armatoste pesado y raído que parecía tan incómodo como era―. Quería hacer reformas ―siguió diciendo Grantaire―. Tenía un montón de ideas y eso... Pero después lo fui dejando, y ya no creo que merezca la pena. Pero tampoco me decido a venderlo. En fin, problemas del primer mundo. ¿Te estoy aburriendo?

Se había puesto a recoger cosas al azar, aunque sólo fuera para amontonarlas en otro sitio. Había una guitarra... dos... y libros, suficientes para llenar varios estantes y la chimenea, que definitivamente no era su sitio. Había montones de tazas de café cuyos posos se habían fosilizado, y blocs que parecían de dibujo. Grantaire cogió uno de aquellos cuadernos y lo hizo desaparecer en un cajón. Enjolras fingió no notarlo.

―¿Tenías otro trabajo? ―se interesó.

―Algo así ―dijo él. Después cambió de opinión―. No, no creo que podamos llamarlo así. Jugaba... ¿vale? Era bastante bueno.

―Hacías trampas ―murmuró Enjolras.

Grantaire lo miró con curiosidad.

―¿Por qué piensas eso?

―Te he visto antes con esos niños ―admitió Enjolras―. Trucos de cartas.

Grantaire lo miró con un brillo en los ojos verdes.

―¿Quieres ver un truco genial?

―Depende. ¿Tengo que cerrar los ojos?

―¿Qué clase de mago sería si te pidiera eso?

―¿Uno bastante malo?

Grantaire curvó una comisura. Sonreía mucho, pero nunca abiertamente ni con verdadera alegría.

―Soy muy bueno. Ya lo verás.

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―¡Ta da!

El efecto se arruinó un poco porque lo dijo antes de que Enjolras acabara de subir la escalera, pero la vista desde aquella azotea...

Grantaire le ofreció la mano para ayudarlo a subir. No era un ascenso cómodo. El piso superior tenía un pequeño tragaluz sobre las escaleras; no estaba hecho para que pasara una persona, pero Grantaire había instalado una escalera de mano para trepar hasta él y salir a la azotea.

Desde allí arriba, París resplandecía con aquella visión única en el mundo, dividida por el río jalonado de puentes, extendiéndose por ambas orillas como una brillante marea. Los árboles de las riberas habían florecido con luces en sus ramas desnudas, despojadas de las hojas marchitas que ahora cubrían las aceras.

Enjolras se aproximó al borde caminando entre las antenas y las chimeneas. Las palomas que se refugiaban en los aleros levantaron el vuelo.

Estaban a la altura de un quinto piso, lo bastante alto para elevarse sobre la niebla del río, pero no tanto para que la ciudad quedara empequeñecida. Notre Dame se elevaba muy por encima de ellos, y las azoteas de otros edificios estaban a un tiro de piedra. Desde allí se respiraba la vida de la ciudad, se podían oír el tráfico y las voces de la gente. Se sentía la humedad del río, y la brisa traía un aroma de castañas asadas.

―Es mi parte preferida de la casa ―le confesó Grantaire―. Aunque no es sólo mía, claro. Se puede subir por las escaleras, pero nadie viene nunca.

―Entiendo que no quieras venderla.

Grantaire se sentó en la parte plana de una chimenea y encendió un cigarrillo. Le ofreció uno a Enjolras, que lo miró dubitativo.

―Creo que no ―dijo.

Aunque, por pura curiosidad, aceptó el que Grantaire ya había encendido. Lo sujetó con poca desenvoltura, y cuando probó una calada no supo tragarse el humo. Grantaire lo recuperó antes de que se atragantara.

―No fumador. Enhorabuena.

Y eso... era todo lo que sabía sobre sí mismo.

Enjolras se quedó mirando las luces de la ciudad, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Ahí fuera, en alguna parte, había alguien que sabía quién era. Alguien debía saberlo... Ahí fuera estaba la vida que había perdido y no encontraba; la vida de alguien que ahora era un desconocido.

Enjolras estaba aturdido y, sí, bastante asustado... Se sentía perdido, pero no triste ni tampoco angustiado. ¿Acaso tenía motivos? No tenía a nadie a quien echar de menos, ningún hogar que extrañar, nada importante dejado a medias... Todo lo que tenía era un inmenso vacío que llenar.

Permaneció allí unos minutos, ausente y pensativo. Después regresó junto a Grantaire y se sentó a su lado en la chimenea. Él se movió para dejarle sitio.

―Es aun mejor por la mañana ―comentó―. La vista, digo. Te lo enseñaré, si no te importa madrugar. Yo no madrugo si puedo evitarlo, pero el amanecer es impresionante.

Tenía una bonita voz; grave y algo ronca, pero siempre hablaba suavemente. A Enjolras le agradaba la combinación. Era una voz a la que podría acostumbrarse.

―Me gustaría verlo ―dijo.