Dolor, angustia, regocijo, traición, desesperanza, euforia, decepción, amor, miedo, orgullo, anhelo. Eran tantas las emociones que luchaban en su interior por llamar su atención que ya no recordaba cual de ellas lo había arrastrado por el tortuoso camino a través de la locura.
Un milenio de una vida relativamente feliz, barrido de un golpe al descubrir lo que muchos mortales han aprendido a asumir: el segundo hijo nunca obtiene lo mismos que el primero. Ese descubrimiento, junto al sentimiento de traición que lo embargó al descubrir que toda su vida (todos esos mil años de buena vida) estaba forjada sobre una mentira, fueron los detonantes de la más inmensa miseria de su larga existencia.
Y tomó decisiones equivocadas. Oh si, muy equivocadas. El peso de sus acciones lo abrumó mientras colgaba del puente, mirando a los ojos de su padre y escuchando las súplicas desesperadas de su hermano. Fue por eso que se dejó caer.
Era su manera de expiar todo el mal que había causado. Perderse en la asfixiante inmensidad del universo era un castigo apropiado para un príncipe descarriado. Vagando sin rumbo en los oscuros espacios entre las estrellas lo llevó a conocer un dolor y angustia que jamás hubiese imaginado. La presión del vacío del universo sobre su cuerpo, la sofocante soledad de los mundos desolados y la atormentada proximidad de los millares de vidas mortales existentes en numerosas estrellas, destrozaron lo que quedaba de su alma y cordura.
Así lo encontró Él. Y al ver que aquel ser roto y arruinado se encontraba más cerca de su amada de lo que Él jamás había estado lo llenó de celos. Por lo que lo tomó y lo volvió a quebrar, acercándolo más a Ella, sin permitirle nunca escapar en sus amorosos brazos. Un una vez que lo tuvo destrozado, incapaz de reconocerse a si mismo, lo moldeó según su carácter y ambiciones.
De pie y con nueva gloria y poder desbordando de su cuerpo, lo envió al mundo mortal que, en su rearmada mente, había provocado su caída.
Llegó como un conquistador. Con porte de rey, se enfrentó a quienes se interponían en su camino, reduciendo fuertes espíritus a simples marionetas, incitando la enemistad entre aliados y provocando pavor entre las masas. Se autoerigió como señor y soberano de un mundo de almas divididas, para terminar con su gloria mutilada antes de poder recibir su corona.
Y así fue llevado ante su padre, o ante aquél que se reconocía como tal. Y un dolor profundo y espeso corrió por sus venas mientras luchaban para desgarrar la cubierta que Él había forjado para reformar su espíritu. Un espantoso dolor que perfiló su alma, recuperando en parte la forma que tenía antes de su ruina iniciara.
Cuando sus ojos recobraron su verdadero color, Él lo encontró.
Nada lo había preparado para su venganza. Ni su caída a través del universo, ni los enfrentamientos con los héroes mortales, ni el reformar de su alma en manos de su padre.
Dolor, no es una palabra que defina lo que Él traía con su venganza.
Lo que Él desató sobre la Ciudad Dorada, el Reino Inmortal.
Sentado en el trono de su padre Él aguardaba. Deseaba verlo arrastrarse, suplicando misericordia y una nueva oportunidad de hacer algo con su patética vida, mientras Él destrozaba a quienes lo habían amado frente a sus ojos.
Pero no quería perdón para su vida. Quería una vida. Nueva, pura, sin pesos ni remordimientos.
Se presentó frente a Él, sin armadura, llevando únicamente el infantil amuleto que su madre le había regalado cuando había aprendido a manejar la magia. Su último resguardo, olvidado durante los siglos. Y mientras el Otro exhortaba a su amo para destruirlo definitivamente, el reunió toda la magia que poseía, la llamó y moldeó. Atrajo el poder de las antiguas reliquias que Él tanto ansiaba. Y con una última sonrisa a su familia…
Destelló.
Si, es el mismo prólogo que Desatados. Esta historia tiene la misma idea base, pero será contada de forma bastante diferente. Espero que les guste.
