Capítulo I

ENCUENTROS Y DESENCUENTROS

Por el bulevar de los sueños rotos

moja una lágrima antiguas fotos

y una canción se burla del miedo...

"Por el bulevar de los sueños rotos", Joaquín Sabina

La sacerdotisa se miró en el espejo con aire preocupado. A los treinta y cinco años, Metis podía pasar todavía por una mujer de veinticinco, nadie creería que tenía dos hijos de catorce años.

Dos hijos... Podía escuchar los cuchicheos en los pasillos del subterráneo. Los últimos adoradores de los dioses romanos se habían refugiado ahí desde el siglo tercero, cuando la política de Constantino el Grande contribuyó a que las persecuciones contra los cristianos fueran reemplazadas por persecuciones contra los paganos. En aquellas catacumbas en particular, se encontraba el templo de Vesta y ella era una vestal... que tenía dos hijos.

Había podido guardar el secreto bastante bien. Durante quince años nadie había sospechado siquiera que el fuego de Vesta había sido profanado y que la gran sacerdotisa había roto su voto de castidad. Y ahora de pronto esos dos muchachos estaban ahí buscando a una madre que, se suponía, debían haber dado por muerta desde mucho antes. Había sido enorme la sorpresa de los dos al enterarse de que ahí solamente había vestales.

Eran idénticos entre sí, maravillosamente apuestos y Metis se habría sentido feliz sólo por haber podido contemplarlos, aunque no pudiera decirles que ella era la persona a la que buscaban, pero, por supuesto, había un pequeño detalle que convertía aquella reunión a medias en un problema terrible: se parecían a ella. El hecho de que Metis fuera pelirroja no impedía advertir lo similares que eran sus rasgos a los de ella. Y todas las demás vestales lo habían notado.

Cuando los muchachos explicaron que buscaban a su madre (sonrojados y apenados por lo que las sacerdotisas pudieran pensar de una declaración como esa), empezaron los cuchicheos. Los cuchicheos continuaron todo el día, al llegar la noche estaban acompañados por miradas... Metis sabía que al día siguiente serían murmullos y que antes de tres días serían una acusación formal y luego una sentencia de muerte.

¡Maldito Mitsumasa Kido! ¿Por qué había buscado a sus hijos después de tantos años, si los había abandonado desde que nacieron? ¿Por qué había tenido que decirles en qué parte de Italia encontrarla?... ¡¿Por qué no tuvo siquiera la decencia de advertirles que era una vestal y que el castigo para una vestal que rompiera sus votos era ser enterrada viva?

Alguien llamó a la puerta de su habitación.

Era su sirvienta personal, Fabia, quien venía a avisarle que los dos jóvenes visitantes solicitaban una audiencia privada.

Luego de mirarse por última vez en el espejo (sí, parecía demasiado joven para tener dos hijos de catorce años, pero las demás vestales sabían su edad y eran expertas en sacar cuentas), Metis le indicó que los dejara pasar.

Saga y Kanon, qué nombres tan extraños habían elegido para ellos... Ella hubiera escogido nombres italianos, desde luego, pero al entregarlos a los sirvientes que los sacaron de las catacumbas para entregárselos a Mitsumasa (quien, a su vez, los había abandonado en alguna parte de Grecia) no estaba en condiciones de siquiera pensar en darles nombres, con costos había podido darse cuenta de que eran varones. No tenía idea de lo que podía significar Saga, pero sabía que Kanon tenía alguna relación con "Misericordia Divina", sonrió ante la ironía, no era misericordia precisamente lo que venían a traerle ellos dos.

-De acuerdo, jóvenes, ¿qué es lo que tienen que decirme que no me hayan dicho antes?

Nuevamente ese aspecto angustiado, hubiera deseado poder abrazarlos y decirles cuánto los amaba, cuánto los había extrañado y que todo estaría bien a partir de ese momento, pero no podía hacer otra cosa que mirarlos severa y con aire indiferente, nada iría bien si admitía la verdad.

-Le hemos causado un gran problema -dijo Saga. Era Saga, ella lo sabía aunque los dos se vestían igual, le resultaba tan fácil distinguirlos...

-Sin duda alguna. Si alguna de las vestales de este templo es la madre de ustedes dos, debe morir de acuerdo con nuestras leyes. Así ha sido desde la fundación de Roma.

-Nosotros crecimos en Grecia, no teníamos idea de que las cosas fueran así.

-Lo siento por ustedes, niños. Su madre ha cometido el más grave crimen que pueda cometer una vestal y lo mejor para ella es que no lleguen a encontrarla. Profanar el fuego de Vesta es lo único que no tiene perdón entre nosotras.

-¿Ni siquiera... si lo hizo por amor? -preguntó Kanon.

Si tenía que adivinar, probablemente diría que ese par de adolescentes todavía creían en el amor. Eran lo bastante jóvenes como para que fuera así.

-¿Amor? ¿Si hubiera habido amor entre sus padres, su madre estaría todavía aquí, ocultando su vergüenza? ¿Si su padre hubiera amado a su madre, habría permitido que ella arriesgara su vida quedándose aquí? ¿Los habría abandonado a su suerte a ustedes dos durante casi quince años?

-¿Cómo sabe que nos abandonó? -preguntó Saga.

Había cometido un error. El Error. Se tapó la cara con las manos y se echó a llorar. Todas las lágrimas que no había llorado desde que Mitsumasa se había ido para no volver nunca. Todas las lágrimas de decepción y vergüenza por haber sido un amor de una sola noche. De pronto, notó que los dos jóvenes la estaban abrazando.

-Nos buscó y nos encontró -dijo Saga, con voz suave.

-Nos envió a buscarte -dijo Kanon, en el mismo tono que su hermano-. Seremos una familia.

Esa noche la gran sacerdotisa de Vesta abandonó su templo y huyó a Grecia, al Santuario, donde sus hijos entrenaban para ser parte de la Orden de Atenea, donde la esperaba Mitsumasa Kido.

Tres días después, Metis tomó un florero y lo arrojó con todas sus fuerzas contra el espejo de su habitación, rompiendo en miles de pedazos ambos objetos.

-¡Maldito seas, Mitsumasa Kido, me has engañado de nuevo!

Saga y Kanon contemplaban a su madre, quien por primera en toda su vida se daba el lujo de desahogar su furia. Mitsumasa había vuelto a marcharse, probablemente a buscar de nuevo a aquella joven japonesa cuya fotografía llevaba consigo y de la que (nunca falta quién comunique un chisme) ya esperaba el segundo hijo. Estaba a salvo de la persecución de las otras vestales, los Caballeros de Atenea la defenderían, y se había reunido con sus hijos... pero eso no la consolaba de la humillación de ser un amor de una noche... o mejor dicho, un amor de dos noches... con quince años de diferencia entre una y otra.


En Okinawa, Natasha miró con tristeza a la joven japonesa que estaba sirviéndole el té.

Nahomi estaba pálida, con aspecto enfermo, y su dulce expresión de siempre no alcanzaba a disimular el hecho de que había estado llorando.

-¿Estás segura de que quieres irte, Natasha-san? Hay malas señales en el cielo, mi padre me enseñó a reconocerlas... el viento murmura "muerte" entre los árboles.

Siempre hablando como heroína de leyenda, sería porque era una estudiosa del folclor japonés. ¿"Muerte"? Era probable... aunque Natasha no se aplicaba ese presentimiento a sí misma, sino que tenía el firme temor de que la pequeña japonesa estaba al borde de la muerte, el suyo era un embarazo de alto riesgo y habría dado cualquier cosa por poder quedarse a vigilarla de cerca, pero tenía que volver a Rusia, no había más remedio, tenía que poner en orden sus asuntos y despedirse de Nikolai y de su padre. Al pensar en su hermano, se estremeció, cuando supiera en lo que había acabado aquel viaje, querría despellejarla viva.

Natasha había llegado a Japón dos semanas antes, dispuesta a armarle un escándalo a la amante japonesa de Mitsumasa y reclamarle a él su palabra de matrimonio, pero cuando por fin la tuvo enfrente, la desarmó la triste dulzura de la muchacha de cabello verde. Nahomi era demasiado joven y había tenido que hacerse cargo de su hijo mayor, un chiquillo encantador, sin ayuda de nadie; difícilmente podría con dos.

En aquellas dos semanas, la joven rusa había podido confirmar que ella y Nahomi no eran las únicas víctimas, sino sólo dos entre muchas, y no tuvo fuerzas para odiarla. Si había que culpar a alguien era al irresponsable de Mitsumasa.

Por eso iría a Rusia, a arreglar todos sus negocios, aguantar los gritos de Nikolai (siempre se calmaba después de un rato y terminaba haciendo lo que ella quería... como darle la noticia al padre de ambos...), y luego regresaría para cuidar a Nahomi hasta que naciera su bebé, con la esperanza de que sobreviviera y recuperara la salud. Luego... ya vería qué hacer. Hyoga y ella no necesitaban a nadie.

Miró hacia el lugar donde jugaban los niños. Ikki, de dos años y medio, había quedado encantado con Hyoga desde el primer momento, para él era como un ensayo para cuando llegara su hermanito.

-¡Ikki! ¡Ten cuidado! -exclamó Nahomi cuando vio que el niño se había apoderado del rosario de Natasha-. ¡Eso es sagrado!

Ikki puso cara de sorpresa y Natasha tuvo que reírse al verlo.

-No te preocupes, tovarish.

-Pero podría romperlo, Ikki es más fuerte de lo que aparenta.

-Entonces uniremos los pedazos -"igual que con los corazones", añadió para sus adentros.

-¿Cuándo partirás, Natasha-san?

-Mi barco sale mañana al amanecer.

Nahomi volvió a bajar la vista y empezó a llorar otra vez. Ikki la miraba asustado. Natasha se mordió el labio inferior, el frecuente llanto de Nahomi no era bueno para el bebé y además estaba creando demasiada angustia en el otro niño.

-No hay por qué llorar, Nahomi. Ya sabes que volveré lo más pronto posible. Te dejaría a Hyoga, pero mi pequeño terremoto no te permitiría descansar y tú tienes que pensar en el bebé.

-¿No puedes arreglar tus negocios desde aquí?

-Sí, pero a mi hermano tengo que verlo personalmente, es una cuestión de honor. Él no me perdonaría nunca si no lo hiciera. Volveré pronto, te lo prometo.

Los grandes ojos verdeazules de Nahomi se veían todavía más grandes con las lágrimas, pero había (¡por fin!) algo de resignación en ellos. La muchacha trató de sonreír.

-Te estaremos esperando, Natasha-san... nei-san.

"Hermana mayor", Natasha la abrazó luchando por no ponerse a llorar ella también, ¡qué sola debía estar esa pobre niña para aferrarse así a alguien que apenas era más que una desconocida! Natasha pensó que era fácil comprender el que Mitsumasa hubiera podido burlarse dos veces de Nahomi.

-Todo va a estar bien, te lo prometo... hermanita.

Mentalmente, Natasha se prometió a sí misma que la protegería (especialmente de Mitsumasa), que no la abandonaría nunca y que los hijos de ambas crecerían como hermanos...

Semanas después, al emprender el regreso a Japón, el barco en el que viajaba naufragó frente a la costa de Siberia.

Nikolai invirtió mucho tiempo y dinero en tratar de localizar a Hyoga, finalmente tuvo que desistir luego de una extraña comunicación de la Fundación Graude, en la que se le indicaba que su sobrino estaba sano y salvo, pero que no se le permitiría verlo por ningún motivo. Ikki y Hyoga no volvieron a encontrarse antes de cumplir los 10 y los 9 años respectivamente, y al principio no se reconocieron.


Kanon vio a su madre tomar uno de los fragmentos de espejo con una sonrisa que habría asustado a cualquier persona que no fuera él. Probablemente Saga se habría sentido muy inquieto de haberla visto con esa expresión en el rostro, pero Kanon ya se había acostumbrado, o casi.

-¿Una menos? -preguntó el muchacho, tratando de sonar indiferente.

-Una menos -respondió ella, al tiempo que depositaba el trozo de vidrio en medio de las llamas-. Pronto no quedará ninguna. Elisa... Elisa...

Una vez más se asombró el muchacho de la forma en la que actuaba el fuego de Vesta, las llamas no hicieron estallar el vidrio, sino que lo consumieron como si fuera papel. Metis había trabajado mucho en esos días. Luego de recoger los pedazos del espejo que había roto, le había dado nombre a cada uno, y lentamente había destruido cada pedazo con el fuego sagrado, repitiendo en voz baja el nombre que le correspondía a cada pieza. Todos eran nombres de mujer.

-El que elimines a las otras no hará que él vuelva -señaló Kanon.

La mirada de la mujer se volvió muy lejana.

-No me interesa que vuelva -respondió por fin y, acto seguido, metió otro pedazo de espejo en el fuego-. Oyuki. Oyuki...

En Japón, una niña llamada Seika empezó a gritar pidiendo ayuda, su madre se había puesto muy enferma de repente.

Continuará...