Le pusieron la carta en las manos mientras avanzaba por las oscuras calles de Londres. Se detuvo y giró en redondo para intentar echarle un vistazo a su misterioso mensajero, pero éste ya había desaparecido entre las sombras. ¿Quién entregaba una carta a las once de la noche? En su caso se entendía; había tenido que tragarse una montaña de papeleo y acababa de salir de trabajar. Pero ¿un mensajero? Frunció el ceño y miró la carta que tenía en las manos. Llevaba un sello de color rojo sangre en el envés. Estudió detenidamente su diseño. No había dibujo, sólo tres letras, pero estaba demasiado oscuro para distinguirlas. Abrió el sobre y extrajo un pergamino áspero al tacto. Entornó los ojos para leer su contenido. Su rostro palideció a medida que sus ojos recorrían el texto.
Agente Clarke:
Aunque no le conozco personalmente, puedo asegurarle que he estado estudiando sus métodos en secreto, y debo decir que estoy impresionado. No muchos oficiales habrían tenido la osadía de matar de un disparo a un hombre a esa distancia. No me malinterprete, no estoy molesto con usted por deshacerse de mi hombre, aunque me temo que se ha visto envuelto en algo demasiado grande para su valía, y por lo tanto, es con gran pesar que le escribo para informarle de que esté a la espera de un pequeño… regalo mío en las próximas semanas. Le ruego que no se lo tome como algo personal, ya que soy un gran admirador de las fuerzas de la ley, aunque debo insistir en que vaya despidiéndose… pronto.
Suyo,
C.E.S.
El agente Clarke aferró la carta con manos temblorosas. Sin saber muy bien qué hacer, consideró volver sobre sus pasos y regresar a Scotland Yard para decírselo a Lestrade, pero no quería hacer perder el tiempo al inspector si sólo se trataba de una broma. Pero ¿y si no lo era? ¿Y quién diablos era C.E.S.? Se devanó los sesos intentando recordar a algún criminal que pudiera guardarle algún rencor, pero entonces se acordó de la conversación que había tenido con cierto detective asesor aquella noche en la iglesia sobre la posibilidad de que existiera un poder superior que hubiera estado influenciando las acciones de Samuel Davis. Y entonces lo tuvo claro. Sabía exactamente a quién podía acudir.
Recorrió la calle con los ojos y detuvo un coche, le dio la dirección al conductor y le prometió doblar su tarifa si lo llevaba allí en diez minutos. Clarky no se fijó en el hombre que pasó a su lado y deslizó algo en su bolsillo cuando subía al vehículo. Ni dio importancia al levísimo pinchazo en el brazo. Se sentó y cerró los ojos, intentando combatir el inminente dolor de cabeza y una desagradable sensación en el estómago.
XXX
—¿Y usted se considera médico? ¡Yo creía en usted, pero se limitó a quedarse allí sentado sin hacer nada, y me dejó morir! ¿Cómo pudo? ¡Me cuesta mucho creer que haya estado en el ejército!
Contempló al joven médico que le gritaba insultos y le enumeraba todos los planes que tenía, los lugares que visitaría, las cosas que vería.
—Patrick —susurró sin fuerzas—. Por favor. Yo no…
Collins volvió a interrumpirle a gritos.
—¡No me llame Patrick! ¿Sabe cuánta confianza tenía en usted? ¡Acababa de recibir un disparo, por el amor de Dios! Yo era joven, inexperto, y confiaba en cada persona que se me cruzaba. Pero usted… Usted traicionó esa confianza. Usted prácticamente me asesinó.
Sus gritos se habían convertido en un siniestro susurro, y él retrocedió un paso ante el enfurecido doctor.
—Lo odio —susurró Collins—. Lo odio. ¡LO ODIO!
De pronto, una explosión enmudeció los gritos de Collins. La escena se retorció y se deformó ante sus ojos, y ambos se encontraron en el desierto, entre gritos y chillidos que resonaban a su alrededor, entre cuerpos esparcidos sobre la arena. Vio a Collins dar un paso hacia él, con el pecho repentinamente cubierto de sangre. Contempló con ojos desorbitados cómo Collins extendía una mano hacia él y se desplomaba.
—¡No!
John Watson se incorporó en su silla, empapado de sudor y jadeando en la oscuridad. Cerró los ojos, aliviado, mientras trataba de apaciguar su respiración, y rogó por no haber despertado a nadie. Había tenido la misma pesadilla durante las últimas cuatro noches, y se había ido volviendo gradualmente tan horrible que había estado tentado de dejar de dormir. De ahí la razón de que se hubiera quedado dormido ante el escritorio. La pesadilla había reavivado sus miedos, la sensación de que la sangre del muchacho manchaba sus manos, y aunque sabía que eso no era cierto, no podía evitar sentirse culpable.
Se levantó lentamente de la silla y la metió bajo el escritorio. No podía quedarse en su habitación, no mientras la tentación de dormir siguiera atosigándole. Cruzó la puerta de puntillas y bajó en silencio las escaleras, procurando no hacerlas crujir. Entró en la sala de estar del 221-B de Baker Street y se acercó sin ruido a la chimenea. El frío de diciembre seguía presente, y aunque se había recuperado de su resfriado, el gélido aire no daba tregua a su herida. Pronto el fuego volvió a la vida crepitando, y su calor invadió la estancia. Watson lanzó un suspiro y se dejó caer en el sofá. Se sentía tan cansado… El doctor que había en él criticó sus infantiles esfuerzos por no quedarse dormido, pero él ignoró sus reproches. Mientras combatía a su irritante voz interior, notó que se le cerraban los ojos. Los abrió al instante y se los frotó vigorosamente, intentando desterrar todo rastro de sueño. Cuatro noches seguidas sin apenas dormir no ayudaban a que sus ojos permanecieran abiertos, así que debía encontrar algo que lo distrajera. Su mirada se posó en el regalo de Navidad que le había comprado a su amigo. Se inclinó hacia delante y recogió Un viaje a través del sistema solar. Abrió la primera página y comenzó a leer la introducción. No habían pasado dos minutos cuando sus párpados comenzaron a cerrarse poco a poco. De nuevo se forzó a abrir los ojos, y, presa de la frustración, arrojó el libro al otro extremo de la estancia sin contemplaciones.
—No creo que eso fuera necesario —dijo una voz al otro lado de la habitación.
Watson dio un brinco y volvió bruscamente la cabeza. Sherlock Holmes salía de su dormitorio bostezando y anudándose el cordón de la bata.
—Lo siento —murmuró Watson, aún mirando a Holmes—. ¿Estaba dormido?
—No se alarme. Sólo estaba descansando los ojos.
—Bien. ¿Lo he despertado?
Holmes meneó la cabeza.
—No, mi querido amigo, ya estaba despierto.
Puede que Holmes fuese el increíble detective, siempre vigilante, pero Watson conocía a su amigo lo bastante bien como para saber cuándo mentía.
—Lo siento —repitió.
—¿Problemas para dormir, Watson? —preguntó Holmes mientras salía del campo visual de Watson para coger su violín.
—No es nada —respondió Watson, todavía intentando combatir su agotamiento—. Sólo un mal sueño.
—Hmm.
Holmes dudaba que fuera sólo "un mal sueño". Sabía que algo había estado perturbando a su amigo, y tenía cierta idea de qué se trataba. Colocó el instrumento entre la barbilla y el hombro y dispuso el arco.
—Bien, ¿y si toco algo que le ayude a calmarse?
Sin esperar respuesta, acarició las cuerdas con el arco y una suave melodía escapó del violín.
Watson, sin percatarse de que sus ojos volvían a cerrarse, se dio la vuelta en el sofá, buscando una posición más cómoda.
—Despertará a los vecinos… —murmuró.
Y cerró definitivamente los ojos.
Holmes continuó tocando durante cinco minutos más hasta concluir la melodía. Entonces dejó el violín, sacó una colcha de ganchillo de detrás del sofá y la extendió cuidadosamente sobre su amigo. Notó los cercos oscuros bajo los ojos de Watson y el tono ligeramente más pálido de su piel, y lanzó un suspiro mientras se acomodaba en su silla, con la pipa en la mano. La pareja se había visto sometida a un continuo estrés a lo largo de la semana, elucubrando sobre cuál sería el "regalo" que el tal C.E.S. les preparaba. Sin embargo, no habían "recibido" nada, y esa tarde Watson había obligado a Holmes a acostarse temprano. Al principio éste se había negado, pero bastó una mirada de Watson para hacerle desistir, y no tardó en encontrarse bajo las cálidas mantas, roncando suavemente. Era consciente de que Watson intentaba no quedarse dormido, pero no se le ocurría nada para ayudar a su amigo. Sabía que la muerte del joven médico lo había afectado mucho, y sospechaba que era eso lo que atormentaba sus sueños.
Habían transcurrido veinte minutos, y Holmes también estaba comenzando a adormilarse. Estaba considerando regresar a su dormitorio cuando unos fuertes golpes retumbaron en el apartamento. Al notar que Watson se agitaba, Holmes soltó una maldición y se lanzó escaleras abajo. Abrió la puerta de golpe, dispuesto a increpar a quienquiera que hubiese despertado a su amigo. Pero se detuvo en seco al observar la pálida cara del visitante, sus manos temblorosas y las ligeras gotas de sudor que perlaban su frente. Holmes sólo tuvo un segundo para percatarse de todo eso, pues al siguiente tuvo que extender los brazos para sujetar al agente Clarke cuando se desplomó sobre él.
