Autor: Anyara

Inicio: 30 de Marzo de 2010

La Luz de mis Tinieblas

Capítulo I

El cielo, el infierno y lo demás

"Se amaban, con la fuerza del amor, primero,

con locura y timidez a un tiempo,

se amaban, se adoraban. Se amaban, como niños como dioses nuevos,

como ángeles azules se entregaban,

se amaban, se adoraban."

Hasta los ángeles tienen un rango, y el mío no era tan alto, como para dejarme vivir en la Ciudad de Cristal. No, yo apenas era un peón más en el ajedrez eterno, entre la luz y las tinieblas.

Un día fui como uno de esos hermosos ángeles de alas blancas que ahora se dejaban caer sobre nosotros, para defender, una vez más, su inmaculada ciudad. Una vez creí en todo lo que los mayores me enseñaban como virtudes, creí en el orgullo de ser un combatiente más, de defender las almas. Una vez, tuve sentimientos puros.

Pero ya no, ahora mis alas son negras.

Me arrojé hacia los ángeles de la ciudad de cristal desenvainando mi espada. Si miraba, a ambos lados encontraba demonios del infierno y otros ángeles caidos, que como yo, habían perdido la batalla contra la oscuridad.

Hacia mí vinieron uno, dos, tres ángeles blancos, cada uno de ellos cayó bajo la fuerza de mi espada. Ya no sería considerado un ángel de bajo rango, nunca más. El infierno y su oscuridad se habían encargado de enseñarme a sobrevivir. Ahora podía igualarme a ellos y cortar con mi propia espada el cuello de quien me había enviado a la perdición. Mi propio padre. Me vengaría de todos los que un día dijeron amarme y me abandonaron a mi suerte.

- ¡A ellos! – exclamé, alentando a las hordas de demonios y ángeles de alas negras que tenía alrededor.

Había que debilitar a las primeras filas de los ángeles de alas blancas, si queríamos llegar a un rango mayor y hacerles pagar por renunciar a nosotros, por tratarnos como fracasados sin redención.

Mi espada atravesó la armadura de Yezael, uno de los tantos ángeles blancos que había conocido antes de ser enviado al infierno, habíamos compartido, la infancia, la preparación como guerreros, pero no habíamos compartido el exilio . Ya no era mi amigo, ahora era un ángel más de la Ciudad de Cristal y por lo tanto, uno más de los traidores.

Batí mis alas con poderío, el aire limpio del cielo azul, a través de ellas, me reavivaba. No podías abandonar el infierno si tu alma no estaba lo bastante corrompida para ello, no te permitían salir de ese espantoso lugar, si no habías probado el hierro de cientos de demonios en tu cuerpo y habías hundido el tuyo en el cuerpo de ángeles como tú.

Quería ascender, para llegar todo lo alto que esta batalla me permitiera y de ese modo castigar a los que se resguardaban tras los más débiles, los ángeles de mayor jerarquía. Caían en el camino, ángeles de alas blancas, de alas negras y demonios por igual. Yo no prestaba ayuda a ninguno, mi destino estaba trazado y era todo lo que lograba vislumbrar. Comencé a esquivar las flechas que silbaban cortando el aire, aquello me hizo sonreír y estaba seguro que mi rostro mostraría una imagen extrañamente caótica, entre el placer y la furia. Podía percibir las miradas de mis antiguos compañeros, se preguntarían qué me había sucedido. Ninguno de ellos había probado las lenguas de fuego en la piel, como lo había hecho yo, ninguno había padecido la sed y bebido el agua del infierno, para intentar saciarla, un agua que te mantenía vivo, pero siempre sediento. Ninguno había tenido que luchar sin descanso, para sobrevivir, muriendo poco a poco, con cada muerte. Sintiendo la oscuridad en tu interior morderte el alma y devorarla lentamente, hasta que ya no te quedara nada de ella.

Volví a sentir el poderío de mis alas al batirlas, blandiendo mi espada al paso, para abrirme camino, reconociendo rostros y miradas que no me detenía a identificar, apartando con un golpe de mi espada a todo aquel que se interponía.

Las flechas eran más abundantes, por lo que estaba seguro que me acercaba cada vez más. Llegaría tan alto como pudiera y acabaría con cuantos enemigos se interpusieran. Una risa endemoniada salió de mi boca, mientras sesgaba las vidas de los que un día llamé hermanos.

- ¿InuYasha? – la escuché a la distancia, no necesitaba hablar con fuerza, para que yo respondiera al canto de su voz.

La miré confuso, por un momento y el arco en su mano se destenso ligeramente. Se veía tan hermosa como la recordaba. Su cabello oscuro contrastaba con sus alas blanca, que irradiaban la luz que recibían de las alturas, como si fuera propia. La admiración que sentía se convirtió en un solo instante en ira. Sus ojos reflejaban el desconcierto. Cuando nos conocimos, yo era un ángel bello y admirado, pero ahora era un ángel de alas negras.

- ¿Qué harás Kagome? – la increpé, con una sonrisa sardónica, apenas alzando la voz, sabía que ella sintonizaba con el sonido de la mía, ese había sido uno de nuestros logros personales – ahora soy tu enemigo – aseveré.

Sus profundos ojos castaños me miraron compasivos, me sentí más enfurecido aún, yo no necesitaba su compasión, ya no me hacía falta. No iba a permitirle a nadie sentir algo así por mí, menos a ella.

Apreté la empuñadura de mi espada, hasta que los dedos me dolieron.

- ¡No te atrevas a compadecerme! – le grité, sorprendiéndola.

Y arremetí contra ella, con toda la fuerza que fui capaz. Kagome abrió los ojos, como dos lunas llenas, apretó los labios y sentí casi instantáneamente su flecha atravesándome el pecho.

Me sonreí a pesar del dolor, ella siempre había sido una excelente arquera. Quizás y después de todo, estábamos destinados a exterminarnos, sería Kagome con sus blancas alas y su estampa resplandeciente la que diera fin a mi maldita vida.

Pero no me iría sin ella.

Me abalancé superando al dolor y cegado por un sentimiento más fuerte que mi propio odio, dejé que mi espada cayera sobre Kagome. Pensé que alcanzaría a esquivarme, en nuestras luchas de práctica, solíamos ser ambos muy rápidos, por la destello de un segundo, llegué a pensar que no había querido hacerlo y entonces sentí el hierro de mi espada hundirse en su carne, rasgándola.

Sus alas se agitaron con violencia, su sangre mancho mis manos y salpicó mi rostro, percibí su calor húmedo y el olor metálico. Me miró con cierta incredulidad y algo más en el fondo de sus ojos, que ya no lograba leer, sabía que hace mucho tiempo, podía interpretar todo de ella, pero ahora mi alma no recordaba cómo hacerlo. Su mirada se desvió luego con angustia hacia su amada Ciudad de Cristal.

Comenzó a caer.

Mis propias alas batieron y ya no pude mantenerme. Mi cuerpo se hizo pesado y comencé a sentir el aire en mi rostro. Mis ojos sólo la enfocaban a ella, que caía casi junto a mí. El sonido del acero de las espadas al chocar y los gritos aguerridos, iban disolviéndose poco a poco. Quedando atrás. Extendí mi mano para alcanzarla, a pesar del dolor de la herida que ella misma me había causado. Una herida tan profunda, más de lo que jamás imaginé.

La alcancé y la pegué a mi cuerpo, Kagome tenía los ojos cerrados, no estaba seguro ya de si respiraba. Un ápice de sensibilidad afloró en mí, sabía que ambos estábamos condenados, que moriríamos en esta batalla sin final y mi egoísmo se sintió recompensado, sabiendo que al menos terminaríamos nuestros días juntos.

La besé con mi último aliento, sus labios indolentes no me respondieron.

Yo un día fui un ángel de alas blancas, hermoso, capaz y lleno de esperanzas. Y la había amado.

-.-.-.-.-.-.-.-.-.-

Abrí los ojos, me dolía la cabeza. La luz del sol iba sesgándose en el horizonte. Me senté sobre la hierba y apreté los brotes entre mis dedos, desconcertado. Estaba completamente desnudo, agité mis alas, pero el movimiento no se produjo y entonces me llevé las manos a la espalda.

Mis alas no estaban. No estaba mi espada, ni mi armadura, ni la herida que Kagome me había hecho. No había nada. Miré a mi alrededor.

Entonces las vi. A mi espalda, tirada sobre la hierba, estaba Kagome. La observé atónito, su largo cabello azabache descansaba, como un manto, sobre su espalda desprovista de alas como la mía. La curva de su cadera desnuda, se acentuaba al estar recostada de medio lado. La herida que había dejado mi espada en su hombro, tampoco existía, ni su armadura, ni su arco.

Arrugué el ceño mientras iba comprendiendo lo que sucedía. Me puse en pie observando a mi alrededor, pero mi vista era muy limitada ahora, intenté visualizar algún rastro de civilización, pero no parecía existir nada, al menos donde mi vista alcanzaba. El sonido de la hierba tras de mí me alertó.

Kagome comenzaba a despertar.

Se sentó sobre la hierba, parecía algo extraviada, su cabello se acomodó con exquisitez jugando con las formas de su cuerpo. Una sensación de dejavú se apoderó de mí al ver su blanca piel expuesta, no podía dejar de mirarla. La curva de sus senos era suave, cayendo para redondearse luego de su cima, la luz del sol que se hundía entre las montañas, destacaba entre luces y sombras su piel, recordándome a las hermosas pinturas angélicas que creaban los mayores, para deleite de nuestra más bella esencia.

Entonces ella me miró, yo no hice gesto alguno, sus ojos se desorbitaron y su espalda se irguió, el recuerdo de nuestra batalla, había golpeado su memoria. Supe que intentaba mover sus alas, se asustó aún más, cuando llevó ambas manos a la espalda y no encontró nada en ella.

Se cubrió con los brazos el pecho, intentando ocultar su desnudez. Movió los labios para decir algo, pero ya no era capaz de captar su voz. Ahora estábamos en la Tierra de los humanos, como uno más de ellos. Hablé intentando que mi voz sonara con la fuerza necesaria para que en este mundo el sonido fuera captado por ella.

- Estamos en la Tierra de los humanos – le dije sin expresión en la voz, entonces me miró nuevamente – deberás trabajar un poco más si quieres que alguien te escuche – mi propia voz sonaba basta, carente de sensibilidad.

Noté como buscaba su propia voz en su interior.

- ¿Qué hacemos aquí? – me preguntó finalmente, su voz me pareció tan sucia, tan carente del resplandor que tenía su canto angélico en mis oídos. La miré inquisitivo.

¿De verdad no entendía lo que sucedía?

- ¿No lo sabes? – le pregunté y ella negó con la cabeza rápidamente.

Me reí con sorna, si que nos la habían jugado bien. Después de todo yo había entendido el juego que jugaban con nosotros los mayores, sólo estando en las fauces del infierno. La volví a mirar.

- ¿Dónde crees que van los ángeles cuando son despreciados por los mayores? ¿Cuándo ya no gozan del favor celestial? – le pregunté nuevamente.

Abrió los ojos comprendiendo.

- A la Tierra de los humanos – me dijo, sin aliento.

- Sí, preciosa – le hablé con la vulgaridad que había aprendido en las centurias que pasé en el averno – tendrás que trabajar, para volver a ganarte tus alas – miré a lo lejos, el cielo estaba casi oscuro, apenas una línea anaranjada, perfilaba las montañas.

- Pero yo no… - intentó decir algo, pero cayó, mirándome con cierto resquemor. Yo le sostuve la mirada.

- Tú no eres un caído – completé yo su frase, con la voz cargada de furia. Kagome se elevaba por sobre mí, me veía como la escoria que debía ser para todos los demás.

Creo que en el fondo de mí, siempre esperé que ella no olvidara el ángel que yo había sido.

Sus ojos se transformaron, pasaron de la incertidumbre a la decisión.

- Yo debo volver – dijo sin más. Poniéndose de pie.

Titubeo un momento, antes de quitarse los brazos del pecho, descubriéndose ante mí, como yo lo estaba ante ella. Pude adivinar un ligero rubor en sus mejillas, a pesar que la luz de la luna que ahora perfilaba su cuerpo, no era suficiente para ello, pero lo recordaba.

Una profunda punzada se alojó en mi pecho. Estaban resonando en mi memoria, demasiadas cosas de ella, demasiados sentimientos, que me habían sido negados durante mi tortuosa condena en el abismo incandescente en el que me habían olvidado. Si sólo hubiera tenido un poco más de estas sensaciones, quizás mi alma habría sobrevivido.

La miré un poco más. Nos separaban apenas unos escasos metros, pero una pared invisible se elevaba entre los dos, fuerte y resistente.

- Conmigo no cuentes, por mí está bien este lugar – le dije, con despreocupación - mejor que de donde vengo, desde luego.

Se quedó en silencio. Una ráfaga de viento nos golpeo, mostrándonos la realidad de nuestra desnudez. Padecíamos el frio, como dos simples humanos. Kagome respiró molesta por la sensación, la vi apretar los puños, como toda muestra de debilidad. Me di la vuelta y comencé a caminar.

- ¿A dónde vas? – me preguntó y noté que me seguía.

- A ver lo que hay – respondí sin más - no quiero andar por ahí muriéndome de frio.

Caminamos por largo tiempo, el frio de la noche me calaba los huesos, pero no quería detenerme, el movimiento me permitía mantener el calor. A lo lejos divisé una cabaña, de haber conservado mi sagaz vista angélica, la habría visto hace mucho y mis alas me habrían llevado a ella en segundos. La luz en las ventanas me indicaba que estaba habitada, podría conseguir en ese lugar algo de ropa y comida.

- Bien – dijo Kagome tras de mí – iremos ahí y le pediremos a los humanos ayuda.

Se animó y dio un par de pasos. La sostuve por la muñeca y la obligué a agazaparse.

- ¡Estás loca! – Susurré la exclamación – nos echarán de su casa y llamaran a sus autoridades.

-¿Por qué harían eso? – me preguntó consternada.

- ¿Y por qué no? – Me mofé - son humanos, no lo olvides – le respondí.

Kagome arrugó el ceño y fijó su mirada en la cabaña, comprendiendo lo que le decía. Luego tiró de su muñeca, que aún mantenía sujeta con mi mano y se la acarició aliviando la molestia que le producía mi toque.

Apreté la mandíbula, pero no dije nada. Ya me lo cobraría de otro modo.

- Iré sólo – le anuncié.

- Pero… - quiso impedirme que lo hiciera, la interrumpí.

-¡Iré sólo! – repetí, mirándola fijamente, sin opción a replica.

Avancé agazapado como estaba, no me costaría demasiado ser sigiloso, había aprendido a moverme sin ser notado y aunque ahora fuera un simple humano, mis conocimientos me daban ventajas sobre el resto de ellos.

Tomé unas cuantas prendas de ropa que colgaban en los alrededores de la casa, me puse una especie de pantalón de color rojo, que até a mi cintura, muy débil para ser una armadura, pensé, pero que me serviría en este lugar. Esperé mientras el movimiento dentro de la casa continuaba, el modo más seguro de sacar algo de comer, sería esperando a que las luces se apagaran y los ocupantes se fueran a dormir.

Miré a la distancia, el sitio en el que se encontraba Kagome, no lograba verla, pero sabía que estaba ahí. Decidí llevarle la ropa, de ese modo ganaría tiempo.

- Ponte algo de eso – le dije con rudeza, mientras dejaba caer a su lado lo que había encontrado. Me dispuse a ir nuevamente hasta la cabaña, las luces se había apagado mientras traía la ropa.

- Gracias – la escuché decir.

No quise girarme para mirarla, sabía que encontraría en sus ojos aquel sentimiento limpio de agradecimiento que me recordaba demasiado a la perfección hipócrita de los habitantes de la Ciudad de Cristal.

Entrar en aquella casa, no había sido difícil, quizás el aislamiento en el que se encontraban, los hacía sentirse seguros. Uno más de los tontos errores humanos, ellos siempre debían estar preparados, debían saber que estaba en su propia naturaleza el ser ruines y traidores.

Llegué después de unos minutos hasta el sitio en el que se encontraba Kagome, llevando conmigo unas piezas de pan. Sabía que este alimento no se parecería en nada a los manjares que preparaban en el sitio del que venía Kagome, pero ciertamente sería mucho más suculento que las raíces secas del infierno o la repugnante carne de demonio.

- Kagome…- dije y me interrumpí.

Ella estaba echada sobre la hierba, se había puesto una camiseta de hombre que le quedaba algo grande. Había dejado a un lado una chaqueta roja, que me parecía que conjuntaba con el pantalón que ahora llevaba yo.

Por un momento creí que ella había pensado en mí. Pero aquello era una estupidez.

La noche helaba, así que le eché encima la chaqueta, cubriéndola todo lo posible. Seguramente el hambre la despertaría en unas cuantas horas.

Me incliné para mirarla, parecía profundamente dormida, la luz de la noche me permitía ver su perfil a la perfección, la forma en que su nariz se respingaba levemente, dándole a su rostro un aspecto elegante, sus labios llenos formaban un corazón perfecto en la parte superior, redondeándose de una voluptuosidad delicada en la parte inferior. Recordé la suavidad de aquella boca, el sabor inhumano de sus besos y la irá disfrazó nuevamente aquella pasión.

Era demasiado hermosa para pasar por una simple humana, este sitio le devoraría el alma. Eso si antes no lo hacía yo.

"…se amaban, se adoraban…"

Continuará…

Aquí vengo con el primer capítulo de una historia que surgió ayer con mucha fuerza, dejando de lado las otras dos que medio se habían formado en mi cabeza. Vi una imagen de animé de un chico con un ala blanca y un ala negra e inmediatamente me los imaginé a ellos, Inu y Kag, en la batalla que he relatado. Ahora debemos ver qué más va a ir sucediendo en el camino. No explico demasiado las cosas, porque pienso que eso va surgiendo a medida que se lee.

El trozo de canción es de Luis Miguel, "Se amaban", me gusta mucho, es muy intensa y tiene muchísima fuerza emocional, así que apúntenla como parte del OST de este fic.

Muchos besitos y recuerden que su review es mi sueldo.

Siempre en amor.

Anyara

P.D.: Intentaré mantener el ritmo que tenía con "Desde mi corazón"