DISCLAIMER: todos los personajes perteneces a J.K. Rowling, excepto los creados por mí.

ADVERTENCIAS: Slash, es decir, historia chico/chico. No sigas leyendo si no te agrada el tema.

RESUMEN: último curso para los merodeadores. A los pocos días de empezar, un peculiar niño que acaba de llegar a Hogwarts se cruza en el camino de Remus. Después de unos cuantos y extraños encontronazos más, Remus decide mantenerse cerca para ayudarle en todo lo posible. Y con él, también el resto de los merodeadores.

NOTA DE LA AUTORA: me gustaría hacer una pequeña aclaración sobre el título "Si tú me dejas". En este caso no es "dejar" como sinónimo de abandonar, sino el "dejar", como sinónimo de permitir. Pero es que me gusta mucho más como suena "Si tú me dejas" que "si tú me lo permites". Ya está, solo eso :X


SI TÚ ME DEJAS

CAPÍTULO 1: JONATHAN Y UNAS OREJERAS

La primera vez que Remus reparó en Jonathan fue una noche cuando se lo encontró sentado en el corredor, cerca del retrato de la Señora Gorda. El niño, alumno recién llegado a Hogwarts, parecía muy entretenido leyendo un cómic.

Remus iba cavilando en sus cosas y en un primer momento pasó de largo. Pero, como buen prefecto que había sido hasta el año anterior, al segundo se detuvo y dio media vuelta.

- Hola – le saludó mostrando una amable sonrisa.

El niño no levantó la cabeza del cómic ni hizo muestras de haberle oído. Remus se acercó un poco y se agachó a su lado.

- Eres de Gryffindor, ¿verdad? – a Remus le sonaba vagamente su cara de haberlo visto por la sala común – ¿Cómo te llamas?

El chico no levantó los ojos de los dibujos que tenía delante, pero Remus supo que lo había escuchado porque se movió un poco, alejándose ligeramente de él.

- Aquí hace frío. Estarías mucho mejor dentro. ¿Olvidaste la contraseña? Puedes entrar conmigo.

- No. Me quedo aquí – dijo al fin el niño.

- Vale – Remus parpadeó, sorprendido – Como quieras.

Se levantó y se dirigió al retrato, decidido a dar por terminada ya aquella extraña conversación.

Dijo la contraseña y el retrato se desplazó. No obstante, antes de entrar echó un último vistazo al niño. Luego miró su reloj y otra vez al chaval. Era una hora un poco rara para que el chico se encontrase allí fuera. Eran casi las once de la noche y a esa hora todos los alumnos deberían estar ya en sus respectivos dormitorios o salas comunes. En especial los alumnos de los primeros cursos.

- No deberías quedarte mucho rato. Es tarde. Eres nuevo y quizás no lo sepas pero una de las normas del colegio es que…

- Ningún alumno tiene permitida la salida de la sala común a partir de las 12 de la noche, salvo si tiene autorización de un profesor – recitó el chico de carrerilla, dejando a Remus con un palmo de narices -. Lo sé. Pero todavía no son las 12.

- Bien. Veo que no tengo por qué preocuparme.

Observó al chico unos segundos más, pero éste seguía con las narices metidas en su cómic, de donde no las había despegado en ningún momento, ni siquiera para dirigirse a él.

- ¿Vas a entrar o qué? No tengo todo el día, ¿sabes? – protestó la Señora Gorda.

- Ah, sí, sí. Disculpa - Remus sacudió la cabeza y cruzó el retrato.

La segunda vez que volvió a toparse con él fue unos días después. Salía de clase de Transformaciones junto con sus amigos cuando un revuelo en el pasillo llamó su atención.

Varios alumnos de primer curso habían formado un corro alrededor de otros tres.

- Eres un imbécil, Owen – decía una niña a voz en grito, señalando con el dedo a otro bastante más alto, aunque ella no parecía para nada intimidada – Lo has hecho a propósito. Sabes de sobra que eso le altera.

La niña señaló entonces a otro niño que estaba de pie detrás de ella, cabizbajo y que se tapaba los oídos con las manos. Remus lo reconoció como el niño del cómic.

Se separó de sus amigos y se acercó al grupo de primero.

- ¿A dónde vas? – le preguntó Sirius, con el que había estado hablando hasta ese momento y al que acababa de dejar con la palabra en la boca.

Lo bueno de ser alumno de último año era que, entre otras cosas, al sacarles un par de cabezas a los alumnos recién llegados, éstes siempre se mostraban respetuosos, e incluso temerosos, cuando los mayores se acercaban.

- ¿Qué ocurre aquí? ¿Hay algún problema? – todos enmudecieron cuando Remus apareció y habló tras ellos. Incluso alguno de los que simplemente estaban allí observando puso pies en polvorosa.

- ¿Qué haces? Ya no eres prefecto – protestó Sirius a sus espaldas. Remus le ignoró y miró a los tres protagonistas.

- ¿Va todo bien?

- Sí, sí, claro – se apresuró a decir el tal Owen.

- No, que va – saltó entonces la niña – Owen lleva todo el día molestando a Jonathan, dándole golpecitos en la silla y haciendo ruidos cuando sabe de sobra que eso le altera mucho. Y luego cuesta mucho calmarle.

- ¡Eres una maldita chivata, Wayne! – gritó Owen. Jonathan, detrás de ella, cerró los ojos y apretó las manos con mayor fuerza contra sus orejas.

- Ya basta. Venga, se acabó. Todo el mundo fuera de aquí. En cuanto a ti – dijo mirando a Owen-, ¿es necesario que llame a los prefectos? ¿O a la profesora McGonagall?

- No, no. Ya me voy.

Y echó a correr por los pasillos no sin antes girarse y gritarle a la chica:

- Me las pagarás por esto, Alexia Wayne. Lo juro.

- ¡No te tengo miedo! – gritó Alexia de vuelta y mirándole con gesto desafiante. Detrás de ella, Jonathan dio un respingo cuando ella alzó la voz -. Oh, lo siento. Ya está, ya se ha ido ¿Jonathan? – la chica le tocó ligeramente el brazo, para llamar la atención de su amigo. Él abrió los ojos y miró a su alrededor. Al ver que ya no quedaba casi nadie allí bajó las manos.

- ¿Estás bien? ¿Necesitas algo? – le preguntó Remus.

- No, muchas gracias – contestó la chica -. Vámonos.

Alexia le hizo un gesto con la cabeza a su amigo y echó a andar por el pasillo. Sin decir nada ni mirar a nadie más, Jonathan la siguió.

- ¿Qué ha pasado? – preguntó entonces James, que se había quedado un poco atrás, con Peter.

- La verdad, no lo sé – respondió Remus.

- Cosas de críos. Olvídalo. Va, venga, vámonos ya que me muero de hambre – protestó Sirius, tirando de Remus para que le siguiera hacia el Gran Comedor.

Para su tercer encuentro con Jonathan no tuvo que esperar mucho. Ese mismo día, a la hora de la cena, se lo encontró en el vestíbulo, a unos metros de la puerta que daba al Gran Comedor, sentado en un saliente semioculto tras una estatua, hincándole el diente a una empanadilla.

- Que aproveche – le dijo acercándose a él.

- Gracias – le respondió alzando la vista un segundo y volviendo a centrarse en su cena.

- ¿No estarías más cómodo cenando en el comedor?

- No.

- ¿Ocurre algo? ¿Ha vuelto a meterse contigo ese chico?

- No.

No tengo tiempo para esto, se dijo, pensando en darse por vencido y dar media vuelta. Al fin y al cabo, no era asunto suyo. Sin embargo, hizo una pregunta más.

- ¿Por qué no quieres entrar?

- Porque dentro hay mucho ruido. Demasiada gente. No me gusta.

- Ah. Vale. Bueno, no te molesto. Nos vemos.

Ya estaba llegando a la puerta cuando se cruzó con la profesora McGonagall, que salía. Se detuvo cuando vio que la mujer se dirigía hacia el chico.

- Señor Lennox, ¿por qué no está usted cenando en el Gran Comedor junto a los demás alumnos?

- Hay demasiado ruido y no me gusta – repitió el muchacho.

- Qué me vas a contar… pero aunque no le agrade el bullicio de ahí dentro, aquí fuera no se puede comer.

- ¿No se puede? – preguntó Jonathan, dejando de comer y torciendo ligeramente la cabeza, como si se concentrara en algo -. No he leído ninguna norma en la que se prohíba comer fuera del Gran Comedor.

- Oh, bueno. Eso es porque hubo un error y le dimos el panfleto antiguo. Pero se han añadido normas recientemente y una de ellas es la que le acabo de referir. "Norma número 21: los alumnos no deben saltarse ninguna comida, salvo por motivos de enfermedad y siempre presentando justificante de la enfermería, y tampoco podrán sacar alimentos del Gran Comedor." Así que, si es usted tan amable, levántese y acompáñeme al Gran Comedor, por favor, para unirse a sus compañeros.

Remus observó a McGonagall, confuso y curioso. Que él supiera, no había habido ningún cambio en las normas de Hogwarts desde… puf, a saber. Al menos seguían siendo exactamente las mismas desde que él había llegado al colegio, y de eso hacía ya seis años.

McGonagall miró entonces hacia Remus, lanzándole una mirada que cogió desprevenido al chico: complicidad y diversión. Fue entonces que el joven licántropo se dio cuenta de que todavía seguía allí de pie como un pasmarote y escuchando conversaciones ajenas. Reanudó la marcha y cruzó la puerta hacia el comedor.

Pero no fue hasta el siguiente encontronazo, unos días después, que Remus tuvo el presentimiento de que, de una u otra forma, ese extraño chico acabaría por formar parte de su vida en ese su último año en Hogwarts.

En realidad fue con su amiga, Alexia Wayne, con la que se cruzó una tarde en las escaleras, camino a la torre Gryffindor.

Él subía tranquilamente cuando la vio bajar a trompicones.

- ¡Ey! Cuidado – le advirtió.

Pero ella le ignoró y siguió bajando, casi sobrevolando, las escaleras. Desapareció por un pasillo. Remus se encogió de hombros y siguió su camino. Entonces los ecos de sus gritos llegaron hasta él:

- ¡Jonathan! ¿Dónde estás? ¡Jonathan!

Sonaba preocupada.

Remus la escuchó correr y abrir algunas puertas. Ella llamaba una y otra vez por su amigo.

Estaba pensando si debía o no inmiscuirse cuando la niña volvió a aparecer, esta vez corriendo escaleras arriba.

- ¡Espera! – la agarró por un brazo - ¿Qué ocurre?

- No lo encuentro. Llevo varias horas buscando y no lo encuentro.

- ¿A tu amigo? ¿Jonathan?

- Sí – la niña parecía asustada, pero entonces pareció reconocer a Remus -. Tú nos ayudaste el otro día. Ayúdame ahora a buscarlo, por favor.

- No te preocupes, se habrá ido a dar una vuelta. O estará en algún rincón leyendo – Remus recordó sus primeras semanas en el castillo, cuando tenía once años y aquel gigantesco edifico y tanta gente nueva le sobrepasaba. Él también desaparecía y se ocultaba de sus nuevos compañeros, evitándolos y buscando escondites secretos donde disfrutar de la soledad y de la compañía de sus libros -. Seguro que a la hora de la cena aparecerá por el Gran Comedor.

- ¡No! – gritó ella -. Tú no lo entiendes. Estaba muy alterado. Podría lastimarse. O a otra persona. Yo… intenté que se calmara pero no me escuchaba y, y… – Alexia parecía estar al borde de las lágrimas.

- ¿Lastimarse? – Remus no entendía nada.

- ¿Y si salió del castillo? ¿Y si se internó en el bosque? Podría perderse – la niña se llevó las manos a la cabeza. Parecía verdaderamente desesperada.

- Vale, tranquila. Te ayudaré a buscar. ¿De acuerdo? Entre los dos acabaremos antes - Alexia asintió.

Aún sin llegar a comprender del todo la situación, Remus ayudó a Alexia a buscar a su amigo.

Mientras buscaban por pasillos, aulas, biblioteca, jardines y más lugares del castillo, Remus le hizo algunas preguntas a Alexia sobre Jonathan, tratando de averiguar algo sobre ese singular muchacho. Pero, más allá de algunas respuestas ambiguas, no consiguió gran información.

Después de unos cuarenta minutos de infructuosa búsqueda y a la vista de que Alexia parecía a punto de entrar en estado de pánico (incluso empezaba a murmurar algo como que debería ir a buscar a Dumbledore), Remus decidió que era hora de recurrir al mapa del merodeador.

- Oh, Alexia, espera aquí un momento. Olvidé darle un recado importante a un amigo. Bajo enseguida – le dijo cuando volvieron por segunda vez a la torre de Gryffindor para constatar que seguía sin haber señales del muchacho.

- ¿Qué hay, Lunático? ¿Dónde te habías metido? – le saludó Sirius cuando le vio entrar por la puerta. Los tres estaban sobre la cama de James, reunidos alrededor del mapa.

- Estábamos hablando de hacer una excursión a HoneyDokes a media noche. ¿Te apuntas?

- ¿Qué? No sé, James, luego te digo… ¿podría consultar el mapa un momento?

- Sí, claro. ¿Buscas a alguien en especial?

- Sí, a un alumno de primero.

- ¿Por qué?

- ¿Para qué?

- ¿De primero?

Tres preguntas hechas a la vez y tres pares de ojos fijos en él. Pero Remus no tenía tiempo para explicaciones. Se concentró y revisó el mapa minuciosamente. Jonathan Lennox, Jonathan Lennox… ¡Ahí! Ah, no. Falsa alarma. Esa era la etiqueta de Johana Lowell. ¡Jonathan Lennox! Por fin.

- Vaya – dijo un tanto impresionado.

Le devolvió el mapa a sus amigos y salió por la puerta, no sin antes despedirse con un "Vuelvo enseguida".

Bajaba las escaleras cuando sintió pasos tras él. Se detuvo y se giró bruscamente, dándose así de bruces con Sirius.

- ¡Ay! ¿Qué haces, Canuto?

- ¿Qué haces tú?

- Ya os lo dije. Tengo un poco de prisa. Luego os lo explico. ¿A dónde vas? – inquirió cuando vio que Sirius bajaba tras él.

- Contigo. Mi olfato me dice – dijo a la vez que se daba unos golpecitos en la punta de la nariz con el dedo índice – que estás tramando algo. Y no pienso perdérmelo.

- Pues siento decirte que tienes el olfato atrofiado, amigo. Ya estoy aquí – dijo dirigiéndose a Alexia, que le esperaba cerca de la puerta del retrato, moviendo nerviosamente una pierna -. Se me ha ocurrido un lugar donde todavía no hemos buscado.

- ¿Dónde?

- Sígueme. Ah, Sí. Este es mi amigo Sirius. Ha insistido en venir a ayudarnos a buscar a Jonathan. Cuantos más mejor, ¿verdad?

- Muchísimas gracias – con ambas manos Alexia le cogió la derecha de Sirius y se la agitó en un gesto que estaba entre un eufórico saludo, agradecimiento excesivo y puro nerviosismo.

- Emm, de nada – contestó Sirius mientras le dirigía una mirada cargada de confusión, y una pizca de reproche, a su amigo. Éste le sonrió burlón y se llevó el dedo índice a la nariz.

Remus les condujo por el castillo, bajando de nuevo hacia la entrada principal. Una vez en el vestíbulo se dirigió hacia las escaleras que conducían al sótano de Hufflepuff, las bajaron y continuaron por el corredor hasta detenerse delante de una pintura de un cuenco de frutas.

- ¿Qué hacemos aquí? – preguntó Alexia.

- ¿Ese niño a quién buscáis está aquí dentro?

- Sí.

- ¿Dentro? ¿Dentro de dónde? –preguntó Alexia, que no entendía nada.

Sin decir nada, Remus extendió el brazo y tocó una de las frutas del cuenco. Una pera. Y en realidad no la tocó, sino que le hizo cosquillas.

Alexia estaba a punto de preguntar qué demonios estaba haciendo cuando, para su sorpresa, la pera se retorció, se rió y a continuación se transformó en el pomo verde de una puerta que acaba de aparecer ante sus narices.

- Bienvenida a las cocinas de Hogwarts – dijo Remus abriendo la puerta y cediéndole el paso a Alexia. Y justo unos metros más allá, sentado a una de las larguísimas mesas, réplicas a las del Gran Comedor que tenían justo en el piso de encima, estaba Jonathan, degustando tranquilamente lo que parecía un delicioso pudding de chocolate.

- ¿Ese chico otra vez? – preguntó Sirius.

La gran mayoría de los alumnos se encontraban ya desayunando cuando Sirius llegó, caminando con largas y fuertes zancadas. Se dejó caer en el banco de mala manera. Posó los codos sobre la mesa y hundió su cabeza entre sus manos, sus dedos enredándose en su despeinada negra cabellera.

- Buenos días, Canuto – saludó alegremente Peter a su lado. Sirius soltó un gruñido -. ¿Mala noche?

Sirius levantó la cabeza y clavó la vista en Peter. Éste tragó saliva ante su gesto hosco y su mirada casi iracunda.

- ¿Qué? – preguntó, confuso.

- Pues que si no roncaras tanto, igual podría haber dormido un poco – espetó de malos modos el moreno.

- No le eches la culpa a Peter – intervino James -. Sus ronquidos nunca te han impedido dormir a pierna suelta. Si no fuiste capaz de pegar ojo fue por tanta taza de café.

Sirius gruñó algo ininteligible. Apartó la vista de sus amigos y barrió el Gran Comedor con la mirada. Sus ojos se detuvieron en Remus, que estaba en la entrada junto a la profesora McGonagall. ¿Qué hacía tan temprano hablando ya con un profesor?

Se fijó entonces que parecía un poco alterado. Quizás no a ojos inexpertos, que simplemente verían a un joven de séptimo año, ex - prefecto, manteniendo una tranquila conversación con un docente. Pero Sirius conocía bien a su amigo y estaba bastante seguro de que algo le inquietaba o preocupaba.

Cerca de ellos, como si la conversación no fuese con él, estaba ese niño rarito de primero al que Remus había ayudado en alguna ocasión.

Sirius frunció un poco el ceño.

La conversación llegó a su fin y cada uno se fue por su lado, la profesora McGonagall llevándose al niño con ella y Remus dirigiéndose a donde ellos estaban.

- ¿Va todo bien? – preguntó James como saludo cuando Remus se sentó, señalando con un movimiento de la cabeza hacia la puerta principal, por donde acababan de salir profesora y alumno.

- Más o menos – dijo Remus con voz cansada mientras se servía un poco de café en su taza.

- ¿Por qué te importa tanto lo que le pase a ese chico? – preguntó entonces Sirius. Remus levantó la mirada y Sirius añadió -: No es asunto tuyo.

- Quizá no. Pero sí me importa.

- Siempre has sentido debilidad por las causas perdidas – comentó Sirius mientras cogía un bollo relleno de crema.

- ¿Causa perdida? – preguntó Remus.

Sirius se detuvo en cuanto detectó un cierto tono peligroso en la voz de su amigo.

- Estás sembrado hoy, eh, hermano – comentó entonces James con tono ligero -. Primero Peter, ahora Remus. Confieso que me siento un poco marginado.

- Vete a la mierda, Cornamenta – le contestó mientras le daba un enorme mordisco al bollo.

- Ah, eso está mejor.

Pero James se calló al ver los ánimos de sus compañeros. Intuyó que, al menos durante unos minutos, era mejor dejarlos estar y dejarse de bromas. Se hundió un poco en su asiento, resignado a pasar un desayuno en absoluto silencio y cargado de miradas hurañas.

- Me aburro. ¿Qué hacéis? – preguntó Sirius, dejando caer de golpe sobre la cama el libro que había estado leyendo hasta hacía un segundo.

- Una partida de Potterdrez – contestó Peter.

- ¿Te apuntas? – preguntó James.

- No, gracias – Sirius no tenía ganas de unirse al juego inventado por su amigo hacía unos años, y cuyas normas había cambiado tantas veces que ya ni recordaba cómo era - ¿Dónde está Lunático?

- Ya hace un buen rato que dijo que se iba a la ducha. No creo que tarde mucho en volver.

Sin decir nada más, Sirius se levantó y se dirigió al cuarto de baño. Allí encontró a Remus, envuelto en una nube de vapor, terminando de subirse el pantalón del pijama. Sirius se acercó al mueble del lavabo y, con un grácil salto y casi sin ayudarse de las manos, se sentó sobre la fría encimera.

Durante unos segundos no dijo nada. Ni siquiera le había saludado al entrar. Simplemente contempló a su amigo mientras se peinaba y, después, se echaba la pasta de dientes sobre el cepillo.

- ¿Te apetece una excursión a las cocinas?

- ¿Todavía tienes hambre? Si tú solo te has comido casi medio pollo.

- No mucha en realidad. ¿Y si subimos a la torre de astronomía? Está el cielo muy despejado.

- ¿Te aburres? – preguntó Remus, con la boca llena de pasta de dientes, mientras se cepillaba con energía las muelas.

Sirius le entendió de todas formas.

- Tal vez – le contestó al cabo de un buen rato

- Me acabo de poner el pijama. No me apetece cambiarme otra vez.

- Puedes ir así.

- Estoy bastante cansado, la verdad – Remus se enjuagó la boca – Pregúntale a James o a Peter.

- Si no te apetece ir, dímelo.

- No me apetece ir, Sirius. Lo siento. Tal vez mañana.

- Vale. ¡Eh! Oye, eso tiene mala pinta.

- ¿El qué?

Sirius bajó de la encimera y se acercó a Remus, que acababa de darle la espalda para coger la parte de arriba de su pijama. Le sujetó por los hombros para que no se moviera y miró con atención la espalda de su amigo.

- Este corte, el que te hiciste en la última luna llena. No tiene buen aspecto. ¿Te estás echando la pomada?

- Ehhh…

- ¡Remus!

- ¡Se me olvidó!

- ¡Cómo se te puede olvidar algo así!

- Sí que me la he echado… los dos primeros días. Después, como ya no me dolía y, además, no es una zona muy accesible…

- ¿Y por qué no pediste ayuda?

- …

- Joder, Remus, ni que fuera la primera vez que te ayudamos. Eres un cabezota. No sé a quién sales.

- Bueno, mi madre dice que a mi padre. Pero él dice lo contrario. Así que… - el joven hizo un encogimiento de hombros.

- ¿Dónde está la pomada?

- En ese cajón.

Sirius soltó a su amigo y abrió el cajón para cogerla. Se echó una buena cantidad en una mano y a continuación se la extendió con cuidado sobre la piel.

- Está un poco infectado.

- Seguro que no es para tanto. A mí casi no me duele.

- Hace un minuto dijiste que no te dolía. Ahora es un "casi".

Remus no respondió.

Sirius siguió extendiendo la crema, prestando especial cuidado en la zona que estaba algo más enrojecida. Había varias cicatrices más surcando la pálida piel de su amigo, pero la mayoría eran antiguas, de hacía varios meses. Algunas incluso de hace años.

- Oye. Lo siento por lo de esta mañana. No era mi intención molestarte.

- Lo sé. Y no pasa nada. Fue una tontería. Lo que pasa es que en ese momento yo me sentía un poco frustrado e impotente y reaccioné mal. Así que yo también lo siento. Además, todos conocemos de sobra tu humor de perros de las mañanas.

- Ja, ja, muy gracioso. Bueno, esto ya está.

- Gracias.

- La próxima vez te llevo de las orejas directamente a la enfermería.

- No será necesario. Lo prometo.

Sirius guardó la crema y a continuación se lavó las manos, mientras Remus se ponía con cuidado la parte de arriba del pijama.

- Ese mocoso te importa de verdad, ¿no? – preguntó de pronto Sirius.

- Si por mocoso te refieres a Jonathan, sí.

- Bien. Te ayudaré.

- ¿Cómo dices?

- Tengo la intuición de que vas a dedicar gran parte de tu tiempo, energía y esfuerzos en ayudar a ese chaval este curso, ¿no es así? Pues yo te ayudo.

- ¿Y eso por qué?

- ¿Tiene que haber un motivo?

- Contigo casi siempre lo hay.

- Me parece interesante. Un reto.

- Un reto… Sí, tal vez lo sea – la mirada de Remus se perdió unos segundos en la distancia, pero entonces volvió en sí y le miró con una sonrisa -. Me apetece algo dulce, ¿sigue en pie esa excursión a las cocinas?

- ¡Por supuesto!

- ¡Eres un imbécil, Owen!

Remus posó su taza de chocolate y giró un poco la cabeza. Alexia estaba discutiendo de nuevo con aquel otro niño.

Buscó con la mirada a Jonathan y lo vio alejándose de la mesa de Gryffindor con un par de bollos en cada mano.

- Tu amiguito se escabulle de nuevo – comentó Sirius.

- Ya lo veo.

Alexia y Owen seguían discutiendo. Él parecía en su salsa, con una sonrisilla de suficiencia en la cara. Ella trataba de seguir desayunando, como si no pasara nada, pero a juzgar por cómo se desmenuzaba la magdalena que tenía entre sus manos, estaba bastante cabreada.

- De pronto ella se puso en pie.

- ¿Tú también te vas? – dijo Owen -. Mejor. Corre, vete tras el bicho raro ese. Y no vuelvas, tarada.

- ¡Cállate, estúpido trol descerebrado!

- ¿Qué me has llamado?

- ¿Además de descerebrado también estás sordo?

Sirius y Remus (y buena parte del gran comedor), no les quitaban ojo.

- Menudo carácter tiene esa chica, eh – comentó Sirius mientras mojaba una galleta en su café.

- Eso parece.

- ¿No te recuerda a alguien?

Remus miró a su amigo y vio su sonrisa cómplice. Sonrió a su vez.

- Sí, la verdad es que yo también estaba pensando eso mismo.

- Mira, mira. Fíjate. Si hasta coloca los brazos en jarras igual que ella. Es la misma pose – Sirius parecía muy divertido.

- Shh, que te van a oír. Y no señales con el dedo.

Alexia soltó un bufido ante otro comentario despectivo de Owen.

- Es imposible hablar contigo. Toma: cómete una magdalena, ridículo – soltó de pronto la chica, cogiendo una de una fuente y lanzándosela de malos modos a un desprevenido Owen.

Por desgracia, un par de prefectos que llevaban un rato observándolos, también vieron ese gesto de Alexia, por lo que la chica no se libró de que le descontaran cinco puntos a Gryffindor.

- Vaya genio que se gasta la mocosa. Hasta da miedo.

- Pues yo me alegro de que haya alguien para coger el testigo de Lily.

- ¿De qué habláis? – James aparece de pronto, como atraído por la mención de la pelirroja -. Me ha parecido escuchar el nombre de Lily.

Sirius y Remus se ríen e intercambian una mirada.

- Aquí nadie ha mencionado a Evans, Cornamenta. Empiezas a sufrir alucinaciones.

- Lo que tú digas, Canuto, lo que tú digas. Pero yo sé lo que he oído.

James no llega a escuchar el nuevo comentario de su amigo porque la visión de una larga, sedosa y brillante melena pelirroja capta por completo su atención. Distracción que aprovecha Sirius para sacarse un frasquito de un bolsillo y verter un líquido en el vaso de zumo de calabaza que James.

- ¿Qué es esta vez? ¿Poción crecepelo? ¿O la de la risa descontrolada? – susurra Remus.

- No. Tabasco.

- Ah. Bueno, yo me voy.

Remus apuró el chocolate que le quedaba en la taza y recogió sus cosas. No tenía ganas de presenciar lo que vendría a continuación.

Aún no había llegado a la puerta del comedor cuando llegó hasta él la escandalosa risa perruna de Sirius, acompañada de la tos y las maldiciones de James.

Las tripas de Sirius volvieron a sonar, reclamando con urgencia algo de comida. Él miró de un lado a otro, contemplando el terreno que había entre el castillo y el invernadero número dos, en cuyo exterior se encontraba esperando pacientemente, con la única compañía de Jonathan.

Se preguntó, por cuarta o quinta vez en apenas diez minutos, qué demonios estaría haciendo él allí, vigilando a ese maldito mocoso en vez de dar cuenta de un delicioso desayuno en el comedor, lugar donde deberían estar, junto al resto del colegio, y no allí.

Justamente hacia el comedor se dirigía con sus amigos cuando, por enésima vez en esa semana, se habían vuelto a encontrar a Jonathan escabulléndose por la gigantesca puerta con un par de bollos en cada mano. Y daba igual lo que le dijeran, o las amenazas de los profesores. Al chaval no le gustaba estar allí dentro y no había forma de convencerlo.

- Tengo una idea – dijo de pronto Remus, poniéndose firme de repente, interrumpiéndose a él mismo cuando trataba de convencer al chico para que no volviera a escaparse.

Y mientras James y Peter siguieron su trayecto matinal, Sirius y Jonathan siguieron a Remus, que primero se dirigió al despacho de la profesora de herbología. Al no encontrarla allí, fue entonces cuando salieron del castillo y se dirigieron hacia los invernaderos.

La encontraron en el invernadero número dos, ultimando todos los detalles para la primera clase del día.

Y así estaban las cosas. Remus dentro, hablando de sabe Merlín qué asuntos con la profesora (Sirius no tenía ni idea de qué se traía entre manos porque su amigo no había querido decirles nada); y Sirius allí fuera, muerto de hambre y con la única compañía de aquel extraño chiquillo que en todo ese tiempo ni siquiera había abierto la boca.

Las tripas le rugieron de nuevo y Sirius se llevó una mano a la barriga, acariciándosela, como si eso pudiese calmar el doloroso vacío de su estómago.

Pero se lo había prometido. Le había prometido a Remus que le ayudaría. Y no lo iba a dejar tirado por un zumo de naranja, un café, un par de tostadas con mermelada de melocotón, un poco de queso fresco con un chorrito de miel por encima, y puede que también algún bollo relleno de un exquisito chocolate con avellanas…

¡Mierda!

Sirius se obligó a pensar en otra cosa. Contempló de nuevo a aquel peculiar chico.

Jonathan se había sentado en un banco de piedra y había abierto uno de esos cómics que siempre llevaba encima. ¿De dónde los sacaba? ¿Dónde los guardaría? Parecían aparecer de la nada. Mirabas al chico un instante y no tenía nada en las manos; desviabas la vista un segundo y voilà, ahí estaba el cómic. Y hasta parecía que llevaba horas sumergido en la lectura.

- ¿De qué va? – preguntó tratando de entablar un poco de conversación.

Pero no obtuvo respuesta.

Mocoso insolente.

Con un suspiro resignado Sirius se sentó a su lado. El chico no despegó los ojos de las viñetas, no obstante, se movió un poco, alejándose de Sirius.

El moreno también se movió, acercándose de nuevo al chico. Y éste se alejó otro poco. Repitió el movimiento y obtuvo el mismo resultado. Una pequeña sonrisa torcida se dibujó en la cara de Sirius. El banco se estaba acabando. ¿Qué pasaría si volvía a pegarse a él? ¿El mocoso se caería al suelo?

Para su desencanto, no pudo averiguarlo porque justo en ese momento salió Remus del invernadero.

- Tengo algo para ti – dijo acercándose a Jonathan. Éste levantó la vista y miró un segundo a Remus y después a lo que llevaba en las manos.

- ¿Algo para mí? – preguntó, con la voz cargada de sorpresa.

- Sí – Remus se agachó a su lado con una sonrisa -. Esto son unas orejeras. Se usan en segundo curso para trabajar con las mandrágoras.

- Pero yo estoy en primero.

- Sí, ya lo sé. Dices que no te gusta estar en el Gran Comedor porque el ruido te molesta, ¿verdad? – Jonathan asintió -. Estas orejeras anulan el sonido. Si las llevas puestas, no podrás oír nada – Jonathan no dejaba de observar las orejeras, con los ojos cada vez más abiertos -. Puedes usarlas siempre que quieras. Menos en clase, por supuesto.

Remus le ofreció las orejeras. El chico dejó con rapidez el cómic sobre el banco y las cogió. Se las puso y miró con atención a todas partes.

- ¿Qué tal? ¿Escuchas algo? – preguntó Remus, aunque sabía que no podría oírlo.

Y, en efecto, cuando Jonathan vio que no podía escuchar lo que le acaba de decir, sonrió feliz.

Sirius se sintió impresionado. Se acababa de dar cuenta de que era la primera vez que veía a aquel niño sonreír. Era una sensación extraña. Bonito pero a la vez también un poco triste.

En el corto trayecto de vuelta, Jonathan casi parecía trotar de felicidad. Se acercó a una fuente y ladeó la cabeza. La sonrisa se hizo más grande cuando vio que no podía escucharla.

- Parece muy contento – comentó Sirius.

- Sí. No sé cómo no se me ha ocurrido antes. Aunque, de todas formas, tendré que hablarlo con los profesores. Espero que lo aprueben.

- Encontrarás la forma de convencerlos de que es lo mejor – Sirius le rodeó los hombros con un brazo y se acercó más a él, – Pero primero, hay algo mucho más importante que hacer. Muchísimo. Un asunto de vida o muerte.

- ¿El qué?

- ¡El desayuno! – y como queriendo ratificar sus palabras, sus tripas volvieron a sonar.