CAPÍTULO 1
Sentía que el esfuerzo que hacía era demasiado, la entrada de aire a sus pulmones le quemaba, corría… corría sin cesar. Cada movimiento era como si sintiera que se reventaba por dentro, deseo detenerse, detenerse por fin para no sentir tanto dolor.
Pero no podía hacerlo, era necesario continuar, estaba acostumbrado a obedecer a toda costa aunque le fuera la vida en ello, aunque ya no tuviera fuerza, aunque cada paso lo acercara a un desenlace fatal.
Podía sentir en sus costados la fuerza de los estribos y su cara la fuerza de la rienda, podía sentirlo sobre él, dándole fuertes estocadas con los talones, ordenándole continuar más rápido.
Le habían educado para ceder su voluntad al servicio de un noble hombre, cuyo trabajo era "diferente", habían crecido juntos si podría decirse así, él lo recodaba siendo aún un niño y él un potrillo noble. El chico disfrutaba enormemente el hacerlo correr en círculos para enseñarle el arte de los caballos de su raza.
Él le hablaba con cariño, le acariciaba las orejas y compartía sus manzanas. El niño siempre le acariciaba la larga crin con las manos al quitarle la montura, le susurraba al oído palabras de agradecimiento y disculpas por las duras jornadas y las cabalgatas sin descanso.
Nunca se había sentido tan satisfecho de ser quién era, hasta que su nuevo jinete apareció en su vida. Ambos disfrutaban de una vida feliz hasta ese día… cuando tuvieron que salir huyendo.
Ahora él le exigía que continuara… que continuara.
Resoplaba con la esperanza de ser escuchado, rogaba en sus adentros que él dejara de sufrir como lo hacía en esos momentos. Resoplaba con la esperanza de que él también necesitara descansar.
En ese momento sintió que jalaban su cabeza hacia atrás, se detuvo, su amo bajó se sus lomos.
Él comenzó a babear sin control sentía que le faltaba el aire y un sabor metálico inundó su hocico, no podía ver, sólo sentía temblar sus carnes, bufaba… bufaba sin parar.
Pero permanecería erguido, si este era el fin, permanecería erguido, con la gallardía de un corcel guerrero que por años conoció el calor de unas manos que afectuosas acariciaban sus orejas, el dulce sabor de las manzanas, el cristalino sonido de la risa de ese niño que recordaba, el cariño del hombre que le guiaba ahora, eran amigos sin duda y él como su compañero constante en cada salida hacia lo desconocido. No podía dejarlo así, no…. no ahora…
Le acongojaba dejarlo solo en este paraje, así, tan desesperado como estaba en ese momento, con la cara transfigurada en un rictus de ira, de dolor que él jamás había visto en un rostro tan joven.
Tenía que soportar, no podía dejarlo solo así…
El jinete caminaba en círculos con los puños y dientes apretados, se quitó la capa, y abrió los botones de su camisa, necesitaba aire… no podía respirar. Dejó al descubierto el pecho, el frío de la noche le dio un golpe seco, doloroso haciendo que sintiera una punzada aguda en la piel al descubierto.
Su vista se nublaba las imágenes de los árboles en la noche oscura se levantaban amenazantes contra él. No podía resistirse más, se paró en medio del claro del bosque con las manos crispadas a la altura de su cabeza y desde lo profundo de sus entrañas emergió un grito, un grito desgarrador, doloroso, prolongado. El hombre se desplomó de rodillas en el suelo y lloró, lloró con desesperación, el cuerpo convulsionado en espasmos de llanto pedía redención, suplicaba perdón…
