Allá en la primera mitad del 2013 comencé a armar un AU, que eventualmente volvió a estar en stand by luego del tercer capítulo y al que se le cruzó otra historia, Casanegra. Sip, han sido cuatro años desde que empecé esta historia y por fin la terminé. Es también la más larga que he escrito hasta ahora y el universo que más he trabajado. En otras palabras, estoy muy orgullosa de lo que está acá. Espero que les guste.
ALADOS
.
1. Un nuevo universo
Tal vez lo más extraño de su viaje era el hecho de que aún no lo asimilaba del todo. Nada, no había nada que pareciese real ahí, a donde él se estaba dirigiendo. Era como un cuento de hadas, como una historia que era vendida de lo más lindo y que en realidad contiene puras pesadillas. Al menos eso había dicho Daniel, aunque Martín no estaba muy seguro de si creerle. Últimamente su primo andaba extraño y esperaba que cuando volviese... Si es que volvía, se recordó Martín antes de terminar aquel pensamiento y volvió rápidamente su atención al exterior de la carroza. Sus ojos verdes dejaron pasar más campos de arroz, papas y otros cereales y tubérculos. Su mente trataba de hacerse con la idea de que quizá todo eso constituiría pronto su nueva dieta, solo un detalle más en su nueva vida. Extrañaría el mate, el dulce de leche, la carne que había hecho famosa a su comuna... Extrañaría a sus primos también, claro, el dejarlos solos no le agradaba en lo absoluto, mucho menos ahora con todos esos rumores de rebelión merodeando por todos lados. Pero no era como si hubiese podido hacer mucho para evitarlo. No eran dueños de su vida y de eso se había dado cuenta en el momento en que sin más le dieron la orden de empacar. No entendía por qué habían ido hasta ahí a buscarlo, hasta el otro lado de la cordillera. Ciertamente seguían siendo territorio sureño, pero igual le extrañaba el asunto. Por más que trató de encontrarle una explicación lógica de por qué lo habían elegido justo a él, no la encontraba. Sebastián dijo que aquello se decidía mediante un sorteo, que siempre había sido así y que dejase de sentirse especial. No era como si Martín le hubiese hecho caso, él seguía convencido de que algo le habían visto. Ellos no eran precisamente famosos por actuar de manera espontánea.
Ellos. La dura nobleza, aquellos que gobernaban su país y la comuna en la que vivía hasta hace unos días. Sin lugar a dudas para él eran un gran misterio. Siempre se hablaba de ellos, de que eran abusivos, altivos y faltos de moral. Los cuentos sobre la tiranía de la nobleza contaban con una historial infinito y diverso, aunque siempre en colores oscuros. Entre los humanos se murmuraba de la brutalidad desalmada con la que cayeron hace siglos sobre los humanos, desatando una guerra que solo desgarró a uno de los bandos. Martín no lo había tenido que vivir, pero todo el mundo sabía de las torturas a las que eran condenados aquellos que no tenían la suerte de su lado y de las ejecuciones a sangre fría que llevaban a cabo, al parecer incluso en el presente. La nobleza se componía de monstruos, dijo su tío una vez, demonios sin alma que explotaban a la humanidad, que les robaban los recursos, los sometían al terror y que…
Y que volaban. Sí, que tenían alas sobre la espalda y que podían llegar a donde su corazón quisiese. Volar, el único sueño que jamás sería alcanzado por el ser humano, estaba en manos de aquel que lo oprimía: el alado. Volar, aquella idea le fascinaba a Martín. Por más que sabía que no debía sentirse así con respecto de sus tiranos. Bueno, tiranos era sólo el término que se usaba, no era como si él hubiese vivido en carne viva las contrarrevoluciones de los alados de las últimas décadas. Que sí, los impuestos, trabajos y estilos de vida impuestos tampoco eran una muestra de amor, pero podrían estar peor. Todo aquello fue hace muchísimo tiempo e incluso las guerrillas que se repartían aún por todo el país eran asuntos demasiado ajenos a su propia realidad. Martín no lo tomaba en serio. Cuando sus padres murieron, murió también su última relación con la rebelión y no pudo importarle menos. No era por ser frío, era que simplemente no se acordaba de ellos y nadie le podía realmente probar que las cosas eran como se le había dicho.
Para cruzar la cordillera tomó casi cinco días cuando el sólo llegar al pie de la primera montaña ya había tomado dos. Martín sabía que con un simple hechizo de transportación podría haber llegado en menos de lo que canta un gallo, pero claro, magia de tercer grado estaba estrictamente prohibida para un simple humano como él. Y luego se quejaban los alados de que vivían en un país primitivo y sin avance, estancado. Quién los entendía. Ciertamente el viaje resultó agotador, pero más que nada aburrido. Su acompañante, al parecer un sirviente que ya llevaba tiempo residiendo en la casa de sus nuevos amos, al principio no le había hablado mucho, pero conforme se iban acercando a su destino, más y más comenzaba a familiarizarlo (en un tono entre amenazador y suplicante) con las reglas más básicas de la casa, enlistándole el sinfín de normas bajo las cuales funcionaba la residencia de los Prado.
Prado. Martín había escuchado ese nombre una y otra vez a lo largo de su vida. Se trataba de la familia que ejercía el control sobre el territorio del sur. Su próximo sucesor cumpliría veintitrés años dentro de pocos meses y tal como lo dictaba la tradición, era su derecho disponer de un hechicero para que este cumpliese con todos sus deseos y caprichos. Al menos así lo había entendido Martín y la idea no le emocionaba en lo más mínimo. El solo hecho de abandonar su hogar, familia y estilo de vida ya le molestaba. Pero el tener que hacerlo para convertirse en el lacayo personal del futuro responsable de los inhumanos impuestos que pagaba su gente cada mes realmente le parecía la peor condena que podrían haberle impuesto. Sin mencionar que tarde o temprano todo el mundo lo asociaría ya solo con la imagen del gobernador...
Lo peor era que no podía hacer nada en contra de aquello. Trató en un primer momento considerar sus opciones: a dónde escapar, dónde esconderse, cómo sobrevivir... Sin embargo, no tardó en sentirse infinitamente ridículo por aquello. Si hacía eso, ahí sí podría realmente considerarse que había abandonado a su familia, ellos sufrirían las consecuencias de su desertar. Así que intentó verlo del lado positivo, consolándose con que viviría en un palacio ("residencia" como lo llamaba el sirviente que aún no se callaba), comería bien todos los días, no pagaría impuestos y por fin podría ver con sus propios ojos las condenadas alas de las que tanto se hablaban. Incluso ganaría algo de dinero propio, que eso ya era algo.
-¿Cuánto falta? –le cortó, sin más, el monólogo al viejo sirviente cuando dejaron los campos de cultivo atrás y siguieron a lo largo de una pradera que no lucía más que pastos y uno que otro arbolito.
El viejo frunció el entrecejo al verse interrumpido.
-Menos de tres horas –respondió sin ganas y Martín le creyó, porque hace un buen tiempo que llevan sobre aquella impecable carretera.
De dónde él venía, habían solamente caminos de tierra, incluso en las ciudades, aunque posiblemente eso se debía a que sólo había estado en ciudades humanas. Era difícil decir que se estaba de acuerdo con la vida que se había recibido, en especial siendo humano. Sin embargo, Martín nunca se había quejado, al menos no en serio. Verdaderamente no le importaba mucho el cómo le tocó llevar su vida. No era una princesita refinada que necesitase de mucho, tal vez sólo un poco vanidoso cuando le daba la gana, pero no iba más allá de eso. No era pobre, creció en una casa en la que nunca faltó nada y vivía (o había vivido) rodeado de gente que lo quería de alguna manera u otra. Y era un mago. No, realmente no podía quejarse.
Lo único que esperaba era que en aquella enorme casona, que por fin se asomaba junto con los primeros árboles decentes, no se acabase aquel optimismo.
Verdaderamente no era un palacio propiamente dicho, si bien Martín sabía que de seguro tenía el mismo valor que uno. Era una casa señorial de aspecto bastante antiguo pero sumamente cuidado. Estaba pintada completamente de blanco, aunque el humano creyó percibir un leve tono rosado entremezclado en el color. O tal vez eran sus ojos. Las rejas, igualmente blancas, se abrieron solas cuando la carroza se aproximó a ellas y los caballos no se detuvieron hasta haber posicionado el vehículo delante de la puerta principal. La entrada, ya sola una obra de arte con sus ornamentos tallados y sus manijas doradas, estaba abierta a la mitad y frente a ella esperaban dos mujeres. Cuando Martín bajó de la carroza, se asomaron también dos hombres más, ocupándose de su baúl y de su maleta, sin detenerse siquiera a saludar o preguntar si era realmente aquel, al que se estaba esperando. Aristócratas, pensó el rubio algo irritado, al parecer hasta sus esclavos eran molestos.
-Martín Hernández –oyó entonces que lo llamaban y su mirada corrió hacia la mayor de las dos empleadas, al parecer el ama de llaves.
-Ahm... Sí, tal parece.
-Me alegra ver que está tan seguro –se le salió el comentario sarcástico a la mujer y Martín enarcó una ceja-. En fin, sígame, por favor.
Y sin esperar a ver si la seguía o no, se volvió sobre sus talones y echó a caminar dentro de la casa. Martín, soltando un suspiro y pensando sarcásticamente que ya ha encontrado una primera amiguita, subió los diez escalones que halló frente a sí y entró por la puerta principal. La otra mujer recién se movió cuando pasó a su lado y se mantuvo a su altura, caminando con él sin decir ni pío.
Lo primero que lo saludó dentro del edificio era un enorme recibidor. Todo era tan… grande y blanco. Frente a él, al otro lado de la estancia, se alzaba una amplia escalera de mármol que luego más arriba se dividía en dos. Tanto a la derecha como a la izquierda de la escalera había una puerta, así como a cada extremo del recibidor partía un nuevo corredor. Pero antes de poder seguir contemplando el nada pequeño lugar, un "por aquí, por favor" lo sacó de su asombro y le devolvió la irritación. El ama de llaves esperaba al inicio de uno de los corredores y Martín y la otra sirvienta la siguieron.
-...el comedor principal solo es utilizado en ocasiones especiales, cuando la familia recibe visitas importantes... A continuación, el comedor secundario...
El paseo por aquella casa era eterno, simplemente no quería acabar. Lo que más le asombraba a Martín, era que hasta ese momento no se habían cruzado con nadie más. O que la señora esta no se quedara nunca sin saliva. Se preguntó dónde estarían los señores de la casa, pero también los demás sirvientes.
-...desayuno a las nueve, almuerzo a las dos y media, cena...
Parecía que ya iba a anochecer...
-¿Alguna pregunta?
Martín parpadeó.
-No –respondió por puro reflejo, bien sabiendo que ninguna de sus preguntas sería bienvenida y por lo tanto tampoco respondida. La mujer lo observó con ojo analítico.
-¿Es usted realmente un hechicero?
Martín rodó los ojos fastidiado. Si bien le agradaba el ser tratado de "usted" y "señor", aquella pregunta siempre lograba sacar lo peor de él.
-Soy un mago.
-Oh, pero creí que los señores habían pedido un hechicero.
-Qué se yo –masculló, costándole no ladrarle ofendido a la doña-. No es como si yo hubiera tomado la decisión.
-Debería cuidar ese tono –lo interrumpió la mujer, entornando los ojos-. No le va a ir bien si habla así aquí.
-Es cómo hablo, che...
-¿Che? –la mujer alzó una ceja y Martín no pudo evitar rodar con los ojos.
No tenía realmente ganas de ir dando explicaciones sobre su manera de hablar, ya mucho tenía con que le hablen raro a él. El ama de llaves frunció aún más el entrecejo, mas no siguió preguntando.
-Bueno, en tal caso, recuerde bien las habitaciones. Le haremos llegar un mapa en todo caso, pero es bueno que esté familiarizado con el lugar, a los señores no les gusta que...
-¡Pilar!
La mujer dejó de hablar de golpe al ser llamada tan repentinamente y se volvió hacia la voz que la llamaban.
-¡Ya vienen!
La sirvienta soltó una exclamación y olvidando por completo a Martín echó a correr nerviosa a lo largo del corredor. Se apuró en llegar lo más rápido posible de regreso al exterior, saliendo por una de las grandes puertas de vidrio que daban hacia la terraza. Martín decidió seguirla, más que nada porque muchas alternativas no tenía, y se quedó parado detrás de ella, tratando de adivinar hacia dónde mirar. No veía ninguna carroza aproximarse ni nada. Sus ojos recorrieron el campo que se extendía detrás de la casa, llegando a rozar los primero árboles del bosque que había más allá. Pero no veía nada... Aunque escuchó muy bien el grito de admiración del ama de llaves, cosa que primero lo hizo rodar con los ojos, aunque luego su cuerpo entero se quedó quieto y su mirada permaneció prendida del pequeño punto que descendía del cielo a gran velocidad.
Martín no vio alas, sólo un relámpago oscuro que impactó contra el suelo. Vio plumas, eso sí, vio cómo pequeñas revoloteaban por el aire hasta querer tocar el suelo, sin embargo, antes de que eso pudiese suceder, el segundo relámpago descendió, seguido por un tercero. Sus ojos no lograron captar a aquellos seres, eran demasiado veloces, pero una vez que aterrizaron y la sorpresa del primer instante se disipó, pudo reconocer a aquellas tres figuras. La primera de ellas, un hombre alto y robusto, echó a andar hacia la casa, entrando por la gran puerta de vidrio de la terraza. Lo siguieron las otras dos figuras de cerca, escoltándolo como soldados. Sus ojos corrieron lo más rápido que pudieron para inspeccionar las espaldas de aquellas personas, mas no encontraron alas. Un sabor amargo y una profunda decepción se apoderó de él.
-Vamos –farfulló el ama de llaves mientras volvía a acercarse a la entrada de vidrio.
Martín, siguiendo a la sirvienta un par de metros por detrás, ni siquiera fue tomado en cuenta por los recién llegados. Al menos lo creyó así, cuando en eso el más pequeño de los tres se detuvo en la puerta, volviéndose hacia uno de los sirvientes que estaba ahí parado.
-¿Y ese? –quiso saber con altanería.
Martín no pudo oír lo que decía exactamente, mas lo dedujo. El chico (realmente era un chiquillo, no debía tener ni dieciséis años) hizo una mueca y terminó de entrar, dándole la espalda a Martín.
Y ahí lo vio. Era realmente imposible no notarlo ahora: tanto la casaca como la camisa del chico tenían un recorte en forma de óvalo. Al descubierto quedaba la mayor parte de su espalda, sobre la cual lucía un tatuaje negro. Es decir, cualquier humano común y corriente habría dicho que era un tatuaje, pero Martín no era un mago por nada. Sabía perfectamente que esa clase de marca era un sello mágico.. Sus ojos observaron como este se fue achicando conforme el chico se alejaba a lo largo del corredor. Era negro como todos los sellos que había visto en su vida, una espiral de cola invertida con puntas curvas adornándola.
-El señorito Julio no tolera que cualquier humano lo mire o le hable, así que yo me andaría con cuidado, en especial tú –musitó Pilar, haciéndole un gesto para que la volviese a seguir.
-Yo no soy cualquier humano –replicó Martín haciendo un esfuerzo por no fruncir el ceño, mordiéndose la lengua para no espetarle a la mujer un "soy un mago de primer orden".
El ama de llaves alzó una ceja.
-Me temo que aquí sí.
Martín resopló fastidiado.
-¿Ese es mi nuevo...?
-No, el señorito Julio es el menor de los hermanos –explicó Pilar y una pequeña esperanza revivió en Martín.
Al mismo tiempo, un nuevo temor nació.
Su habitación, asombrosamente, estaba dentro de la casa de los señores. No era una maravilla, pero era más grande de cualquier otra cosa que haya tenido antes. Sus pertenencias ya se encontraban ahí. Inspeccionó primero el lugar con la mirada, descubriendo que incluso habían ordenado sus cosas y que los pocos libros que le pertenecían habían sido colocados en el estante junto al escritorio. Al abrir el armario, bufó pensando en que había perdido hasta la privacidad, aunque el enojo se le fue rápido ante la idea de ya no tener que encargarse él del orden. De hecho, notó que incluso había ahí más ropa de la que había empacado.
La cama era increíblemente cómoda. Se hundía bajo su peso y era suave, como un nido de algodón y plumas. Las sábanas limpias todavía olían ligeramente perfumadas. Con un suspiro dejó que su cuerpo cayese hacia atrás. Su mirada se colgó del techo, viendo la lámpara que pendía de él. Todo era muy elegante, no extremadamente lujoso, pero con clase. Si bien siempre le había gustado tener cosas buenas, nunca había estado en una habitación como esta. No estaba acostumbrado a aquello, aunque una vocecita en su cabeza le susurraba que no le costaría adaptarse a aquello, especialmente a la cama. Se preguntó si ese sería su dormitorio por el resto de su vida. Esperaba que no, esperaba todavía que algún día lo dejasen volver.
No se percató de que se había quedado dormido hasta el momento en que llamaron a la puerta. Parpadeó confundido, sin entender primero en dónde se encontraba. Oyó que nuevamente golpeaban la puerta de aquella extraña habitación. Fue recién cuando lo llamaron por su nombre completo que recordó en dónde se encontraba. Se paró a regañadientes y tropezó hacia la puerta, abriéndola con mala cara. Pilar lo miró con gesto desaprobatorio, no gustándole su cabello desordenado ni sus ropas desaliñadas, mas no dijo nada al respecto.
-La cena se servirá dentro de media hora –informó sin dejar de inspeccionarlo con sus ojos inquisitivos.
Martín se removió incómodo.
-Voy a cenar con, eh... ¿los señores?
El ama de llaves soltó una risa ahogada.
-Sí, tal parece, así que procure estar presentable –masculló con desagrado y se dio media vuelta-. Espero que recuerde dónde queda el comedor secundario.
Martín asintió. Obviamente que no recordaba donde estaba el maldito comedor secundario. Renegando entre dientes volvió a cerrar su puerta, apoyándose en ella mientras se pasaba una mano por el cabello enmarañado. Cenar con los aristócratas, genial... No llevaba ni un día ahí y ya estaba seguro de que le desagradaban demasiado. Realmente no tenía ganas de cambiarse de ropa, quería irse de nuevo a dormir. El viaje había sido agotador y no daba ni para darse un baño. No obstante, sospechaba que no sería bien visto si se presentaba sin haberse aseado primero, por lo que tocaba darse una vuelta por el baño anexado a su cuarto.
Igual que su habitación, este era pequeño pero refinado, casi todo de un blanco inmaculado y frío. Se enjuagó la cara, se peinó y se perfumó antes de buscar un cambio de muda. La idea de una vida así lo inquietaba. Ser ordenado, ser educado, ser obediente, no responder… No era lo suyo, aunque mucha opción no tenía.
Se contempló en espejo al interior del armario, contemplando su rostro más que nada. Se veía cansado. No tenía ojeras por suerte y eso que casi ni había dormido durante el viaje. Su cabello, a pesar de sus esfuerzos, no sólo estaba disparado en todas la posibles direcciones, sino que también tenía un aspecto grasoso y sucio, igual que su cara. Su mechón más rebelde casi parecía orgulloso de sobresalir tanto. Al menos era guapo, pensó un tanto frustrado.
Veinte minutos más tarde y aún renegando sobre cómo habían ordenado su ropa, que no encontraba lo que quería, Martín salió de su habitación y a paso firme y decidido echó a caminar, si bien no tenía idea a dónde se suponía que debía dirigirse. El mapa que le habían prometido le vendría a ser muy útil, eso si se lo hubieran en efecto dado. Tarde o temprano encontraría el dichoso comedor secundario, se dijo, aunque no recordaba haber pasado por uno, de seguro que la mujer amargada nunca se lo mostró.
Dio vueltas de seguro por casi media hora, pasando por corredores interminables y ventanales más altos que un árbol. Se cruzó varios sirvientes, mas no se detuvo a preguntarle a ninguno, al menos no hasta que había pasado un buen rato y el mago se hartó.
-Disculpa, ¿me podés decir dónde está el comedor secundario? –le preguntó a una chica que pasaba apresuradamente a su lado, cargando lo que parecían sábanas dobladas.
Miren que hasta se esforzó por preguntar educadamente.
La muchacha, cuyo cabello lacio, diferente a las demás mujeres que trabajaban ahí, estaba suelto y le llegaba hasta la mitad de la espalda, lo miró con una ceja alzada, inspeccionándolo de pies a cabeza. Martín frunció el ceño, pero antes de que pudiera decir algo más, la empleada habló:
-Los señores han decidido cenar afuera en la terraza para aprovechar el buen clima –explicó y sin más siguió su propio camino.
Martín no pudo ni agradecer, aunque "afuera" tampoco ayudaba a orientarlo mucho. Decidió que a lo mejor estarían en la terraza en la cual habían aterrizado, pero antes de que pudiese emprender en busca de los llamados señores, la voz del ama de llaves resonó por el pasillo.
-¡Hernández! –chilló Pilar y el rubio pegó un salto-. ¿Se puede saber dónde...?
-¡Che, pudieron haberme dicho que no comerían en el comedor ese! –la interrumpió Martín, no estando de humor para que le gritasen.
La mujer frunció el ceño.
-Sígueme –fue todo lo que dijo y se giró sobre sus talones, echando a caminar.
Martín la siguió a regañadientes, sin comentar nada respecto el que lo haya tuteado.
Los dueños de la casa se encontraban en otra terraza, una que se encontraba en el segundo piso y que estaba llena de macetones con pequeños arbolitos y arbustos perfectamente cortados, sin hoja que estuviera fuera de su lugar. Aquello le incomodó, el lugar tenía una atmósfera artificial y rígida. El dueño de la casa, la cabeza de la familia, ya se encontraba sentado a la mesa junto con el tal Julio, su hijo menor, y una mujer de avanzada edad. La madre del señor Prado, supuso Martín, todavía caminando detrás del ama de llaves, la cual se acercó con cuidado a la mesa.
-Mi señor –se carraspeó y el hombre dejó de hablar con su madre-, el mago.
-Ah, por fin –bufó el hombre y miró a Martín, el cual con mucho esfuerzo torció una sonrisa-. ¿Y? ¿Tan difícil era encontrar una terraza?
Martín tragó su respuesta y forzó una totalmente diferente.
-Es una casa grande –dijo, sintiéndose imbécil, y vio cómo el menor de los tres alados se reía entre dientes.
Maldito mocoso. Sólo esperaba que su hermano no fuese igual.
-Claro que lo es –respondió la mujer antes de que su hijo pudiese decir cualquier cosa-. Así es como debe ser.
-Sisa, por favor.
Martín se quedó quieto
-Toma asiento. ¿Martín, cierto? Pilar, tráiganle otra vez su plato. A ver, ¿en qué estábamos? Ah, cierto. Le comentaba a mi madre que habíamos expresado claramente nuestro deseo de la adquisición de un hechicero. Sin embargo, hasta donde tengo entendido, tú eres un mago.
Martín iba a asentir, pero ya estaba Sisa hablando otra vez.
-Dígame, Martín, ¿cuál es la diferencia entre un mago y un hechicero?
"No explotes ahora, Martín, pueden mandarte a la horca", se recordó a la vez que formulaba una respuesta más educada a la que le hubiera gustado escupir.
-Los hechiceros son de conjuros, palabras y objetos mágicos. Los magos no –respondió con tono algo tieso, seleccionando la definición a prueba de idiotas.
-Esa es una manera de ponerlo –siguió hablando el hombre de la casa-. Pero los hechiceros también tienen en promedio habilidades más eficientes.
-Promedios no dicen nada del individuo –replicó Martín resistiendo las ganas de resoplar y rodar los ojos ante una afirmación tan ignorante.
Observó de reojo como le servían algo sobre un plato de porcelana blanca y se lo ponían en frente. Olía bien y recién ahí cayó en la cuenta de lo hambriento que estaba. El señor sonrió, mas no fue una sonrisa cómplice ni amable.
-Buen punto.
Un silencio se instaló entre los presentes, oyéndose sólo el ruido de los cubiertos. Un par de sirvientes se acercaron para llevarse los platos de los alados y les trajeron el postre y café, mientras que Martín seguía comiendo. No tenía idea qué era aquello, pero era demasiado delicioso y por fin algo bueno le encontró a aquel lugar. Debería sentirse mal por compartir la mesa con aquella gente, o sorprenderse de que le cediesen ese "honor".
Luego de un rato, el dueño de la casa retomó la palabra.
-Mi hijo mayor aún no ha llegado, pero debería hacerlo en cualquier momento. Tengo entendido que ya te han explicado antes de venir cuál será tu tarea. Lo único que debes hacer es siempre estar disponible para él y acatar a todas sus órdenes, siempre y cuando estén dentro del perímetro permitido a los de tu especie.
Martín apretó la mandíbula pero asintió. "Los de tu especie" no era algo que le gustaba escuchar, no le agradaba como los alados clasificaban a los hechiceros y magos como otra especie más, ellos eran tan humanos como los demás que compartían su sangre. Su mirada volvió otra vez al menor de los presentes.
-Teóricamente no estás obligado a seguir órdenes de otros miembros de la familia u otros nobles, pero aquí todos sabemos que para tu propio bien lo harás. Todavía eres un plebeyo –añadió entonces el patrón y ahora fueron los puños de Martín los que se cerraron con fuerza sobre sus cubiertos-. ¿Entendido?
Martín tragó con dificultad su bocado y asintió nuevamente. Se sentía alguna clase de animal.
-¿Alguna pregunta?
-Yo sí –volvió a hacerse oír Sisa-. ¿cuándo se supone que tu hijo se dignará a aparecer?
Julio sonrió repentinamente.
-Ahí viene, abuela –fue todo lo que dijo y su abuela frunció el ceño, cuando todas las miradas se volvieron hacia el cielo.
Martín los imitó, sin saber muy bien qué o quién venía, pero luego de un par de segundos lo vio. Se hizo sombra con los ojos para poder seguirlo mejor, pero cuando por fin creyó poder visualizarlo bien, ya estaba descendiendo a la misma increíble velocidad que antes sus familiares lo habían hecho cuando llegaron. Su impacto con la terraza fue exactamente igual que el de sus parientes, rápido e invisible. Aterrizó con las rodillas dobladas, envuelto en plumas que volaron por todos lados, y la figura de un hombre sumamente joven se incorporó rápidamente.
-¡Abuela! –se rió saludando a Sisa mientras se acercaba a la mesa a paso rápido y casi saltarín, como si estuviese emocionado por alguna cosa.
Parecía un niño, se dijo Martín.
La mujer rodó con los ojos, pero Martín ni lo vio. No vio nada más. Su mirada seguía prendida del par de majestuosas alas que surgían de la espalda del chico. Eran enormes, mucho más grandes de lo que Martín alguna vez se había imaginado, mucho más asombrosas de lo que creyó. Surgían de atrás de su cabeza, como dos arcos macizos que lo coronaban, como un halo que completaba su aura angelical e inocente. Eran totalmente blancas y se movían suavemente detrás de sus pasos, ya casi quietas y ajenas a la hiperactividad de su dueño. Éste caminaba apresurado hacia la mesa donde su familia comía.
-¿Qué te he dicho de venir tan tarde para la cena? ¡Siempre lo haces! –riñó la señora y su nieto se encogió de hombros, aludiendo que se había perdido en el camino-. ¡Como si te pudieras perder si sólo tienes que volar en línea recta!
-Pero si es muy difícil eso, abue. ¡Nadie puede volar tan derecho sin alguna guía!
El chico se rió y batió una última vez sus alas antes de que éstas se doblaran y desaparecieran. Martín parpadeó, cayendo recién en la cuenta de que aquel sujeto también tenía rostro. Uno bastante agradable a diferencia de sus parientes. Sonreía abiertamente y tenía algo cálido que le inspiraba simpatía. El aura blanca que había creído percibir en un principio se tornó más bien amarillenta y la energía que desprendía zumbaba como una abejita curiosa alrededor de él. El heredero le agradeció a Pilar cuando la mujer se acercó a alcanzarle una casaca y finalmente tomó una silla y se sentó a la mesa, saludando a su hermano. Le desordenó el cabello de manera amistosa y riéndose de la mueca que Julio hizo al tratar de alejarse de su efusividad.
-Miguel –lo llamó entonces su padre con voz firme y el chico se tensó-. Tranquilízate.
Miguel frunció el ceño, pero finalmente obedeció, dejando a su hermano en paz. Martín mantuvo la mirada fija en él, estando ahora completamente consciente de que aquel era el heredero de los Prado. "Y yo su regalo de cumpleaños", se recordó con algo de pesimismo, pero aquello se disolvió rápido cuando volvió a ver al hermano menor. Bueno, podía ser peor. Miguel al menos parecía agradable. Lo siguió con la mirada, todavía comiendo lo último que quedaba en su plato, cuando el heredero alzó la mirada y se percató de que estaba sentado frente a frente con alguien a quien nunca en su vida había visto.
-Tú... –comenzó primero con una expresión algo confundida, pero luego sonrió ampliamente-. ¡Eres el hechicero!
"Hijo de…."
-Eh no, la verdad es que... –comenzó a decir el aludido, pero fue rápidamente interrumpido por el padre de la familia.
-Lo siento Miguel, pero lamentablemente te han traído solo un mago. Si deseas podemos devolverlo y mandar a buscar otro que sí se ajuste a nuestras expectativas.
Martín frunció el ceño, notoriamente disgustado por aquello último. Su mirada fue a parar con el heredero, el cual solo lo escrutó, sorprendido y curioso, y luego cerró los ojos, decidiendo que ni la mejor comida del mundo lo valía. Este lugar era una verdadera mierda.
Para su sorpresa, Miguel se echó a reír.
-Lo siento, a veces se ponen así –suspiró Miguel sentándose en su cama-. No es que sean malas personas...
Martín no se volvió a mirarlo, sino que permaneció con la mirada fija en el jardín que se expandía bajo sus pies. Trató de no pensar en el enorme dormitorio que había detrás de él, ni en el chico que estaba ahí también, pero en vista de que este le estaba hablando, no tenía mucha opción. Sus manos se posaron sobre la baranda del balcón, el cual también era bastante grande, de puertas altas, hechas de vidrio. De hecho, todas las puertas y ventanas en aquella casa eran altas y amplias y gran parte de las entradas eran de vidrio. Las ventanas mismas casi parecían puertas, tal vez porque seguramente eran utilizadas como tal. Se sentía como en una pecera.
-No importa –murmuró, aunque ciertamente importaba y mucho.
Él no era un simple objeto que se cambiaba por otro y más que nada, él no era un incompetente. Es más, podría simplemente haber dicho que era un hechicero y ninguno de esos malditos esnobs habría notado la diferencia.
-A mí no me importa que no seas un hechicero –volvió a oír a Miguel luego de un rato de silencio-. Me agradas y la verdad es que no entiendo cuál es la diferencia. Mago, hechicero, chamán... Son casi lo mismo, ¿no?
-No –replicó Martín y suspiró sin querer-. Los chamanes se relacionan más con el espiritismo y todo el tiempo andan hablando con la naturaleza o algo así. Son unos raritos, pero buenos médicos, los mejores de hecho.
-Ah... –Miguel soltó un silbido y se encogió de hombros-. Sí, una vez tuvimos un médico chamán.
-Además –prosiguió el humano-, ellos no hacen "trucos de magia", como lo llaman ustedes. Bueno, técnicamente nosotros tampoco, se llama magia y ya. No hay más.
Miguel asintió, meditando las palabras de Martín. El chico le caía bien, le agradaba su manera de ser, era diferente a todo lo que estaba acostumbrado. La gente que él conocía o había conocido eran o nobles estirados sin sentido del humor o sirvientes asustadizos que corrían a cumplirle hasta el más mínimo capricho sin pensárselo dos veces. Excepto su madre, su madre había sido diferente, también. Había tenido algo que ahora reconocía en Martín, aunque no sabría decir qué era.
-Oye... Pero eres un mago –volvió a hablar y el rubio alzó una ceja, decidiendo que ya había estado suficiente tiempo en el balcón y dándole la espalda a su "jefe".
-No me digas. Decime algo que no sepa –se rio, gustándole esa libertad implícita de poder tutearlo.
Se apoyó en el marco de la puerta, cruzando los brazos y observando a Miguel. Este, sin darle importancia al hecho de que no lo tratase con el acostumbrado tono sumiso, se mordió el labio mientras se quitaba los zapatos y cruzaba las piernas, sentándose en su cama.
-Entonces puedes hacer magia.
-No creo que "hacer" sea la palabra, la magia no se hace. Pero digamos que sí.
Miguel asintió, procesando la información. Parecía pensativo, pero con esa cara de niño solo lo hacía lucir chistoso. Martín apretó los labios con fuerza, tratando de imaginarse que así siempre sería. El chico le haría alguna petición extraña y ridícula y él tendría que obedecer. Le agradaba Miguel, pero no la idea de ser su circo privado.
-Entonces haz... Algo, magia, como sea que le digas –pidió Miguel y Martín se humedeció los labios.
-¿Qué quieres que haga?
-Lo que sea, por ahora solo quiero ver que hagas algo.
-Eso no me ayuda, se supone que debo cumplir con tus expectativas y todo eso –bufó el mago y Miguel sonrió divertido.
-A mí me basta con que hagas flotar un objeto.
Martín alzó una ceja.
-¿Te estás burlando de mí?
-Claro que no.
-Mentiroso –masculló Martín con el orgullo herido.
Instantáneamente un fuerte viento irrumpió en la habitación y un ruido violento, como el de una explosión, resonó. Miguel alzó la mirada asustado y soltó un jadeo de sorpresa, su cara dibujando una nada disimulada expresión de asombro e incredulidad. Martín sonrió, no contemplando la lluvia de pequeños fragmentos de colores que llovía del techo del dormitorio, sino la cara del heredero. Miguel intentó decir algo, pero falló, no pudiendo articular palabra alguna.
-¿Sabés, Miguel? El problema no es que yo no esté a la altura de sus expectativas –musitó Martín después de unos minutos cuando la lluvia colorida se había calmado, acercándose a la cama donde Miguel seguía sentado, boquiabierto y con los ojos como platos.
El mago se quedó parado frente al chico y tuvo que reírse ante lo asombrado que estaba por un hechizo tan simple como aquel. Vamos, que solo era un poco de color lloviendo del techo. Alzó una mano, dejándola suspendida sobre la cabeza de Miguel. Pétalos rojos y escarchas brillantes volvieron a caer, pero esta vez solo de su palma, cubriendo la cabeza negra de Miguel.
El contraste era hermoso.
-El problema es que ustedes no están a mi altura.
