Capítulo 1

—Padre Democles. Padre Democles —casi gritó la mujer menuda de sonrisa

perpetua—. ¿A qué hora podemos venir a decorar la catedral?

—A la que ustedes quieran, señora —dijo el cura sin inmutarse.

—¡Mamá, por favor! —se quejó Marinette apurada, ordenándole callar.

—Sabine querida —pareció querer aclarar Nathalie, la futura suegra de

Marinette—. La empresa que organiza la boda se encargará de todo.

—Cuando se casó mi hija Theo con el duque de Morealto en la estupendisísima

iglesia de los Jerónimos —mencionó Botan, amiguísima de Nathalie—,

hicieron un arreglo floral cuquísimo, con tulipanes frescos traídos especialmente de

Holanda.

—¡ Vaya! —sonrió Sabiene, la madre de Marinette, que no sabía cómo acertar con

aquella finolis—. Y para qué fueron hasta Holanda, con las flores tan preciosas que

tenemos en España —antes de que Marinette pudiera decir nada murmuró—. Si

alguna vez queréis flores de las buenas, la gitana de mi barrio tiene de todo, sin

necesidad de ir hasta Holanda.

—Seguro que sí —a Nathalie no podía dejar de desagradarle la vulgaridad de

aquella mujer—. Pero repito. Las flores de la boda serán preciosas.

—No lo dudo ¡chata! —puso punto y seguido ganándose una reprochadora

mirada de su hija—. Pero como madre de la novia quiero saber qué flores son.

En verdad tampoco le importaba tanto, pero si creía esa pija de la Moraleja que la

iba a callar ¡Lo llevaba claro!

—Mamá; ¡Déjalo ya! —le pidió Marinette poniendo los ojos en blanco ¿Por qué su

madre no se podía callar? La estaba dejando en ridículo.

—Marinette, cielito —alardeó su suegra con petulancia—, quiero que sepas que los

encargados de organizar la boda son los mismos que organizaron la boda de la hija

del ex presidente del Gobierno.

—Eres un encanto, Nathalie. Tú siempre tan atenta —contestó Marinette, que esperó

que con aquella respuesta su madre se diera por vencida, y finalizase el tema de las

flores. Pero no.

—Sabine —continuó Nathalie, clavando en ella sus gélidos ojos claros, tan

iguales a los de su hijo que parecían provenir de la misma piedra de Neptuno—. Yo

soy una mujer muy exigente. Y para la boda de mi hijo exijo lo mejor ¡cueste lo que

cueste! —afirmó y miró a sus amigas, quienes asintieron—. Quiero que mis mil cien

invitados, gente ilustre, recuerden la boda de Ivan como un evento maravilloso.

¿Acaso no quieres lo mismo para tus quince invitados?

En esto último había más veneno que en las glándulas urticantes de una familia

numerosa de cobras del desierto.

—Por supuesto ¡chata! —no se amilanó Sabine, aunque sí se mostró incrédula

con la poca educación de aquella estúpida, y lo que más deseaba en aquel momento

era meterle uno de los candelabros del altar por el culo. Pero tras mirar a su hija, a

quien notaba incómoda con su presencia, disimuló con dignidad la sensación de

inferioridad que aquellas imbéciles le hacían sentir, y prefirió no decir nada más.

—Los organizadores —añadió Nathalie con malicia—. Tienen muy claro que esto es

la Catedral de la Almudena. No una iglesia de barrio.

—¡No me digas! —a Sabine le estaba costando la vida estarse callada—. ¡Qué

clasistas!

«Aquello empezaba aparecerse mucho a su peor pesadilla», pensó Marinette,

mientras el pulso le palpitaba en la sien como un corazón automático. Necesitaba un

minuto, sólo un minuto.

—Disculpadme un segundo. Tengo una llamada —las interrumpió, apretando los

labios y dirigiéndose hacia una pequeña puerta lateral.

—Yo también tengo que hacer una llamada urgente —se disculpó su amiga Chloe

con una estudiada sonrisa y salió detrás de Marinnete.

Cuando llegó a su altura la encontró hiperventilando.

—¡Esto es una pesadilla! —jadeó la novia que abrió su bolso Gucci. Necesitaba un

cigarrillo—. ¿A qué está jugando mi madre? Dios ¡Por qué no se calla!

—Tranquilízate, sólo está dando su opinión —susurró su amiga.

—Todo esto es culpa de Rose, la imbécil de mi secretaria —bufó rabiosa—. Por

su culpa, mi madre está aquí. A la puñetera calle la voy a mandar cuando regrese. ¡A

la puñetera calle!

—Escúchame y respira —señaló Chloe, quien con solo pensar en tener una madre

tan vulgar como Sabine, palideció de horror—. Mañana es tu gran día. ¡El día que

llevamos planeando desde hace un año! Piensa en lo ¡cool! y guapa que estarás con

los dos preciosos vestidos que Gabriel ha creado para ti.

Pero la cara de Marinette no decía eso.

—Mañana todo va a salir mal. ¡Lo sé! Lo intuyo.

—No digas tonterías. Estarás tan fantástica que nadie se fijará en ciertos

personajes. Y cuando Kim te vea, no podrá apartar los ojos de su peluche

preferido.

«Peluche» «Peluchito». Así la llamaba Kim en la intimidad. Pocas personas lo

conocían, excepto Chloe.

La primera vez que Marinette y Kim se vieron fue en una famosa tienda de

muñecas situada en la Gran Vía madrileña. Chloe y ella compraban un enorme

peluche para Abi, una amiga. Y fue tal el flechazo que Kim sintió, que la

persiguió día y noche, hasta que consiguió una cita con ella.

—Espero que tengas razón —asintió aceptando el abrazo de su amiga—. Gracias

Chloe. Eres maravillosa. Siempre sabes lo que necesito.

Era cierto. Chloe a diferencia del resto del mundo, la entendía. Se habían conocido

en una cena de empresa, siete años atrás, convirtiéndose desde entonces en íntimas

amigas.

Aquella era la época en la que estaba sola, muy sola. Chloe, era diez años mayor

que Marinette, además de la hermana del director de su empresa, algo que en cierta

forma le arregló la vida. ¡Para qué negarlo! Aquella poderosa mujer la tomó bajo su

protección, la moldeó a su imagen y semejanza, y le enseñó un mundo más selecto y

lujoso que el que ella nunca hubiera esperado conocer. Con el tiempo, cuando los

asociados de la empresa animados por Chloe le ofrecieron una oportunidad, Marinette

fue lista y la aprovechó.

—Para eso estamos las amigas —respondió Chloe, mientras subida en sus

taconazos observaba a Kim aparcar su biplaza rojo encima de la acera y acercarse a

ellas—. ¿No crees, querido?

—Buenos días señoritas.

Dijo aquel tipazo de hombre haciendo acto de presencia.

—¡Kim! —exclamó Marinette mientras se escabullía del abrazo de su amiga para

sonreír a su guapo y metrosexual novio.

—¿Qué te ocurre peluche? —preguntó tras un casto beso.

—Tu suegra está ahí dentro —señaló Chloe, antes de que Marinette pudiera contestar.

—Entiendo —asintió torciendo el gesto y colocándose el cuello de su camisa—. Iré

entrando, antes de que a mamá le dé un ataque.

Y tras una breve sonrisa a Marinette, Kim entró en la catedral. Nunca le había

gustado la madre de su futura mujer, y estaba seguro de que a su mamá tampoco.

En efecto, nada más entrar en la catedral las encontró junto al altar, cuchicheando

sobre la decoración de la iglesia. Se acercó a ellas con su más higiénica sonrisa.

—Hola mamá —besó en la mejilla a su progenitura, y dedicó una fría, pero

caballerosa sonrisa a Sabine—. ¿Algún problema, querida suegra?

—Ninguno, querido yerno —respondió con la misma frialdad, mirándole sus

helados ojos azules.

No se soportaban. Lo sabían y procuraban dejarlo latente en sus escasos

encuentros. Sabine estaba segura de que Ivan intentaba separarla de su hija,

pero ella no estaba dispuesta a permitirlo. Era su hija y la adoraba a pesar de sus

continuos desprecios.

—Kim —murmuró Nathalie mientras Chloe, con su espectacular y sexy vestido

Armani, se acercaba—. Tu suegra está preocupada porque duda de que la empresa

que organiza la boda decore bien la iglesia.

—Querida suegra —respondió Kim acercándose a ella—. Tú sólo ocúpate de

llegar mañana sobria a las cinco en punto, que del resto me ocupo yo.

Tras mirarse con odio durante unos segundos, Sabine, con una retadora y fría

sonrisa, se volvió hacia el padre Democles. Necesitaba un poco de cordialidad,

aunque sólo fuera una mirada.

Con un cigarro en la mano, Marinette intentaba calmar su ansiedad. La presencia de

su madre en la catedral la llenaba de inseguridades. ¿Qué estaría pensando su

suegra?

Se apoyó en la pared y pensó en lo fácil que hubiera sido si Kim no se hubiera

dejado embaucar por su madre, o sea, por su finísima suegra. Tenían que haberse

casado con una boda íntima. Pero no. Al final aquello se convirtió en un bodorrio de

¡mil ciento quince invitados!

Nathalie, su suegra, se había encargado de que la petición de mano apareciera

publicada en las páginas de sociedad, en especial y a todo color en la revista Hola.

Precisamente aquello había sido el detonante para que su madre, y algunas vecinas

de toda la vida, se enteraran de su boda.

—Vaya. Vaya. Mi hermanita pecando como los simples mortales.

Marinette al escuchar aquella voz se puso aún más tensa. ¡Su hermana! La

especialista en problemas acababa de aparecer. Así que sólo tuvo que levantar la

mirada para encontrarse con la guasona sonrisa de Astrid, que se acercaba a ella

junto con su amigo Tuffut.

—No me lo puedo creer —casi gritó Marinette al ver la indumentaria de su

hermana—. ¿Cómo se te ocurre aparecer así vestida?

—¡Te lo dije! —le advirtió Tuffut a su amiga, y dando un beso a Marinette se

posicionó entre las dos.

—Sí. Pero yo dije que mi hermana llevaría un estirado moño alto y traje oscuro de

marca —respondió Astrid cogiendo los cinco euros que Tuffut le entregaba.

—Os encanta incordiarme ¿verdad? —replicó la aludida mirándoles con cara de

pocos amigos.

—Nos encanta ver cómo se te infla la vena del cuello, sí —sonrió Suikotsu.

«Llevo tiempo sin verte, y sigues igual de borde, querida hermana», pensó Sango,

acercándose a ella en plan tregua para darle un beso. Marinette se movió, la mano de

Sango dio en el cigarro y éste, a su vez, se aplastó contra la camisa de seda beige.

—¡Por Dios Astrid! —gritó Marinette al ver la quemadura—. Te has cargado la

camisa de Carolina Herrera.

—¡Serás imbécil! —respondió indignada—. Y yo me he quemado en la mano.

¡Pero claro! Es más importante tu carísima camisa de marca ¿verdad, pija insensible?

—gritó sin importarle la gente que pasaba por la calle.

—¡Ya estamos! —suspiró Tuffut, que ya sabía lo que se avecinaba—. Comienza la

lucha.

—Prefiero ser como soy —gritó Marinette que miró las oscuras ojeras de su

hermana— a una fracasada, aspirante a escritora, como tú.

—¡Serás bruja!

—¡Futura señora bruja para ti! —interrumpió Marinette con altivez—. Y por cierto,

¿cómo te atreves a aparecer al ensayo de mi boda, vestida con vaqueros y camiseta

que pone «Colega, salva las ballenas»?

—Porque sabía que no te gustaría ni a ti, ni al imbécil de tu novio —afirmó

agriamente.

—¡Estúpida!

—¡Pija de mierda!

—Chicas. Chicas. ¡Por favor! —intervino Tuffut, que intentó poner paz—. ¡Basta

ya! No podemos estar toda la vida igual.

—Tienes razón —asintió Astrid, y mirando con dureza a su hermana espetó—.

Me piro de esta comedia absurda. Pero antes te voy a decir una cosita, señorita

triunfadora. Si estoy aquí, es porque mamá me lo ha pedido. No porque yo quiera

tener nada que ver contigo ni con tu nueva familia.

Marinette, al escuchar la amargura en la voz de su hermana, supo que se había

pasado. Lo sabía. Pero era incapaz de dar marcha atrás.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Sabine, quién al escuchar las voces había

corrido hacía la puerta seguida por Kim y Chloe—. ¡Vaya! Pero si han llegado mis

otros dos tesoros —y sintiéndose más segura miró al estirado de su yerno—. Iré a

avisar a tu madre. Estoy segura de que le encantará conocerlos.

Con una desafiante sonrisa y antes de que nadie pudiera moverse, Sabine

desapareció en el interior de la catedral.

—¡Vaya pintas! —se mofó Kim tras una barrido de arriba abajo.

—Como suelte por mi boquita lo que yo pienso de la tuya —respondió Astrid—.

Ten por seguro que lo vas a lamentar.

—Creo que es mejor que nos vayamos —murmuró Tuffut acercándose a Astrid,

quien temblaba a pesar de su aparente tranquilidad.

Habían pasado casi dos años desde su último y desafortunado encuentro. Pero

aún le dolía recordar cómo Marinette le negó ayuda a su madre cuando llegó al límite

de su adicción.

—Barbie. Barbie. ¿Aprenderás alguna vez modales? —preguntó Chloe acercándose

a Marinette quien, callada, observaba la escena—. Si sigues así, conseguirás ser más

vulgar que tu madre. Es más. Ya hueles a barato.

—¡Serás hija de puta! —la insultó Tuffut con desprecio.

—¡Basta ya! —gritó Marinette, pero nadie le hizo caso.

—Si no te importa «sanguijuela recauchutada» —aclaró Astrid que no podía

soportar a ninguno de ellos, y mucho menos a Chloe—. Mi nombre es Astrid. Y si no

quieres probar mis modales de barrio no vuelvas a mencionar a mi madre, o te juro

que te tragas los dientes de conejo que tienes —y volviéndose a su hermana espetó—.

Siento vergüenza de ti. ¿Cómo puedes permitir que hablen así de mamá?

En ese momento se escucharon voces de mujer y Tuffut, no dispuesto a que

Sabine se enterara de lo que ocurría, fue el primero en reaccionar.

—Sabine. Estás guapísima —corrió a besarla—. Pero muy, muy guapa. Ese vestido

te sienta fenomenal. Pareces una artistaza.

—Gracias tesoro —sonrió luciendo su nuevo vestido de C&A.

Sabine Cheng a pesar de sus 55 años y de una vida no muy fácil, era una mujer

atractiva y resultona.

—Hola mami —saludó Astrid mordiéndose la lengua. Odiaba a esa gente, pero

le gustara o no, el relamido aquel iba a ser su cuñado.

Y con paso lento y cuchicheos, el grupo heterodoxo de invitados entró en la

catedral para ensayar la que sería, en palabras de Nathalie, la «boda más cuca del

año»