TIEMPOS DE GUERRA

PRIMER CAPÍTULO

** A LA ORILLA DEL RÍO **

MAYO DE 1934

Takamiya, Prefectura de Hiroshima, Japón.

Un pequeño niño de ojos azules y pelo negro estaba sentado frente a la orilla del río Gono. Era el único lugar en el que podía estar tranquilo, sin que los demás chiquillos del pueblo lo fastidiaran. Nunca había tenido amigos, pues su padre decía que no era necesario. Kenzaburo Tachibana siempre había querido tener un hijo que fuera monje o militar. Miroku era su único descendiente, por lo que no quería perderlo, quería estar siempre a su lado, sin que se relacionara con alguien más. Simplemente estaba resentido porque precisamente su "mejor amigo" había huido con su esposa. Le quería evitar ese sufrimiento a su hijo, sin saber que lo estaba aislando demasiado del mundo, que le estaba haciendo un mal. Además, si el chico se decidía por la vida monástica, sería mejor que no tuviera amigos, pues según él, éstos lo incitarían a pecar y lo alejarían del camino del bien.

Miroku seguía inmóvil, mirando cómo el agua seguía su curso. Sintió cómo una enorme roca impactaba en su cabeza, seguida de una risita aguda. Volteó a mirar quién la había lanzado. Una niña de pelo castaño se apresuraba a ocultarse detrás de un arbusto.

- ¿Quién eres y de dónde vienes? – preguntó Miroku.

La niña, derrotada y a la vez divertida, dijo:

- Mi nombre es Sango Araki y vivo aquí, en Takamiya... pero, ¿quién eres tú y de dónde vienes?

- Yo soy Miroku Tachibana y también vivo en este pueblo.

- ¿Ah, sí? ¡No te creo!

- Pero si es verdad... – reclamó él.

- ¿Entonces por qué nunca te he visto con los demás niños? – preguntó ella.

- Eso es porque mi padre no me deja salir, dice que no debo juntarme con ustedes pues son muy mala influencia para mí.

- ¿Mala influencia? ¡Tu papá está loco! – se quejó Sango.

- ¡No irrespetes a mi honorable padre! ¿Con qué derecho te crees para insultarlo de esa manera? – dijo indignado.

- Tranquilízate, Miroku. Yo solo quería jugar contigo... – dijo Sango, totalmente despreocupada.

- No me gusta jugar, eso es para niños chiquitos.

- ¿Entonces qué eres tú?... ¡Ah, ya sé! ¡Eres un adulto disfrazado de niño! – dedujo ella.

-¿Cómo se te ocurre...? Soy un niño, como cualquier otro. ¡De veras que eres una mocosa muy estúpida! – le gritó. Ella empezó a llorar. Miroku se sintió mal, por lo que pidió disculpas.

- Niña, perdóname, es que... no suelo tratar con niños de mi edad... soy yo el estúpido. – reconoció.

- Ya te dije que mi nombre es Sango. – le recordó ella, más calmada, aunque con su rostro húmedo debido a las lágrimas. – Pero... en serio ¿no te gusta jugar? Todos los niños juegan, es nuestra naturaleza...

- Pues, ahora que lo dices... me encanta jugar al go.

- ¿Go? ¡Eso es para ancianos! – dijo ella, sacando la lengua.

- Es lo único que sé jugar... – le dijo, avergonzado. Tenía ocho años y nunca se había divertido como lo hacían los niños de su edad. Su padre lo educaba y trataba como a un adulto, justo cuando era todo lo contrario.

- ¡¿LO ÚNICO?! – dijo Sango boquiabierta. - ¡Eres un niño muy aburrido y... amargado!

- ¡Por eso es que no tengo amigos! Porque así me salvo de aguantarme a niñas como tú... ¡¡¡Y NO ME ARREPIENTO DE HABERTE DICHO ESTÚPIDA!!! – dijo Miroku, muy molesto. Prefirió irse a su casa y dejarla sola. Ella se quedó mirándolo, aún desconcertada. Ese niño sí que era complicado.

Miroku entró en una pequeña casa de madera que quedaba cerca al río, ése era su hogar. Su padre estaba en la entrada, al parecer esperándolo.

- ¿Dónde estabas, hijo? – preguntó, a manera de saludo.

- Tú ya sabes dónde... es absurdo que preguntes...– le dijo él de manera grosera y se fue para su habitación, un cuartito que quedaba al fondo.

- ¡Esa no es manera de tratar a tus mayores, Miroku Tachibana! ¿No has aprendido nada de lo que te he enseñado? – le reclamó.

- ¡Bah! No me molestes... ¡QUIERO ESTAR SOLO! – le gritó. Kenzaburo quedó perplejo ante esto. El niño nunca le había hablado así. Algo ocurría....

En la pequeña cabeza de Miroku surgían nuevas dudas. ¿Por qué estaba tan aislado de todo y de todos? ¿Por qué no estudiaba en la escuela del pueblo como cualquier niño normal? ¿Por qué no tenía una mamá y un papá como todo el mundo? ¿Por qué su padre era tan sobreprotector con él? ¿Por qué tenía que ser monje? ¿Y por qué si no quería serlo entonces tenía que entrar en el ejército? "A lo mejor esa niña llamada Sango tiene razón..." pensó triste. A la hora de la cena apenas si miró su plato de sashimi. "No tengo hambre", se excusó. El comentario lo había afectado demasiado. Y pensar que sólo tenía ocho años... ¿cómo sería su adolescencia?

La tarde del día siguiente lucía mucho mejor que la anterior. El cielo brillaba, estaba más azul que antes, incluso los pájaros cantaban. Más calmado, el pequeño se fue para su refugio, el río. Casi se muere del susto: sentada sobre la verde hierba estaba Sango y parecía que llevaba mucho tiempo ahí.

- Tú... ¿tú qué rayos estás haciendo aquí? – dijo molesto.

- ¡Qué pocos modales tienes, Miroku! Primero se debe saludar...

- Eh, perdona ¡Hola! – saludó despectivamente.

- ¡Hola! Estabas tardando mucho en llegar... me tenías preocupada. – suspiró Sango.

- ¿¡Pero quién te entiende... ayer dijiste que era un amargado y ahora resulta que vienes a verme!? – dijo Miroku totalmente confundido.

- ¡Sólo trato de ser tu amiga! – le respondió.

- ¿Mi amiga? ¿Y por qué quieres ser amiga mía? – preguntó él, incrédulo.

- Tus ojos... están opacos, sin brillo. – dijo ella. Miroku la miró cómo si le estuviera hablando en otro idioma.

- Mi papá siempre me ha dicho que los ojos son como el espejo del alma y los tuyos están tan apagados... debes sentirte muy solo. Por eso quiero ser tu amiga. – explicó Sango, ofreciéndole una hermosa sonrisa. - ¡Ahora a jugar!

- Pero si ya te dije que...

- ¡Yo sé, yo sé! Pero puedo enseñarte... veamos... por ejemplo, mira esas rocas que están ahí en el río. – interrumpió Sango. Él dirigió su mirada hacia donde le indicaban. – Vamos a cruzar a la otra orilla pasando sobre ellas...

- Pero yo no le veo nada de divertido a eso... – reclamó él.

- ¡No me dejaste terminar! Este juego tiene una sola regla: tenemos que hacerlo saltando... ¡alcánzame si puedes! – gritó emocionada. Dio saltitos en las húmedas rocas y logró cruzar el río sin problemas. A Miroku le hizo tanta gracia que quiso intentarlo, con tan mala suerte que cayó al agua.

- ¡No me gusta este juego! ¡Mírame, estoy todo mojado! – lloriqueó. Sango le extendió su mano para ayudarlo a ponerse de pie.

- Tienes que ser persistente... ¿acaso unas simples piedrecillas van a ganarte? – lo alentó Sango.

- ¡¡¡Es verdad...!!! – dijo y llenándose de fuerza saltó el río una y otra vez, hasta que pudo conseguir lo que quería.

Sólo unas horas más tarde, el sol se puso, en medio de un bonito espectáculo de luces de tonos anaranjados y rojizos. El juego había llegado a su fin.

- Ya es muy tarde... nuestros padres deben estar preocupados. – dijo Sango.

- Prométeme que mañana volveremos a jugar y a pasarla bien, ¿vale?

- Misma hora, mismo lugar, ¿te parece? – propuso ella. Miroku asintió a la vez que sonreía. Quizá esa era lo primera vez que lo hacía desde que su madre se había ido, cuando él sólo tenía tres años.

Esta vez si comió y hasta pidió otro plato, algo que no hacía todos los días. Kenzaburo se quedó observando a su hijo. Su comportamiento era más extraño que el del día anterior, además, su aspecto no era el mejor que digamos: su ropa estaba totalmente húmeda y tenía algunos raspones en su cara. A pesar de esto el chico esbozaba una gran sonrisa.

Takamiya no era un pueblo muy grande, apenas si tenía unos cien o doscientos habitantes, la mayoría dedicados a las labores del campo. Los Tachibana eran una familia de herreros mientras que los Araki se dedicaban a la cría de aves de corral. Como habían prometido, Sango y Miroku se encontraron en el río, pero la niña traía consigo a alguien más.

- ¿Quién es este chiquillo? – preguntó Miroku refiriéndose a un niño pequeño de ojos marrones idénticos a los de la chica.

- Es mi hermano Kohaku. Mis padres estaban ocupados, por lo que tengo que ser su niñera. ¿Me ayudas a cuidarlo?

- Está bien... ¡Hola pequeño! Mi nombre es Miroku... – saludó él.

- Yo soy Kohaku... – dijo el niño ofreciéndole su pequeña mano. Miroku la estrechó a la vez que lo contemplaba con ternura.

- ¡Qué educado eres, Kohaku! – le dijo sonriendo. Éste se quedó observándolo, con curiosidad. – Si pudiera tener un hermano me gustaría que fuera como tú...

- ¡Miren! ¡Pececitos de colores! – interrumpió Sango. Los tres se acercaron a la orilla a observarlos. Kohaku intentaba agarrarlos, pero siempre se le resbalaban de sus manos. Miroku y Sango se echaron a reír. No se habían dado cuenta, pero Kenzaburo, el padre de Miroku, los estaba observando.

- ¡Hijo, te vas YA conmigo! – dijo arrastrándolo. - ¡¿Ésta es la razón por la que te estabas comportando tan raro?! ¿No te dije que los niños del pueblo no eran un buen ejemplo para ti?

- Pero, padre... – se quejó Miroku.

- Señor Tachibana, señor Tachibana, espere... – dijo Sango tirando de la manga del estricto padre.

- ¿Qué quieres niña? – preguntó furioso Kenzaburo.

- No regañe a Miroku, él no tiene la culpa, fui yo la causante de...

- ¡No, Sango! ¡No le ruegues! – gritó Miroku. – Padre, te respeto y te aprecio, has cuidado muy bien de mí. Pero no soy feliz, y tú... ¡NO ME DEJAS TENER AMIGOS! ¡¿POR QUÉ?! ¡Quiero ser un niño normal! Ella es Sango, mi nueva amiga... ¿¿¿Oíste bien??? ¡A-MI-GA!

Kenzaburo Tachibana se quedó atónito ante estas palabras. El niño tenía toda la razón. Estaba apartando a su hijo del mundo, encerrándolo en la casa y sólo por una desilusión suya...

- No sabía que pensaras eso, Miroku, yo... – vaciló el padre. - ... de ahora en adelante puedes tener amigos, pero más vale que sean buenas personas porque de lo contrario...

- ¡Gracias padre! – dijo Miroku abrazándolo. ¡Por fin lograba entenderlo!

Muy lejos de allí, en el noroeste de China, Henry Puyi, el que había sido el último emperador de ese país era ahora proclamado emperador del recién creado estado de Manchukuo que no era más que una jugada de los japoneses para tratar de extender su territorio por ese lado del continente. La guerra duraría solo unos cuatro años, terminando en 1938.