Anna no sabía por qué estaba ahí. Nunca se imaginó que su vida llegaría a un punto así, tan deprimente y sombrío. Muchas veces pensó en su futuro, sí, pero aunque algunas de esas veces incluían pronósticos no del todo alentadores, nada podría compararse con lo que la realidad le había entregado. Al menos en sus divagaciones se sentía segura de que tendría ánimos, la fuerza necesaria para poder enfrentar cada paso y sonreír abiertamente al final de cada uno de esos hipotéticos momentos complicados que vendrían, sin importar cuál de todos fuera el que aguardaba por ella al final. O si alguno lo hacía.

Ahora sin embargo, no estaba tan segura. Aunque de hecho, lo estaba, pero la seguridad que sentía era completamente opuesta a la que alguna vez pensó para sí misma. Estaba segura de que no le quedaban más fuerzas, segura de que respirar le dolía, de que pensar era más bien una agonía a la que no podía ponerle pausa. Estaba segura de que ahogarse en los recuerdos no era suficiente para matarla, pero que vivir con ellos atormentándola era lo mismo que visitar el tártaro una y otra y otra vez, como quien se quema con un pedazo de carbón ardiente y no aprende a no tocarlo. Como quien ya no puede aprender porque no existe manera de regresar a lo que solía ser...

Estaba segura de que estaba seca de tanto llorar.

Se sentía apagada. Enojada con el mundo, con ella misma, con su hermana. Dolida. Impotente.

Pero por encima de todo, se sentía culpable. Culpable y sola.

Su terapeuta entró al consultorio y trató de sonreír con consideración tras confirmar amablemente su llegada con un sencillo saludo que resultó apenas audible para Anna.

La sonrisa que le mostró fue una sonrisa ligera, cálida hasta cierto punto, sin perder su carácter profesional y de simple afabilidad. Anna podía notar eso con facilidad, era buena para diferenciar los tipos de sonrisas de las personas, incluso ahora podía saber cuándo una sonrisa era sincera, cuando era armada por necesidad y cuando era del todo una falsedad.

La mujer frente a ella inspiraba confianza, como si tuviera un aura de tranquilidad alrededor de ella, y Anna pudo apreciar al menos ese pequeño detalle. Como mucho, la hizo sentirse menos atacada, menos como una molestia a la que todos querían sanar sin esperar siquiera a saber por qué se encontraba tan mal como se encontraba. Como mucho, la hizo cuestionarse por un segundo si en verdad valía la pena encerrarse y no conversar lo que sentía con nadie... Así, solo con entrar y saludar. Como mucho, y eso le parecía demasiado.

Esa sonrisa discreta, quizás la estaba pensando de más pero tras considerar su significado Anna supo que su terapeuta ya estaba al tanto de la situación, Agdar e Idun se habían encargado de informar los detalles más destacables seguramente. Al menos los que lo eran desde su perspectiva, al menos esos de los que ellos sabían.

Anna no pretendía justificar en su mente alguna clase de idea sin salida, entendía que para ellos tampoco era fácil, su dolor sin duda era diferente al que ella sentía, pero no por eso era menos abrumador o desgarrador, era su hija de quien se trataba todo por el amor de Dios.

—Mi nombre es Rapunzel, Anna. Probablemente lo leíste en la puerta al llegar.

—¿Rapunzel? ¿Como en el cuento?

—Justamente.

—¿Por qué?

La terapeuta se encogió de hombros mínimamente y pasó a tomar asiento.

—Mi madre amaba la historia, de algún modo convenció a mi padre para nombrarme así —respondió tranquilamente, con los labios unidos en lo que aún seguía siendo una sonrisa pacífica.

Anna no pudo evitar prestar demasiada atención al hecho de que la joven mujer se refirió a su madre en pasado. Quizás estaba demasiado pendiente de cuestiones como esa por razones ineludibles para ella. El lenguaje, ella nunca había prestado mucha atención a las palabras, lo suyo no eran las descripciones sino leer los gestos de los rostros. Ahora las palabras se sentían de forma similar a las emociones, sin distinción entre las lágrimas o las sonrisas, un poema o la estrofa de un reporte, y Anna no sabía si eso era un bien, o si al final era resultado del monótono punto de vista que lamentablemente había adquirido.

—¿La amaba?

—Así es. Ahora yo lo hago también —replicó Rapunzel con soltura y serenidad. Anna no supo de qué manera interpretar tal reacción, así que no lo hizo.

—Tus padres dijeron que accediste a venir aquí. ¿Es esa la verdad?

Decir que realmente no estaba segura de si así era sería la respuesta más honesta que podía dar. Pero no la correcta, quizás.

—Lo es. Quiero decir... sí, acepté.

—Pero no fue tu idea, ¿cierto?

Anna tomó un respiro corto, consciente de que había un nudo de nerviosismo creciendo en su pecho. No sabía cómo responder. No se sentía invadida, pero se sentía mucho menos lista de lo que creía. No quería hablar, no quería que le preguntaran. No quería responder ni romperse otra vez.

—Fue idea de mamá —dijo tratando de ocultar una mueca de dolor—. Supongo que no se me había ocurrido. Soy algo tonta después de todo.

—No creo que lo seas Anna.

Fue todo lo que su terapeuta dijo antes de pasar a una etapa de silencio que se prolongó por más segundos de los que Anna pudo contar. No es que estuviera contando en primer lugar.

—Lo soy —dijo para romper la incomodidad que sentía, incluso cuando esta no se fue a ninguna parte tras declarar esas palabras—. Creo que no me estoy sintiendo bien.

—¿Por alguna razón en particular?

Anna no entendió esa pregunta. ¿Se refería a ahora? ¿Se refería a su malestar en general?

—¿No lo sabe ya? —preguntó Anna, mientras su cabello pelirrojo y despeinado cayó con delicadeza hacia enfrente de sus hombros. Había inclinado la cabeza como si estuviera en busca de refugio. No fue intencional, pero cuando se percató de ello tampoco hizo nada por cambiar de posición. En verdad no quería hablar, pensó que podría intentarlo pero sinceramente prefería solo escuchar a la terapeuta y luego salir de ahí sabiendo que nada de lo escuchado sería útil al final. Nada podría serlo. Nada podía volver el tiempo atrás.

Nada podía traer a Elsa de vuelta.

—Me interesa aquello que puedo saber por tu boca, Anna. Por eso estás aquí, no por mí o tus padres. A quien quiero escuchar es a la joven que está frente a mí.

—Es solo que no tengo nada que decir.

—Algunas veces no podemos estar seguros de eso, hasta que lo intentamos.

—¿Quiere que hable sobre Elsa? —Propuso Anna, con un sabor agrio cubriendo su boca y experimentando un hormigueo opresivo en su pecho que ya estaba cansada de sentir cada vez que una memoria se colaba hasta su garganta.

—¿Tu hermana? —Preguntó su terapeuta.

—Es que como dije, no hay nada que decir, Elsa no está. Elsa falleció. No va a volver. No... puede —concluyó.

En ese momento, Anna sintió cómo su mundo se oscureció, sintió que se podía desmayar. Y que no le importaba cuándo o dónde despertara.