¡Hola!

La verdad es que no esperaba iniciar esta historia, pero como he comenzado las historias de los cumpleaños de Dean, he sentido que los de Sam también tienen que ser contados, y creo que va a haber gente a quien le interese leer (¿o no, sammynanci?) Bien, aclarado esto, debo decir que son historias plenas de brotherly love, he tratado de respetar la línea temporal e histórica y veremos la evolución de Sam desde que era un crío de sólo tres años hasta que se va a Stanford. Y luego tal vez algún cumpleaños de su vida adulta. Veremos. Depende de la musa y de sus pedidos y comentarios. ¡A leer!

TITULO: SUEÑOS

AUTOR: selenewinchester :)

CAPITULOS: no lo sé aún…

Disclaimer: Los hermanos Winchester no me pertenecen a mí sino al genial Kripke y a la CW (¡ya quisiera yo que fueran míos!)

SUEÑOS

2 de mayo de 1986.

Tahlequah, Oklahoma. Este de los Estados Unidos. Capital de la Nación Cherokee.

El calor comenzaba a sentirse cada vez más fuerte en la solitaria ruta. La primavera había llegado y se extendía por esa zona del mundo. El Impala del 67 recorría los caminos con su rugiente motor. Al volante iba un agotado hombre –John Winchester- que llevaba horas conduciendo, decidido a llegar a su destino. En el asiento trasero del vehículo dormían profundamente dos críos de siete y tres años. Eran los hijos del cazador, Dean y Sam, que luego de pasar casi toda su vida en la ruta, se habían habituado a dormir en el automóvil tan cómodamente como en la mejor cama. El hombre siguió su camino perdido en sus propias cavilaciones. El día se prestaba a la reflexión, no sólo por la fecha que era –el cumpleaños del más pequeño- sino también por la soleada tranquilidad que ofrecía el amanecer en esa parte del país. Estaba entrando al Estado de Oklahoma, la nación Cherokee, y se dirigía hacia Tahlequah. Unos días atrás había recibido un llamado telefónico de un sujeto que decía ser conocido de Daniel Elkins y que le solicitó su ayuda como cazador. Le contó que un espíritu rebelde, tal vez un nativo muerto en condiciones extrañas, estaba atormentando una barriada del sur de esa ciudad. Habían intentado toda clase de ceremonias para aplacar al espíritu, pero sin éxito. Elkins había sugerido que lo llamaran ya que John Winchester podía acabar con un ser de esos sin muchas complicaciones. Y era verdad, la furia que guardaba el cazador dentro de sí –surgida y aumentada luego de la muerte de su amada esposa Mary- era suficiente para acabar con cualquier ser extraño que se atreviera a molestar a personas inocentes. Pero esta vez John no estaba seguro de poder hacer tan bien su trabajo. Hacía días, semanas que no dormía bien, en realidad casi no dormía, ya que cuando lo hacía sus sueños estaban plagados de pesadillas y seres demoníacos que venían a llevarse a sus hijos. A ambos o a uno de ellos. El cazador estaba seguro que no eran sólo sueños sino que eran una especie de premoniciones. Mientras así meditaba, miró por el espejo retrovisor para asegurarse que sus críos estuvieran bien y se encontró con la mirada dulce del más pequeño que con un gesto le indicó lo que quería. El hombre detuvo el automóvil por unos momentos y abriendo la pequeña heladera portátil que lo acompañaba en sus viajes, le dio al chiquillo su biberón cargado con leche fría. Por fortuna el pequeño no era exigente y se conformaba con beber el helado líquido tal como estaba. John no tenía tiempo para preparar bebidas calientes. A veces el tiempo lo apremiaba demasiado. Como hoy. Quería llegar al lugar, acabar con el maldito de turno y largarse lo más lejos posible. Deseaba pasar el cumpleaños de su hijo en un lugar donde los chiquillos pudieran creer que eran normales, que llevaban una vida como la de cualquier niño de su edad. Sammy se quedó tranquilo mientras se bebía su desayuno y se apoyó en el mayor, que a esa hora de la mañana dormía a pierna suelta. El padre agradeció que al menos sus hijos le permitieran hacer su trabajo.

Una hora más tarde se registraba en un mugroso hotel en donde pudo reservar una habitación con una sola cama. No le importó. Ni siquiera estaba seguro si pasaría la noche allí. Si lograba acabar con el espíritu vengativo rápidamente, podrían partir esa misma tarde. Los chiquillos se bajaron del vehículo y comenzaron a correr con gran alegría por todo el estacionamiento del motel. John bajó el equipaje y luego entró a la habitación seguido de los pequeños. Preparó las armas que pensaba llevar y luego llamó aparte a su primogénito mientras el más pequeño se entretenía explorando el placard de la habitación.

- Quiero que cuides a tu hermano, Dean –le dijo el cazador.

- Siempre lo hago, papá –le respondió muy serio el rubio.

- Lo sé, lo sé, Dean. Pero quiero que hoy prestes más atención que de costumbre. Estoy muy preocupado por un sueño que he tenido y no quiero que os suceda nada, ni a ti ni a tu hermano. ¿Has entendido?

- Por supuesto, papá. Nada de abrir la puerta a desconocidos, no salir de esta habitación y llamarte por teléfono si algo sucede. ¡Ah! Y controlar las líneas de sal en puertas y ventanas –le respondió el crío enumerando sus obligaciones.

-¡Eso es, Dean! Buen chico –le contestó el hombre revolviendo la rubia cabellera del chaval. Dirigió una última mirada a ambos niños y salió presuroso de la habitación.

Una vez solos, los críos se entretuvieron leyendo unos comics que hallaron en la habitación –en realidad el más grande deletreó algunas palabras mientras el pequeño miraba las figuras- y luego miraron televisión. La hora del almuerzo llegó antes de lo previsto y Dean se halló ante un grave problema. Su padre había olvidado dejarles comida o dinero. En la nevera de la habitación no había absolutamente nada más que agua. Dean miró por la ventana. El estacionamiento aparecía desierto salvo por una anciana que limpiaba verduras en un rincón del mismo. El pecoso hizo un cálculo rápido y dirigiéndose al más pequeño le indicó:

-Sammy, tienes que prometerme que vas a quedarte aquí. Voy a buscar nuestro almuerzo. No le abras la puerta a nadie. Sólo a mí cuando regrese. ¿Has entendido?

- Claro, Dean. Pero… tengo miedo –los ojos del niño se veían enormes.

- No debes temer. Vuelvo en un minuto. Anda, métete en el placard. Allí nadie te podrá encontrar. Y abre la puerta cuando escuches mi voz.

- Está bien, De.

El pequeño no parecía muy convencido y Dean tampoco lo estaba, pero era imperioso que saliera unos instantes. Había divisado un pequeño mercadito atravesando el estacionamiento y dedujo que allí podría conseguir víveres.

El rubio no tardó mucho. Tenía unas monedas en su campera, así que con la excusa de comprar unos caramelos, aprovechó la distracción del vendedor y se robó un par de bolsas de patatas fritas y unos chocolates que pudo tomar sin ser visto. Apenas tuvo los caramelos en sus manos, emprendió el regreso a la habitación. Grande sería su sorpresa cuando halló al pequeño pelando maíz al lado de la anciana cherokee que había visto en el estacionamiento. Corrió con la sangre helada. Su padre iba a matarlo.

- ¡Sam! ¿Qué haces? ¿No recuerdas lo que te ordené? –el pecoso estaba furioso y se notaba.

- Mira, De. Son macíes…

- Sí, sí. Ahora vamos.

La desdentada mujer les sonrió sin decir palabra y Dean empujó al pequeño dentro de la habitación. Suspiró aliviado en cuanto cerró la puerta y colocó la sal. El improvisado almuerzo sólo fue interrumpido por la charla del pequeño, que trataba de hacerle pasar el mal humor a su hermano mayor. Evidentemente, no estaba teniendo éxito, ya que Dean seguía mudo. Había terminado su porción de patatas fritas y ahora se estaba devorando su chocolate frente al televisor. El niñito se aproximó y poniéndole su manito sobre el brazo, le dijo:

- De, ¿sabías que papá me dijo que hoy es mi pucano? ¿Y sabes lo que sucede en los pucanos? Te tienen que decir "Opaliz apiz". ¿Tú no…?

No alcanzó a terminar la oración. Se interrumpió cuando vio los ojos de su hermano agrandarse sobremanera con gran asombro y luego de varios segundos de cavilación, vio asomar al rostro del pecoso una sonrisa tan grande como hacía mucho no veía.

- Si, Sammy, lo sé. Y claro que te voy a decir feliz cumpleaños, hermanito.

Pasaron el resto de la tarde mirando televisión juntos en un sillón. Cerca del atardecer ambos hermanos se habían dormido. En ese momento llegó John, agotado, sucio, pero triunfante. Había logrado acabar con el espíritu rebelde y también había comprado algo para el cumpleaños de su niño: una torta helada. Despertó a los chicos y por primera vez en casi tres años desde la muerte de Mary se permitió tener un momento de felicidad junto a ellos. Rieron, le cantaron el feliz cumpleaños al pequeño, que estaba exultante de felicidad, prepararon juntos la mesa y luego partieron la torta helada. Como no podía ser de otra manera, fue más la cantidad que fue a parar a la cara y los brazos del niño pequeño que la que comió, pero se veía que la estaba disfrutando. Los ojos verdes de Dean brillaban de felicidad por el festejo del cumpleaños de su hermanito. Unas horas más tarde, los niños treparon a la cama así, sucios, pegajosos pero sumamente felices. Ambos se acurrucaron juntos y así se quedaron dormidos. Como todas las noches. John, por su parte, luego de darse una ducha, se quedó junto a la ventana saboreando los recuerdos de esa alegre noche y luego se tiró al piso, cerca de sus hijos, sobre una vieja manta que le sirvió de colchón. No le importó tener que dormir así. Estaban juntos y aún había esperanzas para ellos si podía darles algo de felicidad, como lo había hecho esa noche. Se adormeció lleno de esperanza al lado de los pequeños.