I've got to tell you my tale, of how I loved and how I failed (The Verve – History)
"Donde hubo fuego siempre quedarán brasas". Así reza uno de tantos dichos populares, convertidos prácticamente en tautologías a lo largo de siglos, quizás milenios, de vivencias acumuladas corroborándolos con mayor o menor precisión. Y, como uno de tantos dichos populares, no se tiende comúnmente a prestarles atención hasta que se cumplen. Tal ha sido mi caso. O quizás debería rectificar. Sí... no refleja con exactitud la realidad. "Tal ha sido su caso": más apropiado, sin duda. Mi papel en esta obra se limita al de un pasivo espectador de lo inevitable, aunque desde mi perspectiva egoísta e implicada en cierto modo bien podría definirme como víctima.
Porque, después de todo, era inevitable que ocurriera. A decir verdad, que yo recuerde, resulta tremendamente ingenua la sola posibilidad de concebir la existencia de un momento concreto en que, echando definitivas paletadas de tierra sobre la hoguera, hubieran puesto un punto final explícito a su relación. Sencillamente, y sin dar explicaciones, Saga desapareció de la noche a la mañana. Y aquello destrozó a Milo hasta el punto de que él, uno de los más fieles defensores de Atenea y por ende del Santuario, llegó a jugarse caprichosamente la vida en un intento de desertar e ir a buscarlo, ignorante, al igual que casi todos nosotros, de que apenas hubiera tenido que atravesar cuatro casas zodiacales desde la suya propia para hallarlo. El incidente fue callado, intervención del Sumo Sacerdote mediante, para evitar el deshonor que suponía que uno de los mismísimos caballeros de oro hubiera intentado huir. Y, ahora que ha acabado por salir a la luz toda la verdad sobre lo sucedido entonces, sospecho que no fue el honor el único motivo que llevó al propio pontífice a tomar cartas en el asunto.
Continuando con la analogía entre Saga, Milo y la hoguera, tal vez no se echara tierra encima, pero la relación matemática existente entre tiempo de combustión y oxígeno consumido es directamente proporcional, y este último gas no es infinito, con lo que la intensidad con que las llamas ardían fue debilitándose a medida que el devenir de los años incrementaba el número de granos de arena caídos en el gran reloj de Kronos. Es aquí donde se produce mi entrada casi casual en la historia, un eventual tercero en discordia que en vano trató de apagar definitivamente las llamas, o al menos de reemplazarlas por unas nuevas.
Entre el caballero de Escorpio y yo siempre había existido una gran amistad, no es ningún secreto. Contrariamente a lo que cualquiera podría suponer, no somos tan diferentes como parece, y aun en las diferencias nos complementábamos a la perfección. En los años que sucedieron a la marcha de Saga constituí su principal soporte, y no es arrogante por mi parte suponer que mi tímido apoyo ayudó a mitigar el profundo dolor que todavía albergaba, incluso durante mi segundo periplo en Siberia, durante el cual toda comunicación entre nosotros se establecía vía correo A mi retorno, todo parecía continuar igual, nuestro lazo más estrecho si cabía.
Pocos meses después, se acordó celebrar una festividad en honor a Odiseo, favorito de Atenea en tiempos mitológicos. Por lo que puedo recordar de aquella noche, parecían más bien las Grandes Dionisíacas. El alcohol corría en abundancia, y las ánforas se vaciaban con gran velocidad. En aquella ocasión también se había permitido la asistencia de amazonas, y previsiblemente todo acabó en una especie de etílica bacanal. Yo no fui una excepción, y si bien me mantenía consciente de todo cuanto acontecía a mi alrededor, mis sentidos se encontraban levemente entorpecidos, y me sentía más liviano, como si por unas horas me hubiera desprendido de mi timidez, de mis inhibiciones. Y Milo, que permanecía sentado a mi lado tampoco estaba mucho mejor. No sabría expresarlo con certeza, pero a mis ojos lucía diferente. No que de pronto me pareciera más o menos atractivo, siempre había llamado la atención a propios y extraños por su belleza casi irreal, y ni aun ciego hubiera dejado de percibirla. Quizás se tratara de una consecuencia de los excesos de la noche, pero en aquellos momentos ejercía inconscientemente un influjo casi magnético sobre mí, induciendo nuevos e ignotos pensamientos, tal vez residentes en lo más hondo de mi subconsciente.
La algarabía reinante en el lugar propiciaba que para escucharnos en nuestra conversación, apartada del resto, tuviéramos que aproximarnos a escasos centímetros de distancia y hablarnos al oído del otro. Describir con palabras el efecto de la suave y afrutada brisa de su aliento soplando sobre mi oreja no es sino una burda simplificación de lo que realmente provocaba: una súbita descarga eléctrica se expandió como fuegos artificiales por todo mi cuerpo, erizando mi vello a cada centímetro cuadrado de epidermis que recorría, y poniéndome a un tiempo la piel de gallina. Pude comprobar, con cierta satisfacción vanidosa, que Milo también padecía de estos últimos síntomas cuando era mi turno de palabra. La conversación se fue tornando más distendida con el paso de los minutos, y pronto se le añadirían bromas y jugueteos varios, que no hacían sino acrecentar aquellas extasiantes sensaciones hasta el paroxismo. Un inocente, o acaso no tanto, roce de sus dedos sobre mi labio inferior indujo como un acto reflejo a mi torso y cabeza a cobrarse dulce venganza, eliminando la distancia existente entre ambos con una tímida y un poco torpe caricia de mis labios contra los suyos. La inicial falta de reacción de mi hasta entonces mejor amigo y el arrebatador sabor de aquellos me dio la suficiente confianza como para repetir la hazaña. En aquella segunda incursión Milo comenzó a responder, y pronto tomó la iniciativa, decidido a lanzar una contraofensiva de mayor intensidad e infinitamente más placentera, haciendo que las descargas iniciales quedaran como simples cosquillas.
A aquel beso siguieron muchos otros, mucho más apasionados y profundos, y pronto se superpondrían con exploratorias caricias de nuestras manos inquietas, curiosas y un poco ebrias. De pronto la gente, que habíamos ignorado del mismo modo que nosotros éramos ignorados, se volvió un estorbo, el lugar demasiado incómodo y optamos por retirarnos a mi templo. Allí hicimos el amor durante todo el tiempo que nuestros cuerpos nos permitieron, antes de caer rendidos al sueño, en parte por el propio cansancio, y en parte por la inoportuna somnolencia que sucede a la euforia en una típica noche etílica. Despertamos abrazados, y con mutuas sonrisas bobas de complacencia.
Desde aquella noche nuestra relación pasó a un plano mucho más íntimo. El tránsito del amor a la amistad no fue uno difícil. Es más, si hay que definir algo como complicado, sin duda sería establecer con exactitud cuándo se excedió la barrera que separaba un sentimiento del otro. A cada segundo que transcurría, fui desarrollando por el rubio caballero una adicción al veneno que todos sus poros, sin falta, exudan, de la que se antoja imposible el salir, mal que me pese en este preciso instante.
Ni aun hoy, después de que mi corazón haya sido cruelmente atravesado y despedazado por la afilada daga de un adios no deseado, aunque temido e imaginado desde siempre en mis más aterradoras pesadillas, me arrepiento en el fondo de aquella noche, ni de todas las que siguieron, porque durante estos meses he amado y deseado con la intensidad abrasadora de todas las estrellas del firmamento, haciéndome sentir vivo aun en la muerte, y recíprocamente he podido experimentar, aunque ahora pienso que tal vez fuera una hermosa, pero utópica, ilusión, el sentirme amado y deseado con pareja intensidad.
Mi, nuestro, objetivo de olvidar a Saga, sin embargo, resultó fútil. Su recuerdo permanecía grabado a fuego en el corazón de Milo, quizás en un pequeño rincón del que ni él mismo parecía ser consciente. De todas formas, aunque jamás lo hiciera notorio durante el tiempo que estuvimos juntos, yo podía percibir que pese a todos mis esfuerzos, no lograba conquistar aquel reducido grupo de obstinadas células cardíacas. Las malditas resistían contra viento y marea, y no cedían un ápice. Así, entre tantos momentos de gloriosa felicidad, existían también instantes de retorno al compacto pavimento de la realidad. Nunca hice saber a Milo de mis temores: con una casi surrealista mixtura de ingenua esperanza y superstición, pensaba que tal vez, en el fondo, aquellos miedos fuesen tan sólo fruto de mi insegura imaginación, y revelárselos podrían incomodarle; o peor aún, desatar arcanas fuerzas del destino y el azar, conduciendo a su cumplimiento irremediable.
Por razones de fuerza mayor, ignoro cómo fue el reencuentro entre ambos, aunque cara a cara no tendrían ocasión de hacerlo hasta nuestro regreso al santuario como falsos sirvientes de Hades. Cuando Mu y el propio Saga revelaron la identidad de quien durante años había usurpado el cargo del Sumo Sacerdote, yo llevaba horas muerto. En cualquier caso, conociendo a Milo y su temperamento, dudo mucho que hubiera reaccionado con regocijo al verlo.
Fue cuando el dios del Inframundo nos concedió una segunda oportunidad, que entre Saga y el auténtico Sumo Sacerdote muerto por éste, Shion de Aries, nos fue revelada a los que permanecíamos todavía ignorantes de lo sucedido. Mi primera, instintiva, reacción fue odiar al caballero de Géminis. A su intento por matar a la diosa, se añadía el hecho de habernos engañado a todos completamente(con la honrosa excepción, claro está, de Mu), manipulándonos como a marionetas bajo la máscara de la máxima autoridad de la Orden. Pero, sobre todo, lo odié por Milo. Imaginé cómo debió sentirse éste al enterarse de lo que ahora yo también conocía. Sin embargo, un segundo flujo de pensamientos, más racional, como es mi costumbre (o al menos solía serlo, no estoy tan seguro de ello en estos últimos tiempos), me mostró a un hombre torturado, totalmente quebrado y arrepentido, soportando sobre sus hombros la carga de sus muchas culpas como Atlas el peso del mundo, inspirándome lástima y compasión.
No hablamos mucho, salvo para comentar las órdenes y el modo de actuación. La inminente Guerra Santa no permitiría mucho tiempo para triviales charlas. No obstante, en un momento dado reclamó mi atención y me llevó a un lugar apartado unos metros de donde se encontraban los demás. Recuerdo exactamente la escena. Mi semblante, curioso, expectante ante lo que pretendía confesarme. El suyo adquiría un nuevo, melancólico matiz a añadir a los muchos que su expresión triste y cansada revelaba. Sus palabras, una oda a la brevedad, vienen y van hoy, golpeando rítmicamente mi espíritu con desgarradora fuerza, como las olas contra las paredes de un acantilado, el cual poco a poco es inevitablemente erosionado. Tomó aliento, mientras preparaba meticulosamente su discurso:
- Camus... – se pausó por un segundo antes de continuar, para asegurarse de que disponía de toda mi atención. A duras penas sus labios intentaban componer una sonrisa - Gracias por todo lo que has hecho con Milo
El recuerdo de tan lacónica oración hace ahora hervir mi sangre, usualmente fría y tranquila como los glaciares en los que pasé tantos años, pues no hace sino dar rienda suelta, cuando no confirmar, que no fui más que un parche pasajero, que estuvo ocupando el hueco vacante hasta el retorno de su legítimo propietario. Y acompañado con irónicas palabras de agradecimiento, nada menos. Respondí con un sucinto, estúpido "no hay de qué", y regresamos junto al resto.
Tras aquello llegó el turno de la farsa que a lo largo de nuestro recorrido por los doce Templos nos vimos obligados a interpretar, y que nos llevó al más aberrante enfrentamiento entre hermanos. Deshonrosa ignominia, cuyo punto álgido tuvo lugar cuando, frente a un Shaka desarmado, ejecutamos la técnica prohibida, la Exclamación de Atenea. Con la muerte del caballero más cercano a un dios se precipitaron los acontecimientos. Milo y Aioria, furiosos, entraron en Virgo clamando venganza. La gama de gradaciones por las que en cuestión de nanosegundos pasó el cosmos del primero al confirmar la identidad de dos de los tres traidores resulta impresionante. Con todos mis sentidos inutilizados a excepción del oído, no tuve tiempo a utilizar a este último mucho más que para escuchar cómo el caballero de Escorpio invocaba a sus Agujas Escarlatas, golpeándonos catorce veces de un solo ataque. Tan sólo Saga consiguió mantenerse en pie y contraatacar con una Explosión Galáctica debilitada que Milo logró esquivar a duras penas gracias al conveniente aviso de Mu. El tiempo corría y de nuevo nos vimos obligados a recurrir a la Exclamación de Atenea. Después de todo, nuestro honor de caballeros había ya sido mancillado. Nada nos quedaba ya. No habíamos contado con que los tres caballeros que restaban en pie responderían con idéntico ataque. Prácticamente destruida la sexta Casa, y todos los presentes maltrechos, Atenea reclamó nuestra presencia, y Shura, Saga y yo, al borde de la extenuación tuvimos que ser cargados a cuestas por los demás. El caballero de géminis, no yo, era trasladado por Milo, lo que despertó en mí una infantil punzada de celos, ignorando la posibilidad, factible y mucho más racional sin duda alguna, de que debido a su corpulencia ni Saga ni Shura pudieran ser transportados por Mu. Nuestros últimos instantes antes de regresar al Hades fueron dramáticos: Atenea hizo entrega a Saga de la daga con la que años atrás había intentado acabar su vida, y tomándola de sus manos, se atravesó la garganta. No hubo tiempo a mucho más. Las doce horas concedidas se agotaban irremediablemente, y debimos regresar. Milo, que sólo en aquel último instante comprendió nuestros motivos, se despidió de mí con un fugaz beso sobre mis labios, incapaces para mi desgracia de sentir su suave, aterciopelado tacto.
Entonces, la nada otra vez. Después, la que habría de ser nuestra última acción, la rotura del Muro de las Lamentaciones para que los caballeros de bronce pudieran acceder a los Elíseos. Y ahora, con la paz y la resurrección, esa segunda oportunidad que la diosa nos concedió, todo debería ser felicidad. ¿Por qué entonces me ha sido negada tan cruelmente, precisamente a mí?
En las dos semanas que siguieron a nuestro retorno a la vida Milo parecía cada vez más abstraído, nos veíamos con menor frecuencia y nuestros encuentros, aunque apasionados, habían perdido la chispa que los caracterizaba, como si su mente volara a otro lugar, o quizás como si estuviera reflexionando acerca de asuntos de trascendental relevancia. Por supuesto, yo no era ajeno a todo ello, y de nuevo se alimentaban los recelos y miedos que albergaba que, lejos de menguar, crecían más y más.
Así, llegó finalmente una tarde al Coliseo con el rostro sombrío, visiblemente nervioso, y los ojos, aquellos dos faros que guiaban todos mis actos y emociones, empañados, carentes de brillo. Me indicó que le acompañara a un lugar menos concurrido. Por mi parte, sabía exactamente el motivo que nos guiaba lejos de miradas indiscretos, aunque me aferraba a creer que en el fondo todo era una mala pasada que mi mente me jugaba, cruel. Todo mi cuerpo se hallaba presa de un agudo temblor, mis pies hallando enormemente trabajoso el recorrer las escasas centenas de metros que caminamos, pese a conocerlas como la palma de mi mano, pudiendo incluso recorrerlas a ciegas en condiciones normales. Los latidos de mi corazón se aceleraban más a cada momento, bombeando más y más sangre a mi cerebro, permitiendo a éste proseguir con todas las hipótesis que tejía a pasmosa velocidad y realimentaban más si cabía mi estado de extremo nerviosismo. Cuando por fin nos detuvimos, bajó la mirada, impidiéndome contemplar sus celestes ojos. Le costaba empezar a hablar. Sacando fuerzas de flaqueza, fui yo quien le di pie para ello:
- ¿Ocurre algo? – formulé tontamente la pregunta, redundante vistas las circunstancias, y de la que ya conocía la respuesta. Tomó aire, y vacilante, pronunció las palabras que, confirmando mis peores pesadillas, había temido por años. No por esperadas resultaban menos angustiosas.
- Camus... lo siento...yo... – su vista era enturbiada por incipientes lágrimas. Conteniendo a duras penas las mías, decidí seguirle el juego, y aparentar no entender qué intentaba comunicarme. Quizás mantenía unas mínimas ilusiones de que me sorprendiera con cualquier otro tipo de confesión.
- ¿Milo?
- ... no puedo seguir contigo... no... no sería justo. – Pues no, después de todo no me sorprendían en absoluto. Pero el escucharlas de sus labios, aquellos rosados frutos prohibidos que tantas veces me habían arrastrado a la condenación, degustándolos con avidez y que todo hacía indicar no volvería a besar, resultaba infinitamente más doloroso de lo que hubiera podido imaginar. Me permití compartir algunos de los muchos interrogantes que cruzaban por mi inquieto cerebro, inhabilitándolo para realizar tareas más importantes, como el respirar, y aunque después de todo estaba convencido de determinar cuál era la principal de estas cuestiones y la contestación a la misma, quería al menos tener constancia de las mismas del implicado, y no de las figuraciones de mi mente. Tragué saliva, y carraspeé, acomodando mi voz que amenazaba con quebrarse tan pronto abriera la boca.
- ¿Por qué?... hice algo mal¿no¿Qué fue?
- ¡Por todos los dioses, Camus, no digas eso...! – un cierto grado de alarma se hizo presente en sus palabras. Inexplicablemente, me abrazó con fuerza, y acariciando mis cabellos con trémulas manos, se permitía el derramar lágrimas sobre mi hombro - Tú no hiciste nada mal... por el contrario...no es nada de eso...
- ¿Entonces? – No respondió. Se separó nuevamente, y dirigió su vista al suelo, el cual se me antojaba en aquellos momentos como un ente superior a mí mismo, y mucho más interesante de observar. Fluctué antes de continuar, no sabía por cuánto más podría aparentar la calma y madurez de que siempre hacía gala frente al muchacho rubio que tenía ante mis ojos - ¿Milo?...hay alguien más¿verdad?
Con un gesto de cabeza casi imperceptible, asintió débilmente.
- ...Saga... – Saga. Claro. Después de todo, siempre había estado presente. Sólo era cuestión de tiempo que volviera a reclamar a aquél que siempre le había pertenecido. Milo percibió cómo todo aquello comenzaba a afectarme de manera visible, y se apresuró a matizar - ¡Pero no ha ocurrido nada entre nosotros...! Quería aclararlo todo contigo antes
Como si a estas alturas una infidelidad con Saga pudiera suponer algún tipo de hecho diferencial. Claro que me hubiera importado, sería cínico el negarlo, pero su relevancia era despreciable ante el hecho de que realmente me sentía absolutamente miserable en aquellos momentos, ninguneado, un patético recambio. Un torbellino de rencor hacía mella en mí, azotando indiscriminadamente desde el más largo cabello de mi cabeza, hasta la más periférica molécula de queratina de las uñas de mis pies. Rencor hacia Saga, por haberme arrebatado con ofensiva facilidad lo único que yo amaba. Recordé las palabras que me dirigió durante nuestra falsa adhesión a las tropas de Hades, y deseé haberle escupido; hacia Milo, por mi orgullo herido, el más que evidente rechazo, y las dudas que brotaban ocasionalmente haciendo cuestionarme si alguna vez me había querido realmente; y, más que nada, hacia mí mismo. Me sentía humillado, frustrado, derrotado, uno y mil peldaños por debajo del caballero de Géminis, frente al cual no había podido competir ni dos semanas. Y todo ese barullo de ideas y sentimientos atravesaba simultánea y caóticamente todas mis neuronas. Pude hacer un último y extraordinario acopio de energías para recomponerme. No permitiría mostrar mi debilidad al joven que acababa de destrozar mi corazón.
- ...está bien – atiné a musitar. Después, utilizando una hipócrita fórmula de compromiso, añadí, antes de dar media vuelta y regresar al cobijo de mi templo – Espero que seáis felices al fin.
- ¡Camus! – me atajó cuando la primera de mis piernas emprendió la marcha, sujetándome con fuerza. – Espera... no nos despidamos así.
¿Así¿Y qué demonios esperaba, que le diera las gracias? Volvió a estrecharme entre sus brazos, y la oportunidad de sentirle por última vez pudo más que todo el rencor que estaba acumulando y crecía por momentos. Me aferré con fuerza a su túnica, aspirando el embriagador aroma de sus sedosos cabellos, comprobando la suavidad de éstos, y no pude retener mis lágrimas por más tiempo. Una humedad en mi cuello me indicó que no era el único. Milo susurraba palabras a duras penas inteligibles:
- Te quiero mucho, Camus... eres muy importante para mí... no me odies, por favor...
¿Si tanto me quería, por qué entonces me dejaba¿Consideraba acaso insuficiente el incondicional y exacerbado amor que le profesaba como para preferir el de otro? De nuevo un sinfín de preguntas para las que no hallaría respuesta emanaban de mis neuronas, irrumpiendo como géiseres. Sin embargo, un destello de sentido común tomó el control de mi mente el tiempo suficiente como para convencerme de que tan sólo me dañaba con interrogantes falaces, intoxicados por todo el lacerante daño que sentía entonces, y me impedía tomar como verdaderas las afirmaciones de Milo, que en el fondo, y mal que me pesara, sabía no mentía. Así, aquel pequeño destello optó por aprovechar los últimos instantes que el caballero de Escorpio me granjeaba, ya habría tiempo más adelante para el rencor, la tristeza y la humillación. Como broche final, nuestros labios volvieron a fundirse en una silenciosa despedida. Su sabor en esta ocasión, sin embargo, era dolorosamente amargo, no tanto por las lágrimas como por la seguridad de que jamás volvería a tenerlos para mí. Me alejé lentamente, y conseguí responderle con dificultad.
- Dame tiempo... por favor. Adios –Con estas palabras me alejé, sin traba alguna de su parte en esta ocasión, y cuando me supe lejos de su alcance, corrí hasta la seguridad de mi templo, más frío de lo que jamás había estado antes. Bajo el silencioso cobijo de su techo, dejé que el llanto manara abundantemente, en un intento por volver a recomponer los restos que habían quedado de mi corazón.
Tres días han transcurrido desde entonces y, desde lo más hondo del negro pozo de mi amargura, he comenzado a plantearme el iniciar la ascensión una vez más, y reemprender como pueda el resto de mi vida.
