Los Sonidos del Silencio

PRÓLOGO

Los habitantes de Baltimore, al suroeste de Irlanda, siempre han gozado de una vida apacible junto a la costa. Los días allí, en contraposición con el resto del país, son principalmente soleados, y corre una brisa refrescante que invita a relajarse y echar un trago a orillas del mar. No hay mucho que ver para los turistas, además del castillo restaurado donde poder dar un pequeño tour, de modo que la rutina del pueblo no se ve demasiado afectada. Aun así, la isla de Sherkin y de Cape Clear son muy buenos lugares para pescar, practicar la vela e inclusive el buceo.

Sin embargo, y a pesar del grato ambiente, la magnífica tranquilidad y la amabilidad de los pobladores, para los extranjeros es un tanto complicado encontrar en el puerto alguna embarcación que los transporte hacia las ya mencionadas islas aledañas.

«Son aguas muy profundas y turbulentas, le recomiendo tomar un barco en la piedra Beacon Baltimore, está a unos dos kilómetros de acá… a menos que prefiera ir en mi nave por la orilla, experiencia de la que, le aseguro, no se arrepentirá», es la letanía de todos los marineros, pues ni el más avezado ni el más temerario gusta de atravesar ese océano por la ruta directa.

Muchos geógrafos, historiadores, marinos mercantes y exploradores han estudiado el comportamiento de esta específica zona del mar, pero ni uno de ellos ha podido darle una explicación, por lo que, con el tiempo, comenzaron a divulgarse historias que pasaron a ser leyendas en torno al océano de Baltimore. Algunos dicen que un gigantesco monstruo marino construyó una cueva en esas aguas y que, al oler los humos y sentir las olas generadas por los barcos, agita sus muchos y enormes tentáculos en busca de alimento; otros aseguran que es el asentamiento de una base militar submarina; y algunos creyentes juran que hay una isla construida por monjes mediante su buena fe y meditación, y que nadie puede acercarse a menos que haya dedicado su vida a la religión, tenga un alma pura y una vida exenta del pecado, porque la tierra y el mar -gracias a un poder divino que está más allá del mortal- se cernirá sobre el o la que lo intente.

Aun así, nadie puede decir con certeza qué es lo que ocurre realmente allí. Los científicos lo atribuyen a un fenómeno parecido al que ocurre en el Triángulo de las Bermudas, lo que contribuye a incrementar el resquemor y las supersticiones de la gente.

Y es que los seres humanos comunes y corrientes no pueden enterarse de que en aquel sector hay una isla muy pequeña. Una isla que no fue construida por monjes, como cuentan algunas leyendas, sino por magos con un poder tan grande que para los muggles resultaba ser invisible, y que sus barreras protectoras consistían, efectivamente, en embravecer la marea y los vientos con el propósito de espantarlos.

Dicha isla era de dimensiones insignificantes en comparación con las demás. Podía recorrerse a pie completamente en un día, sus perfiles costeros eran escarpados y repletos de acantilados; imposibles de anclar para los barcos (en el poco probable caso de que llegasen hasta allí). Salvo por un terreno llano en la orilla, parecido a una estrecha playa. Era tal la densidad de los bosques de pinos y eucaliptos que toda la superficie parecía tapizada en sus colores, y sólo un par de montes de pocos metros de altura y sin árboles se acentuaban entre la explanada.

Por primera vez en muchos años de desuso, la isla "invisible" de Baltimore tuvo visitantes. Fue durante una ventosa mañana de junio en la que dos figuras aparecieron de la nada en la pequeña ribera. Sus cabellos y atuendos se agitaban con el viento y se humedecían con el rocío que producían las olas al encontrarse con las rocas. El aire salitroso les iba llenando los pulmones poco a poco.

No se movían más que para respirar. Uno de ellos, de cabello y barba plateados, se sostenía apenas con una rodilla apoyada sobre la inestable arena, ensuciando su elegante túnica azul marino. El otro, de piel cetrina, cabello negro hasta los hombros y de vestimentas igualmente oscuras, lo miraba en silencio, como si no fuera preocupante que un hombre entrado en años estuviera haciendo enormes esfuerzos por intentar ponerse de pie.

La calma se veía interrumpida esporádicamente por los graznidos de los frailecillos que anidaban en los acantilados. Los minutos transcurrían con lentitud mientras el sol iba situándose en lo más alto del cielo azul.

De pronto, como sacando fuerzas de donde no las tenía, el anciano logró incorporarse, aunque no sin que su cuerpo se tambaleara un tanto. Inspiró hondo el fresco aire marino y cerró los ojos, antes de dirigirlos hacia su acompañante, quien lo observaba con evidente gesto de impaciencia.

—Los planes han cambiado, mi amigo— sentenció Dumbledore, sonriendo lastimosamente. Snape, molesto por el agobiante sol que comenzaba a caldearle la cabeza y los hombros, le mantuvo la mirada sin decir nada. El viejo mago echó un breve vistazo a los alrededores, como si estuviera buscando algo en particular, y dijo: —. Aún no llega.

—¿Quién?— inquirió de malos modos el profesor de Pociones.

—Lo sabrás, espero, dentro de poco— contestó el otro. Snape bufó y rodó los ojos. Dado que esa respuesta no fue para nada esclarecedora, se contuvo de preguntar dónde demonios se encontraban.

Se quedaron callados, cada uno pensando en lo suyo y mirando en distintas direcciones, por un largo rato. Una gota de sudor comenzó a deslizarse con lentitud tortuosa por la espalda del hombre más joven. El calor se hacía cada vez más agobiante debajo de su levita, y no ayudaba en nada que el viejo estuviera ahí feliz de la vida, tarareando y con una ligera sonrisa adornando sus labios. Aun así, eran visibles las ojeras y el cansancio en su rostro. Se lo veía, a pesar de su supuesta tranquilidad, bastante más envejecido.

Usando su antebrazo derecho, Snape se limpió el sudor que ahora le perlaba la frente. Si había algo que realmente odiaba con todas sus fuerzas, era el maldito calor. Pero ni de chiste iba a flaquear delante del condenado anciano, quien lo miraba de reojo, todavía con aquella sonrisita curvando su boca.

—Paciencia— musitó Dumbledore—. No debe tardar mucho más. — Snape arrugó el entrecejo.

—Me están esperando— señaló escuetamente. El director de Hogwarts suspiró.

—No pienses que menosprecio tus obligaciones, Severus. — El susodicho hizo una mueca de hastío—. Sé que son de gran importancia, y más aún en estos momentos tan críticos, pero es sumamente necesario que recibas conmigo esta información, que, por cierto, es vital.

Snape resopló, al tiempo que esbozaba una irónica sonrisa. «Información». Dumbledore compartiendo información con él. Eso sí que era de antología. Aunque era cierto que los planes habían cambiado… y mucho. El Señor Tenebroso estaba muerto. O al menos, todo lo muerto que podía estar, ya que Snape (y todo el mundo mágico) daba por hecho que, más temprano que tarde, volvería. Por lo mismo, no podía dejar de asistir a la reunión de Mortífagos de esa tarde. La primera reunión oficial desde que su amo cayera en manos de Dumbledore en el ministerio hace tan sólo un par de días. Aquello había sido tan inesperado e imposible que aún no salían del shock inicial, ni de un bando ni de otro.

—¿Y teníamos que esperar a pleno sol?— preguntó Snape, desdeñoso. Había pensado en decir: «achicharrándonos a pleno sol», pero quería sonar más crítico que quejumbroso.

—Más o menos.

"Genial, otra respuesta esclarecedora". El profesor de Pociones se dedicó a contemplar su entorno para matar el tiempo. La playa en la que estaban era de arena fina y clara, casi blanca, y con alguna que otra concha esparcida por ahí, calculaba que no tenía más de diez metros de ancho. Las rocas que la flanqueaban estaban desgastadas por el paso de los años y el continuo acometer del mar. Los acantilados eran imponentes. Frente a él, a unos pasos, comenzaba un bosque espeso. Notó que los pinos más cercanos estaban algo separados unos de otros, y una especie de camino que, seguramente, conducía hacia el interior de la isla. Sabía que se encontraba en una isla porque eso era lo único que Dumbledore se había dignado a decirle antes de partir de Hogwarts.

Y al recordar el colegio, fue inevitable que también se acordara del inútil de Potter, que se había dejado guiar fácilmente hacia una trampa sólo por no prestarle la atención debida en sus clases de Oclumancia. "Niño estúpido", pensó mientras sentía la sangre hervir en sus venas; y estúpidos todos esos amiguitos suyos -igual de descerebrados- que no supieron ver el peligro.

Respiró profundamente, tratando de sosegarse.

—¿Qué tiene pensado hacer con Potter?— cuestionó Snape, más para sacarse la duda de encima que por otra cosa, pues lo último que sentía en ese momento por el chico era preocupación.

Dumbledore lo miró algo sorprendido, enarcando las cejas.

—Dejaremos las clases de Oclumancia por un tiempo— dijo despreocupadamente el anciano mago—. Hasta que se recupere del golpe que supuso la muerte de su padrino. Confío en que la señorita Granger logre contenerlo y llevarlo por buen camino.

—La señorita Granger— resopló—. El chico hace lo que le da la real gana. — Dumbledore se sonrió, pero no comentó nada al respecto. Ambos tenían claro que esa era una discusión sin término.

Para Snape, lo único bueno de la situación era que Black había salido de en medio. Se tenía bien merecido estar muerto, por ser un auténtico idiota.

—¿Has sabido algo de Draco?— inquirió Dumbledore. El profesor apretó los dientes, sintiendo otra vez la rabia bullir en su interior.

—Lo marcaron. — Dumbledore asintió con la cabeza, sus ojos azules brillaron de forma extraña—. Lucius pensó que la mejor forma de demostrar su lealtad y compromiso hacia el Señor Tenebroso era esa.

—Y me temo que algo de razón tiene— afirmó el director—. Tuvo mucha suerte de que no lo atraparan y lo enviaran a Azkaban; y al no haber podido cumplir las órdenes de Voldemort, lo más lógico era que Draco se uniera ellos. Es una lástima. — Snape entrecerró los ojos, sabía de sobra que Dumbledore ya comenzaba a urdir planes y estrategias que involucrarían al joven Malfoy. No le daba buena espina. Él sabía mejor que nadie lo que era caminar entre los dos bandos, siempre con la soga al cuello, y temía que algo similar pudiera ocurrirle a Draco. Después de todo, ese chico era algo así como su «protegido» en Hogwarts. El único que realmente lo respetaba… y a él le simpatizaba.

El fuerte sonido de una aparición lo devolvió al mundo real. Alzó la cabeza en busca del culpable de tenerlo esperando tanto tiempo plantado asándose en esa estúpida playa. A no más de dos pasos de distancia pudo reconocer de inmediato a su antiguo profesor de Pociones, Horace Slughorn. No lucía tan distinto a como lo recordaba, pese a que lo único que seguía en su lugar era el enorme bigote, ya que el tamaño de su barriga había aumentado considerablemente, al igual que su calvicie. Pero la esencia permanecía intacta.

El recién llegado no dio atisbo de sorpresa por haber aparecido en un lugar tan apartado como ese. Hubiera parecido que se encontraba casi encantado de no ser por el semblante nervioso de sus facciones.

—Buenos días, Horace— saludó Dumbledore afablemente. Slughorn sólo respondió con un ligero asentimiento y un gruñido, echándole, como único saludo, una rápida mirada a Snape—. Por un momento, llegué a pensar que no vendrías.

—¡Y estuve a punto de no venir!— exclamó el hombre, respirando agitadamente y jugueteando con sus dedos—. ¿Tienes idea de la posición en que me pones, Dumbledore? — cuestionó, al borde de la histeria. Snape no entendía nada, y esa misma ignorancia empezaba a fastidiarlo.

—Estoy al tanto— sentenció Dumbledore con absoluta tranquilidad—. Pero no es conveniente continuar esta conversación aquí. — "Gracias a Dios", pensó Snape, estaba seguro que podría freír un huevo en su cabeza de lo ardiente que la tenía.

Dumbledore extendió apenas el brazo y comenzó a andar, indicando a sus acompañantes que emprendieran el camino con él. Severus obedeció sin pensárselo dos veces, lo que más quería era acabar pronto con esa tontería y así poder marcharse. Sin embargo, Slughorn permaneció clavado al piso, mirando en dirección al bosque. Una enorme gota de sudor rodaba por su rechoncha mejilla.

Al percatarse de ello, el director se detuvo y giró sobre sus talones. Snape lo imitó.

—¿Sucede algo, Horace?— inquirió, observándolo detenidamente. Slughorn abrió y cerró la boca, pero ningún sonido salió de ella—. Por favor, si tuvieras la amabilidad de venir con nosotros— insistió el anciano mago, volviendo extender su brazo. Snape suspiró impacientemente y le lanzó una mirada grave para apresurarlo.

—No sé si sea una buena idea, Dumbledore— musitó Slughorn, quien se veía cada vez más inquieto—. Irán tras de mí… Lo sé. Se enterarán y me matarán.

—Pero estás aquí— replicó Dumbledore, su sonrisa había desaparecido—. Horace, esto es, probablemente, lo más valiente y noble que harás en tu vida. — Slughorn se puso lívido, una lucha interna se libraba en su cerebro—. No puedo garantizarte completa seguridad, pero sí mi total confidencialidad… y la de Severus. — Por primera vez, el hombre se tomó más de un segundo en mirar a Snape, como si a éste le hubiese salido de pronto una segunda nariz.

—Esas tonterías de valentía y nobleza no son lo mío, Dumbledore— manifestó Slughorn, todavía reticente, aunque un ligero atisbo de firmeza endureció su expresión—. Eso déjenselo ustedes los Gryffindor. — Los labios de Dumbledore se curvaron en una sonrisa de satisfacción. Snape, por su parte, entendía y compartía la actitud de su antiguo profesor. Los Slytherin no actuaban por esas razones, menos aún si no recibían nada a cambio.

—Todos guardamos algo de nobleza y valentía dentro de nosotros— aseveró el viejo mago solemnemente—. Y aunque no lo digamos, aguardamos el momento para poder demostrarlo. — Slughorn no supo cómo responder a eso y se quedó en silencio, con la respiración desacompasada y la mirada perdida.

—Sí, muy bonito, ¿podemos ir ya?— urgió Snape. ¿Es que no se daban cuenta que hacía un calor de los mil demonios? Los otros dos magos se quedaron mirando sin articular palabra, como si no lo hubieran oído.

El gesto de Slughorn se suavizó de repente, cerró los ojos, exhaló lentamente y dejó caer los hombros mientras asentía con la cabeza.

—Siempre te sales con la tuya, ¿verdad?— le dijo a Dumbledore, quien alzó un poco la barbilla.

—Humildemente, creo que mi poder de convencimiento es más eficaz que el de la mayoría. — Una gran ola logró colarse entre las rocas, llegando casi hasta donde se encontraban los tres hombres—. En marcha, mis amigos— espetó Dumbledore para luego dar media vuelta y reemprender la marcha.

Snape y Slughorn cruzaron una breve mirada antes de seguir al anciano. El actual profesor de Pociones era el último en cerrar la comitiva, echándole un despectivo vistazo al deslumbrante sol de ese día.

Se adentraron en el bosque que minutos antes Snape había estado contemplando, y como bien supuso, había un camino que conducía al interior de la isla. Sin embargo, parecía más el vestigio de un riachuelo que otra cosa, ya que el suelo estaba erosionado, como si antiguamente hubiera corrido agua por allí, lleno de guijarros y algunas piedras más grandes. No quería quejarse, pero costaba horrores caminar sin tropezar de vez en cuando, sin mencionar las molestas ranitas que saltaban entre sus pies. No se explicaba cómo lo hacía Dumbledore para andar con tanta parsimonia; y ni hablar de Slughorn, que no paraba de emitir gruñidos y palabrotas cada vez que resbalaba. Snape tuvo que hacer grandes esfuerzos para no reírse de él.

A medida que avanzaban, los pinos se mezclaban con eucaliptos (lo supieron por el peculiar aroma de éstos), árboles y zarzas silvestres de menor tamaño y una que otra conífera descuidada. Snape se sintió aliviado cuando dejaron atrás ese estrecho camino de piedras para dar paso a uno de tierra firme, aunque la pendiente se hizo algo más pesada. El sonido de sus pisadas era amortiguado por la fina cama de hojas y ramas caídas. Estaba cansado por las noches seguidas de total insomnio, las preocupaciones que no dejaban de dar vueltas por su cabeza y la incertidumbre del futuro. Además de ese maldito recorrido… pero, por suerte, la frondosidad del bosque los resguardaba del ardiente sol, el cual lograba filtrarse únicamente para brindar algo de luz y un calor que estaba lejos de ser el que había sentido en la playa.

Unos correteos alertaron a Snape. Miró a su derecha y, entre unos matorrales, pudo divisar a un zorro rojo escondido, atento a los extraños que invadían sus territorios. El profesor se imaginó que si había uno, debía haber más. ¿Cómo diablos llegó ahí ese animal? No quiso darle más vueltas al asunto y pronto lo olvidó. Sin embargo, durante el trayecto fueron apareciendo otros bichos: pájaros, conejos, más zorros y estuvo seguro de ver una serpiente enroscada dentro del tronco seco de un fresno; todos alarmados por la presencia de seres humanos.

Se podía oír cómo Slughorn jadeaba por el esfuerzo, mientras que Snape ya comenzaba a sentir su respiración más acelerada, y Dumbledore inhalaba y exhalaba a buen ritmo para mantener el paso.

Una corriente de aire frío sopló de repente, enfriando el sudor de la cara y la espalda del profesor de Pociones. Pensó que podría quedarse muy a gusto en ese lugar si no tuviera que acudir a desagradables tareas más tarde. No quería pensar en cómo acabaría ese día ni los que estaban por venir. Cuánto deseaba ser otra persona, un estudiante, alguien común y corriente, inclusive un muggle sería mejor.

—¡Estamos cerca!— exclamó Dumbledore, girando un poco la cabeza para hacerse escuchar y sacando a Snape de sus nefastos pensamientos.

Diez minutos después, llegaron a un claro, la tierra dejó de ser de hojas secas y ramas caídas, allí el pasto era de un verde reluciente, como si alguien lo hubiera estado cuidando con esmero. A pesar de que las altas copas de los árboles no estaban tan juntas como antes, el sol no lograba darles de lleno en el rostro, generando una atmósfera cálida y confortable, algo muy parecido a la sensación de llegar a la comodidad el hogar.

Sin embargo, lo que llamó la atención de Snape fue una construcción apostada en el centro mismo del claro. Una cabaña de madera enmohecida, muy pequeña, con sus dos únicas ventanas rotas y el tejado prácticamente cayéndose a pedazos. No había que ser un genio para darse cuenta de que se trataba de una fachada para alejar a los muggles… aunque no sabía qué clase de tarado, mago o no, querría ir por voluntad propia hasta ese sitio tan retirado.

—Tal y como lo recordaba— farfulló Dumbledore, alegre. Slughorn llegó a su lado, doblado por la cintura y resollando como burro de carga.

—Yo no recordaba que quedara tan lejos— bufó el hombre, soltando todo el aire de sus pulmones de una sola vez.

Snape los miró ceñudo. ¿Habían estado antes ahí? ¿Por qué seguían sin tomarse la molestia de decirle qué era todo eso? Prefirió guardarse esas preguntas para después, cuando estuviera de mejor humor.

—No tardaremos mucho más— le dijo Dumbledore a Snape. Éste simplemente desvió los ojos a otra parte.

Slughorn parecía más recuperado cuando, irguiéndose y volviendo a adoptar una actitud defensiva, dijo:

—Espero que así sea, Dumbledore. — El anciano no lo miró, sino que siguió contemplando la presunta cabaña en ruinas—. No me hace sentir precisamente… orgulloso.

—Descuida— replicó Dumbledore casi en un susurro. Luego lo miró profundamente antes de añadir: —, ninguno de los que estamos aquí tiene un pasado intachable. — La expresión de Snape pasó de enfadada a reflexiva. No le hacía gracia alguna que el viejo le refregara en la cara, otra vez, los errores de su vida.

Pero ¿qué había querido decir con «ninguno de los que estamos aquí»? ¿Acaso él también saldría con una sorpresita? ¿También se habría sentido tentado alguna vez por las suculentas ofertas que la magia oscura prometía? En ese momento no lo dudó, pues había muchas cosas del director de Hogwarts que desconocía, como… toda su vida, por ejemplo. Sin embargo, no quería pensar así del único hombre que confiaba plenamente en él, el único que sabía su verdad…

—Bueno…— murmuró Slughorn, quien también había quedado pensativo luego de la declaración de Dumbledore—. Si no hay de otra… — En el instante en que los otros dos dieron un paso al frente, agregó nervioso: —. Por favor… no piensen muy mal de mí… no lo sabía…

"¿No sabías qué?", quiso gritarle Snape al verse interrumpido de nuevo. La situación lo sacaba de sus casillas. Dumbledore se acercó a Slughorn y le puso una mano sobre el hombro.

—No podría, viejo amigo— sentenció, al tiempo que los ojos del antiguo profesor de Pociones se humedecían—. El mundo mágico cuenta contigo. — Horace Slughorn dejó escapar un suspiro entrecortado, después se aclaró la garganta para acabar con aquel momento de debilidad y fue el primero en dirigirse hacia la cabaña.

Snape iba a empezar a andar cuando Dumbledore se dirigió esta vez a él.

—Severus. — El aludido paró en seco y se giró para mirarlo a los ojos—. Es imperativo que esto quede entre nosotros tres— anunció con una gravedad que Snape no le escuchaba hacía tiempo.

—Entre nosotros tres y Potter, querrá decir— escupió sin poder contenerse. Dumbledore alzó las cejas ante la inesperada reacción.

—Sí, como bien dices, Harry también. — Aquello hizo que Snape se enfureciera. Ya suficientes problemas había causado ese niño estúpido como para que Dumbledore siguiera depositando en él su confianza; pero no pensaba alargar más la discusión.

—Como quiera, es su decisión, no la mía.

—Exacto— cortó Dumbledore bruscamente, pese a que sus ojos y su sonrisa mantenían la amabilidad de siempre. Sin embargo, distendió el ambiente pesado que se había instalado entre ellos dándole a Snape una suave palmada en la espalda—. Vamos, muchacho, nos espera un largo día.

Echaron a andar por el magnífico césped, perdiéndose de vista después de atravesar los límites del encantamiento Fidelio.


Y bueno... volví... *ignoraré el eco que resonó hasta el Himalaya*

Este fic lo estoy escribiendo desde que terminé mi anterior Sevmione ("Vivir"), y no había querido publicar hasta tener bien pensada y adelantada la historia, que va a ser un poco/mucho más oscura y lenta (creo).

Ahora... hay una buena y una mala noticia. La buena es que tengo varios capítulos ya escritos, así que no tardaré demasiado en actualizar. La mala es que se me estancó la imaginación y ya no sé cómo avanzar la trama, porque se me complicó bastante xd

Por lo taaaanto, pensé que la mejor forma de tener presión y así obligar a la imaginación a volver a mí era publicar. Por eso estoy aquí hoy.

Además que no estoy pasando por tiempos fáciles, me siento un poco deprimida, y esto del fanfiction me ayuda a distraerme y subirme el ánimo.

Eso.

Espero que les guste (y también espero sus reviews).

¡Besos!

Vrunetti.