Blanco.

Esa fue lo primero que pasó por mi mente al despertarme de mi ¿sueño? Sólo supongo, porque en realidad, no lo sé. Después de todo...no podría saberlo, o al menos, eso le habían dicho a mamá en la última visita.

Dada mi condición, no sería capaz de distinguirlo, por eso estoy aquí. Sería lógico, ya que no hay otra explicación de por qué me encuentro donde estoy.

Permanecí unos segundos inmóvil, contemplando el cielorraso y pensando en lo que consideraba mi vida.

¿Gracioso, no? Me habían prohibido hacerlo, ya que según los informes del doctor, todo lo que sale de mi boca es la enfermedad hablando. O eso dicen.

Vida, eso es justamente lo que hay más allá de este infierno entre cuatro paredes.

Es lo que hay más allá de este cuerpo, fuera de los confines de esta catástrofe a la que llaman mente.

La razón es el precipicio de un acantilado frágil y letal. Mantente dentro de los límites. Jugar en el borde es muy peligroso. Y cuando caes, no hay como volver.

Irónicamente, son los recuerdos que no me dejan en paz, los momentos inolvidables, la felicidad y el dolor, y todo aquello que ocurrió antes de que cayera.

Flexioné los dedos de una de mis manos, aquella que se resbalaba por el borde de la cama, tocando el piso.

Frío, todo allí era frío.

Me incorporé en la cama, dejando caer las sábanas a mi regazo.

Volví a flexionar los dedos, haciendo la sangre circular nuevamente. Junté las manos por sobre las sábanas y observé mis brazos, tan blancos como el resto de las cosas que habitaban el infierno. Lo suficiente para que las marcas que había dejado en mí parecían resurgir.

Rojo, el color más hermoso en el universo.

Aunque, él hubiera diferido.

Sonreí tocando las numerosas marcas horizontales y verticales que recorrían mis brazos. Él me hubiera corregido, claro. Después de todo, nunca acordábamos en nada.

El rojo es para tarados y señales de alto, solía decir. Esbocé una sonrisa al rememorar vividamente sus palabras. Cerré los ojos. Respiré profundo y me refugié en la calidez del momento. Eran contadas las veces que lograba sentirme de aquella manera sin...

Un terrible escalofrío bajó por mi espalda.

Finalmente, estaba frente a mí, vestido con su típico atuendo - chaqueta negra, jeans celestes y esa asquerosa remera naranja que él creía tan a la moda. Sonriendo de oreja a oreja esa sonrisa única y cegadora que sólo el podía lograr. Y sus ojos...oh dios, sus ojos. Celestes como el mar, como el más inmaculado de los cielos.

Había regresado. Un sentimiento de felicidad se apoderó de mí, no supe que hacer. Si arrojarme en sus brazos y besarlo por tres días seguidos o darle una trompada, arrojarme a sus brazos y finalmente, besarlo.

Aún debatiéndome entre ambas opciones, extendí la mano. Tímidamente, la llevé hacia su mejilla.

¿Seguiría tan suave y cálida después de tantos años? Cerré los ojos, concentrando todos mis sentidos en aquel contacto tan anhelado.

Frío.

Lo sentí cuando mi mano hizo contacto con su mejilla. Me inundó el pánico. Con la respiración temblorosa y un nudo en la garganta, abrí los ojos.

Sólo había oscuridad. No había rastro de él, ni de su sonrisa cegadora ni de sus ojos de océano infinitos. No había nada.

Inconscientemente, me deslicé hacia al piso y mi mirada se clavó en un punto perdido en los azulejos blancos que tenía la habitación.

Respiré con dificultad, tratando de acallar lo inevitable. Pronto comencé reírme de la futilidad de ese intento.

Finalmente había perdido la batalla y las lágrimas comenzaban a escapar de mis ojos a borbotones.

Ríos salados.

Me tomé la cabeza con ambas manos.

Oscuro, frío, paria.

Cerré los ojos, creí que lo peor había pasado ya. Me limpié las lágrimas con las palmas de las manos y levanté la cabeza.

- Monstruo.- susurró entre risas frente a mí aquel dios dorado con ojos de mar para luego desaparecer entre las sombras.

Sudor frío, repentinos temblores y pánico. En ese momento, el botón parecía una buena idea.

Click.

Veinte minutos después, me encontré de nuevo en mi cama. Esta vez con dos personas de la guardia nocturna presentes. Me observaban y me compadecían, o al menos eso expresaban sus ojos.

Las pastillas que me habían suministrado al llegar estaban haciendo efecto.

Después de todo, había despertado a más de la mitad del asilo con aquellos gritos desgarradores.

Algo adormecido, mi mente se iba apagando de a poco. De pronto, todo se cubrió de una neblina.

Dirigí una última mirada a mi alrededor y a los pies de mi cama, vi a aquel dios dorado con ojos de mar. Me miraba sonriente e impasivo.

- Descansa ahora.- susurró, su sonrisa ensanchándose aún más.

Sonreí y me acurruqué entre las sábanas. Y con un último suspiro, me entregué al sueño.

Al final, nunca lo habían comprendido. Ellos visten de blanco, igual que el resto del infierno.

Después de todo...ellos lo llaman locura.

¿Para mí? Se llama amor.