CAPÍTULO I

El comienzo del invierno.

La percepción de la belleza es algo innato en cada ser humano, aunque es cierto que la concebimos de diferentes maneras. Es algo íntimo y personal. Es mentira que no nos importe qué tan bellos somos a los ojos de los demás. Buscamos constantemente la aprobación de nuestros amigos, y especialmente de nuestro objeto de atenciones románticas.

Comencemos esta historia con una comparación. En primer lugar, describamos a una niña pequeña, digamos que tiene 9 años. Ella es menuda, pero con músculos fuertes de tanto trepar árboles. Su cabello es de un rojizo oscuro, rebelde con el viento, pero del color tranquilo de un atardecer. Montones de pecas llenan su rostro infantil, pero sobresalen dos ojos color esmeralda que brillan con una gran vida. Podemos agregar que es muy valiente, ya que a pesar de ir bien vestida con encaje y seda, juega con su mascota sin importarle ensuciarse. Ahora fijemos nuestra atención en el niño que la mira desde detrás de un arbusto; es bajito, así que no se podría asegurar si es más pequeño que la niña; es de una complexión escuálida, y rostro demacrado. Sus ojos negros, revelan una gran astucia, pero se ve ensombrecida por las marcas color púrpura que son sus ojeras. Desgraciadamente, sus ropas no son a su medida y están sucias al igual que su cabello negro mal cortado se encuentra aceitoso por la falta de cuidado, lo que le confiere un aspecto muy desaliñado. Finalmente, el rasgo más característico es su nariz torcida. ¿Quién de los dos opinarían que es más bello? ¿Quién tendría una vida más cómoda? Y sin embargo, poco mencionamos de sus cualidades internas y habilidades.

No podría ser menos cierto, que en aquel año donde sucedió esta historia, estos cánones sobre perfección fuesen especialmente difíciles. En esos tiempos, la belleza constaba, además de un rostro bien definido y armonioso, nariz perfilada, una figura llena de salud y mejillas sonrosadas, de contar con un título nobiliario, grandes terrenos o propiedades, o una gran herencia… Es decir también, ser un buen partido.

Severus Snape Prince sabía sobre esas imposiciones de belleza, como sabía un poeta sobre física. A pesar de llevar el apellido de un príncipe, su sangre no era pura. Había crecido gracias a la misericordia divina y de algunos vecinos, puesto que sus padres poco se preocupaban por el único hijo que tuvieron. Sev se la pasaba vagando por los prados cercanos a su humilde casucha, recolectando plantas, bichos y hongos que luego mezclaba para generar compostas. Deambulaba siempre ejercitando las piernas flacas y su cerebro sediento de conocimiento. Al ser pobre, su familia no le había podido pagar clases con algún profesor, y mucho menos enviarlo a la escuela, así que aprovechaba los libros del sótano que sabía pertenecían a su madre, y también cada vez que aquellas señoritas de alcurnia y sus familias hacían sus visitas misericordiosas a la gente menos favorecida por las circunstancias. Aquellas señoritas y sus madres asistían a su casa aproximadamente cada cuatro meses, a menos que existiera en la ciudad algún baile que las mantuviera ocupadas en las frivolidades de la sociedad. En esas ocasiones que los iluminaban con su presencia llena de vestidos suntuosos y pedrería comprada en Rusia, Sev lograba convencerlas con su astucia de que le dejaran algún libro como regalo, en lugar de ropa o zapatos. Para él, los libros tenían más valor y belleza que lo que le podría ofrecer los trajes de seda. Su amor por el conocimiento era tan evidente, que un caballero se personificó para darle clases y a los cinco años ya sabía leer.

Una mañana de enero, justo un mes después de haber cumplido los ocho años, su empobrecido pueblo recibió la visita de costumbre de las señoritas de la ciudad haciendo caridad. Él esperaba ansioso la llegada de material nuevo para estudiar, y era tan vehemente su deseo, que, no pudo esperar dentro de las puertas de su casa. Salió disparado de su deslucida habitación inmediatamente después de haber visto por el ventanal la llegada de los carruajes al pueblecillo. Su corazón palpitaba locamente mientras cruzaba la habitación ignorando los reparos de su marchitada madre, y jubiloso recorrió los campos de lavanda que bordeaban el lugar donde vivía. Llegó tan pronto, que tuvo que esperar bajo el arce que estaba en su entrada a que el carruaje se asomara por su casa. Aunque la nieve le llegaba a las rodillas, empapando su ajado pantalón, él esperó. Pudo distinguir las figuras desde varios metros antes, y se dio cuenta que hoy, las señoritas Black, acudían junto a un anciano alto de cabellos plateados y muy barbudo.

Al entrar en el camino, detuvieron el carruaje al verlo, cosa que no habían hecho antes, puesto que siempre pasaban directo a las casas.

−Buenos días, jovencito –saludó el longevo caballero, y, cosa asombrosa para Sev, se bajó del carruaje. Llevaba una gran túnica color violeta con ornamentos en dorado, cosa muy extraña. El armazón de sus gafas de media luna brillaba con el reflejo del inmensamente tímido sol de la mañana. Y sus ojos de un azul impresionante, lo miraron con un sincero interés.

−B-buenos días.

Usualmente ningún adulto le dirigía la palabra a él, un simple niño. Y mucho menos alguien con un título aristocrático.

−Pueden continuar, bellas damas, el frío no nos tiene piedad hoy –se dirigió hacia las personas del carruaje. Ellas asintieron un poco confusas por su comportamiento y continuaron su avance. Se volvió a dirigir a Sev. –Logro notar que le emocionan mucho estas visitas, ya que el clima no le detiene. ¿Cómo se llama?

−M-e gustan los libros que traen –comentó en tono nervioso. Sus mejillas se tiñeron de color rosa. –Soy Severus… −consideró si usar o no el apellido Prince de su madre, pero al final decidió ser completamente sincero. −…Snape.

−¿Qué clase de libros le gustan, señor Snape?

¿Señor? ¿Le había llamado señor? Este caballero, sí que estaba chiflado. Él era un pobre niño de una familia en quiebra, y él le llamaba señor. Ni siquiera tenían criados. Los únicos terrenos de su familia se los había ganado su padre en una apuesta, sin eso, estaba seguro que habría acabado en un orfanato… se preguntó de repente si de ser así, hubiese comido mejor que lo que hacía…

−¿Eh?

−Creo que escuché mal, o estábamos hablando de libros, antes de perder su concentración.

−¡Ah! Sí… libros. Me gustan los libros que traen… porque son de árboles y plantas que son… buenas, son útiles para… para hacer cosas… como… curar gente de enfermedades −…y también me gustan los libros que esconde mi madre en el sótano, pero eso no lo dijo en voz alta. Era muy malo expresándose.

−Las plantas pueden curarnos de muchos males, señor Snape. Más de los que se imagina.

Ese fue el primer encuentro que tuvo con el Marqués de Hogsmeade, Albus Percival Wulfric Brian Dumbledore. El Marqués Dumbledore, era un gran personaje en toda la comarca. Se caracterizaba por ser un filántropo en cada aspecto de su vida. Había donado gran parte de su riqueza a la fundación de orfanatos y su principal proyecto era el gran Colegio Hogwarts, que admitía, sorprendente, a jóvenes de todos los estratos sociales, cosa realmente fuera de lugar en todo el Reino, que se identificaba por ennoblecer solo a los poseedores de grandes riquezas. Por el momento, Hogwarts, tenía un pequeño grupo de estudiantes a su cuidado, a pesar de sus ideas extremadamente avanzadas para su tiempo. La reputación del Marqués era internacional, y los padres, aunque preocupados por las enseñanzas excéntricas del también director, lo minimizaban, ya que tener a sus hijos estudiando en la escuela del amigo del rey, era lo que le daría más de qué hablar en los bailes.

Esa fue la única vez que vio a Albus Dumbledore en las visitas altruistas de las familias de alcurnia. Le obsequió un libro muy grande sobre historias y cuentos de magia, y uno pequeño sobre las estrellas. Pero su conversación fue suficiente para que la ambición innata del joven Sev, junto su imaginación de niño, se mezclaran para crear en él, uno de los objetivos más grandes de su vida: prevalecer en la sociedad mediante el conocimiento. Y qué mejor que en el colegio del Marqués. Le habló de que a esa escuela asistiría gente de toda clase social, incluso podrían asistir niñas, ya que todos por igual tienen el derecho de aprender, que habría una clase fantástica sobre herbolaría y botánica, aritmética, literatura, ¡incluso astronomía!, además de muchas cosas más. Y lo que iluminó su día, y todos sus años venideros, fue que él también estaba invitado, a pesar de lo humilde de su condición, ya que lo que Dumbledore quería, no era la opulencia, sino a niños con valentía, astucia, nobleza e inteligencia; y él personalmente los encontraría, aún si tenía que recorrer todo el reino.

Deseaba que el tiempo pasara deprisa. Sólo aceptarían a niños mayores a 11 años.

Así que todas las tardes, aunque también las mañanas, después de pasear por los campos de lavanda, él se llevaba consigo su pequeña colección de libros para estudiar. Se acomodaba cerca de una pradera a un par de kilómetros de su casa, mientras las mariposas lo rodeaban y jugaban en sus rodillas.

Si no fuese por las circunstancias que atravesaba su familia, las horas escuchando las discusiones de sus padres, la falta de alimentación adecuada, su poca atención o lo pobres que eran, su niñez pudo haber sido muy placentera disfrutando de la naturaleza y los libros. Así pasaban sus tardes, su cerebro se iba alimentando día con día de conocimiento sobre las flores, los néctares y las propiedades de las hojas silvestres.

Su vida era un constante ciclo de pequeños sufrimientos, adornados con la música del viento reflejado en las hojas de los árboles.

Hasta que la conoció.

Fue un día extraño. Habían pasado muchos días desde que vino por última vez un carruaje a su pueblo, hasta que después de más de seis meses, apareció en el claro donde le gustaba apostarse para leer. No creía en el amor a primera vista, puesto que sólo era un niño de ocho años. Pero al verla, algo en su interior le revolvió las entrañas y le llenó el cuerpo con una turbación extraña… y esa sensación le gustó. Su cabello rojizo estaba atado en un par de trenzas muy elaboradas, pero al estar ella corriendo por el prado, se había llenado de hojas y ramitas. Necesitaba saber más sobre ella. La observó fijamente desde detrás de un árbol. No podía ni quería mirar a otro lado.

Él no sabía, que sus ojos ya no iban a querer mirar jamás a otra dirección.


N/A: ¡Hola! Gracias por leer hasta aquí. Espero hayan disfrutado el primer capítulo de esta reinterpretación de la historia de Severus y Lily. Os aviso de que no todo es canónico, sino que dejen volar su imaginación. Saludos y hasta el siguiente cap.