Cuando me despierto, el otro lado de la cama está frío. Estiro los dedos buscando el calor de Menma, pero no encuentro más que la basta funda de lona del colchón. Seguro que ha tenido pesadillas y se ha metido en la cama de nuestra madre; claro que sí, porque es el día de la cosecha.
Me apoyo en un codo y me levanto un poco; en el dormitorio entra algo de luz, así que puedo verlas. Mi hermano pequeño, Menma acurrucado a su lado, protegida por el cuerpo de mi madre, los dos con las mejillas pegadas. Mi madre parece más joven cuando duerme; agotada, aunque no tan machacada. La cara de es tan fresca como una gota de agua. Mi madre también fue muy guapa hace tiempo, o eso me han dicho.
Sentado sobre las rodillas de Menma, para protegerla, está el gato más feo del mundo: hocico aplastado, media oreja arrancada y ojos del color de un calabacín podrido. Menma le puso Kuibi porque, según el, su pelaje naranja embarrado tenía el mismo tono que el de un zorro . El gato me odia o, al menos, no confía en mí. Aunque han pasado ya algunos años, creo que todavía recuerda que intenté ahogarlo en un cubo cuando Menma lo trajo a casa; era un gatito escuálido, con la tripa hinchada por las lombrices y lleno de pulgas. Lo último que yo necesitaba era otra boca que alimentar, pero mi hermano me suplicó mucho, e incluso lloró para que le dejase quedárselo. Al final la cosa salió bien: mi madre le libró de los parásitos, y ahora es un cazador de ratones nato; a veces, hasta caza alguna rata. Como de vez en cuando le echo las entrañas de las presas, ha dejado de bufarme.
Entrañas y nada de bufidos: no habrá más cariño que ése entre nosotros.
Me bajo de la cama y me pongo las botas de cazar; la piel fina y suave se ha adaptado a mis pies. Me pongo también los pantalones y una camisa, una gorra y tomo la bolsa que utilizo para guardar todo lo que recojo. En la mesa, bajo un cuenco de madera que sirve para protegerlo de ratas y gatos hambrientos, encuentro un perfecto quesito de cabra envuelto en hojas de albahaca. Es un regalo de Menma para el día de la cosecha; cuando salgo me lo meto con cuidado en el bolsillo.
Nuestra parte del Konoha o Konoha llamada así antes de la 4° guerra, a la que solemos llamar la Veta, está siempre llena a estas horas de mineros del carbón que se dirigen al turno de mañana. Hombres y mujeres de hombros caídos y nudillos hinchados, muchos de los cuales ya ni siquiera intentan limpiarse el polvo de carbón de las uñas rotas y las arrugas de sus rostros hundidos. Sin embargo, hoy las calles manchadas de carboncillo están vacías y las contraventanas de las achaparradas casas grises permanecen cerradas. La cosecha no empieza hasta las dos, así que todos prefieren dormir hasta entonces... si pueden.
Nuestra casa está casi al final de la Veta, sólo tengo que dejar atrás unas cuantas puertas para llegar al campo desastrado al que llaman la Pradera. Lo que separa la Pradera de los bosques y, de hecho, lo que rodea todo Konoha, es una alta alambrada metálica rematada con bucles de alambre de espino. En teoría, se supone que está electrificada las veinticuatro horas para disuadir a los depredadores que viven en los bosques y antes recorrían nuestras calles (jaurías de perros salvajes, pumas solitarios y osos). En realidad, como, con suerte, sólo tenemos dos o tres horas de electricidad por la noche, no suele ser peligroso tocarla. Aun así, siempre me tomo un instante para escuchar con atención, por si oigo el zumbido que indica que la valla está cargada. En este momento está tan silenciosa como una piedra. Me escondo detrás de un grupo de arbustos, me tumbo boca abajo y me arrastro por debajo de la tira de sesenta centímetros que lleva suelta varios años. La alambrada tiene otros puntos débiles, pero éste está tan cerca de casa que casi siempre entro en el bosque por aquí.
En cuanto estoy entre los árboles, recupero un arco y un caja de flechas que tenía escondidos en un tronco hueco. Esté o no electrificada, la alambrada ha conseguido mantener a los devoradores de hombres fuera de Konoha. Dentro de los bosques, los animales deambulan a sus anchas y existen otros peligros, como las serpientes venenosas, los animales rabiosos y la falta de senderos que seguir. Pero también hay comida, si sabes cómo encontrarla. Mi padre lo sabía y me había enseñado unas cuantas cosas antes de volar en pedazos en la explosión de una mina. No quedó nada de él que pudiéramos enterrar. Yo tenía once años; cinco años después, muchas noches me sigo despertando gritándole que corra.
Aunque entrar en los bosques es ilegal y la caza furtiva tiene el peor de los castigos, habría más gente que se arriesgaría si tuviera armas. El problema es que hay pocos lo bastante valientes para aventurarse armados con un cuchillo. Mi arco es una rareza que fabricó mi padre, junto con otros similares que guardo bien escondidos en el bosque, envueltos con cuidado en fundas impermeables. Mi padre podría haber ganado bastante dinero vendiéndolos, pero, de haberlo descubierto los funcionarios del Gobierno, lo habrían ejecutado en público por incitar a la rebelión. Casi todos los agentes de la paz hacen la vista gorda con los pocos que cazamos, ya que están tan necesitados de carne fresca como los demás. De hecho, están entre nuestros mejores clientes. Sin embargo, nunca permitirían que alguien armase a la Veta.
En otoño, unas cuantas almas valientes se internan en los bosques para recoger manzanas, aunque sin perder de vista la Pradera, siempre lo bastante cerca para volver corriendo a la seguridad del si surgen problemas.
- Konoha, donde puedes morirte de hambre sin poner en peligro tu seguridad -murmuro; después miro a mi alrededor rápidamente porque, incluso aquí, en medio de ninguna parte, me preocupa que alguien me escuche.
Cuando era más joven, mataba a mi madre del susto con las cosas que decía sobre el Konoha y la gente que gobierna nuestro país, desde esa lejana ciudad llamada el Capitolio. Al final comprendí que aquello sólo podía causarnos más problemas, así que aprendí a morderme la lengua y ponerme una máscara de indiferencia para que nadie pudiese averiguar lo que estaba pensando. Trabajo en silencio en clase; hago comentarios educados y superficiales en el mercado público; y me limito a las conversaciones comerciales en el Quemador, que es el mercado negro donde gano casi todo mi dinero. Incluso en casa, donde soy menos simpática, evito entrar en temas espinosos, como la cosecha, los racionamientos de comida o los Juegos del Hambre. Quizás a Menma se le ocurriera repetir mis palabras y ¿qué sería de nosotros entonces?
En los bosques me espera la única persona con la que puedo ser yo mismo: Kiba. Noto que se me relajan los músculos de la cara, que se me acelera el paso mientras subo por las colinas hasta nuestro lugar de encuentro, un saliente rocoso con vistas al valle. Un matorral de arbustos de bayas lo protege de ojos curiosos. Verlo allí, esperándome, me hace sonreír; nunca sonrío, salvo en los bosques.
-Hola, Naru -me saluda Kiba.
En realidad me llamo Naruto, cuando se lo dije por primera vez, mi voz no era más que un susurro, así que creyó que le decía Naru. Después, cuando un lince loco empezó a seguirme por los bosques en busca de sobras, se convirtió en mi nombre oficial. Al final tuve que matar al lince porque asustaba a las presas, aunque era tan buena compañía que casi me dio pena. Por otro lado, me pagaron bien por su piel.
-Mira lo que he cazado.
Kiba sostiene en alto una hogaza de pan con una flecha clavada en el centro, y yo me río. Es pan de verdad, de panadería, y no las barras planas y densas que hacemos con nuestras raciones de cereales. Lo cojo, saco la flecha y me llevo el agujero de la corteza a la nariz para aspirar una fragancia que me hace la boca agua. El pan bueno como éste es para ocasiones especiales.
-Ummm, todavía está caliente -digo. Debe de haber ido a la panadería al despuntar el alba para cambiarlo por otra cosa-. ¿Qué te ha costado?
-Sólo una ardilla. Creo que la mujer estaba un poco sentimental esta mañana. Hasta me deseó buena suerte.
-Bueno, todos nos sentimos un poco más unidos hoy, ¿no? -comento, sin molestarme en poner los ojos en blanco-. Menma nos ha dejado un queso -digo, sacándolo.
-Gracias, Menma -exclama Kiba, alegrándose con el regalo-. Nos daremos un verdadero festín. -De repente, se pone a imitar el acento del Capitolio y los ademanes de Sakura Haruno, la mujer optimista hasta la demencia que viene una vez al año para leer los nombres de la cosecha-. ¡Casi se me olvida! ¡Felices Juegos del Hambre! -Recoge unas cuantas moras de los arbustos que nos rodean-. Y que la suerte... -empieza, lanzándome una mora. La cojo con la boca y rompo la delicada piel con los dientes; la dulce acidez del fruto me estalla en la lengua.
-¡... esté siempre, siempre de vuestra parte! -concluyo, con el mismo brío. Tenemos que bromear sobre el tema, porque la alternativa es morirse de miedo. Además, el acento del Capitolio es tan afectado que casi todo suena gracioso con él.
Observo a Kiba sacar el cuchillo y cortar el pan; podría ser mi hermano: mismos ojos azules pero el tiene el pelo castaño demasiado claro yo lo tengo rubio mi padre lo era . Pero no somos familia, al menos. Casi todos los que trabajan en las minas tienen un aspecto similar, menos bueno mi famila.
Mi madre y Menma, ella con su pelo rojo y ojos vilotetas y mi hermano con su cabello rubio y sus ojos azules, siempre parecen fuera de lugar; porque lo están. Mis abuelos formaban parte de la pequeña clase de comerciantes que sirve a los funcionarios, los agentes de la paz y algún que otro cliente de la Veta. Tenían una botica en la parte más elegante del Konoha los padres de mi madre como casi nadie puede permitirse pagar un médico, los boticarios son nuestros sanadores. y bueno mi padre era huérfano. Ellos e conocieron gracias a que, cuando iba de caza, a veces recogía hierbas medicinales y se las vendía a la botica para que fabricaran sus remedios. Mi madre tuvo que enamorarse de verdad para abandonar su hogar y meterse en la Veta. Es lo que intento recordar cuando sólo veo en ella a una mujer que se quedó sentada, vacía e inaccesible mientras sus hijos se convertían en piel y huesos. Intento perdonarla por mi padre, pero, para ser sincero, no soy de los que perdonan.
Kiba unta el suave queso de cabra en las rebanadas de pan y coloca con cuidado una hoja de albahaca en cada una, mientras yo recojo bayas de los arbustos. Nos acomodamos en un rincón de las rocas en el que nadie puede vernos, aunque tenemos una vista muy clara del valle, que está rebosante de vida estival: verduras por recoger, raíces por escarbar y peces irisados a la luz del sol. El día tiene un aspecto glorioso, de cielo azul y brisa fresca; la comida es estupenda, el pan caliente absorbe el queso y las bayas nos estallan en la boca. Todo sería perfecto si realmente fuese un día de fiesta, si este día libre consistiese en vagar por las montañas con Kiba para cazar la cena de esta noche. Sin embargo, tendremos que estar en la plaza a las dos en punto para el sorteo de los nombres.
-¿Sabes qué? Podríamos hacerlo -dijo Kiba en voz baja.
-¿El qué?
-Dejar el aldea, huir y vivir en el bosque.. -No sé cómo responder, la idea es demasiado absurda-. Si no tuviésemos tantos niños -añadió él rápidamente.
No son nuestros niños, claro, pero para el caso es lo mismo. Los dos hermanos pequeños de Kiba y su hermana, y Menma. Nuestras madres también podrían entrar en el lote, porque ¿cómo iban a sobrevivir sin nosotros? ¿Quién alimentaría esas bocas que siempre piden más? Aunque los dos cazamos todos los días, alguna vez tenemos que cambiar las presas por manteca de cerdo, cordones de zapatos o lana, así que hay noches en las que nos vamos a la cama con los estómagos vacíos.
-No quiero tener hijos -digo.
-Puede que yo sí, si no viviese aquí.
-Pero vives aquí -le recuerdo, irritado.
-Olvídalo.
La conversación no va bien. ¿Irnos? ¿Cómo iba a dejar a Menma, que es la única persona en el mundo a la que estoy segura de querer? Y Kiba está completamente dedicado a su familia. Si no podemos irnos, ¿por qué molestarnos en hablar de eso?
Si quiere hijos, Kiba no tendrá problemas para encontrar esposa: es guapo, lo bastante fuerte como para trabajar en las minas y capaz de cazar. Por la forma en que las chicas susurran cuando pasa a su lado en el colegio, está claro que lo desean. Me pongo celoso, pero no por lo que la gente pensaría, sino porque no es fácil encontrar buenos compañeros de caza.
-¿Qué quieres hacer? -le pregunto, ya que podemos cazar, pescar o recolectar.
-Vamos a pescar en el lago. Así dejamos las cañas puestas mientras recolectamos en el bosque. Cogeremos algo bueno para la cena.
La cena. Después de la cosecha, se supone que todos tienen que celebrarlo, y mucha gente lo hace, aliviada al saber que sus hijos se han salvado un año más. Sin embargo, al menos dos familias cerrarán las contraventanas y las puertas, e intentarán averiguar cómo sobrevivir a las dolorosas semanas que se avecinan.
Nos va bien; los depredadores no nos hacen caso, porque hoy hay presas más fáciles y sabrosas. A última hora de la mañana tenemos una docena de peces, una bolsa de verduras y, lo mejor de todo, un buen montón de fresas. Descubrí el fresal hace unos años y a Kiba se le ocurrió la idea de rodearlo de redes para evitar que se acercasen los animales.
De camino a casa pasamos por el Quemador, el mercado negro que funciona en un almacén abandonado en el que antes se guardaba carbón. Cuando descubrieron un sistema más eficaz que transportaba el carbón directamente de las minas a los trenes, el Quemador fue quedándose con el espacio. Casi todos los negocios están cerrados a estas horas en un día de cosecha, aunque el mercado negro sigue bastante concurrido. Cambiamos fácilmente seis de los peces por pan bueno y los otros dos por sal. Teuchi, un anciano que vende cuencos de sopa caliente preparada en un enorme hervidor, nos compra la mitad de las verduras a cambio de un par de trozos de parafina. Puede que nos hubiese ido mejor en otro sitio, pero nos esforzamos por mantener una buena relación con Teuchi, ya que es el unico que siempre está dispuesta a comprar carne de perro salvaje. A pesar de que no los cazamos a propósito, si nos atacan y matamos un par, bueno, la carne es la carne. «Una vez dentro de la sopa, puedo decir que es ternera», dice Teuchi, guiñando un ojo. En la Veta, nadie le haría ascos a una buena pata de perro salvaje, pero los agentes de la paz que van al Quemador pueden permitirse ser un poquito más exigentes.
Una vez terminados nuestros negocios en el mercado, vamos a la puerta de atrás de la casa del alcalde para vender la mitad de las fresas, porque sabemos que le gustan especialmente y puede permitirse el precio. La hija del alcalde, Ino, nos abre la puerta; está en mi clase del colegio. Podría pensarse que, por ser la hija del alcalde, es una esnob, pero no, sólo es reservada, igual que yo. Como ninguna de los dos tiene un grupo de amigos, parece que casi siempre acabamos juntos en clase. Durante la comida, en las reuniones, cuando se hacen grupos para las actividades deportivas... Apenas hablamos, lo que nos va bien a las dos.
Hoy ha cambiado su soso uniforme del colegio por un caro vestido blanco, y lleva el pelo rubio recogido con un lazo rosa; la ropa de la cosecha.
-Bonito vestido -dice Kiba.
Ino lo mira fijamente, mientras intenta averiguar si se trata de un cumplido de verdad o de una ironía. En realidad, el vestido es bonito, aunque nunca lo habría llevado un día normal. Aprieta los labios y sonríe. -Bueno, tengo que estar guapa por si acabo en el Capitolio, ¿no?
Ahora es Kiba el que está desconcertado: ¿lo dice en serio o está tomándole el pelo? Yo creo que es lo segundo.
-Tú no irás al Capitolio -responde Kiba con frialdad. Sus ojos se posan en el pequeño adorno circular que lleva en el vestido; es de oro puro, de bella factura; serviría para dar de comer a una familia entera durante varios meses-. ¿Cuántas inscripciones puedes tener? ¿Cinco? Yo ya tenía seis con sólo doce años.
-No es culpa suya -intervengo.
-No, no es culpa de nadie. Las cosas son como son -apostilla Kiba.
-Buena suerte, Naruto -dice Ino, con rostro inexpresivo, poniéndome el dinero de las fresas en la mano y con un rubor en las mejillas que adquiere siempre que me ve fuera del salón de clases lo cual es raro.
-Lo mismo digo -respondo, y se cierra la puerta.
Caminamos en silencio hacia la Veta. No me gusta que Kiba la haya tomado con Ino, pero tiene razón, por supuesto: el sistema de la cosecha es injusto y los pobres se llevan la peor parte. Te conviertes en elegible para la cosecha cuando cumples los doce años; ese año, tu nombre entra una vez en el sorteo.
A los trece, dos veces; y así hasta que llegas a los dieciocho, el último año de elegibilidad, y tu nombre entra en la urna siete veces. El sistema incluye a todos los ciudadanos de las doce aldeas del país del fuego.
Sin embargo, hay gato encerrado. Digamos que eres pobre y te estás muriendo de hambre, como nos pasaba a nosotras. Tienes la posibilidad de añadir tu nombre más veces a cambio de teselas; cada tesela vale por un exiguo suministro anual de cereales y aceite para una persona. También puedes hacer ese intercambio por cada miembro de tu familia, motivo por el que, cuando yo tenía doce años, mi nombre entró cuatro veces en el sorteo. Una porque era lo mínimo, y tres veces más por las teselas para conseguir cereales y aceite para Menma, mi madre y yo. De hecho, he tenido que hacer lo mismo todos los años, y las inscripciones en el sorteo son acumulativas. Por eso, ahora, a los dieciséis años, mi nombre entrará veinte veces en el sorteo de la cosecha. Kiba, que tiene dieciocho y lleva siete años ayudando o alimentando el solo a una familia de cinco, tendrá cuarenta y dos papeletas.
No cuesta entender por qué se enciende con Ino, que nunca ha corrido el peligro de necesitar una tesela. Las probabilidades de que el nombre de la chica salga elegido son muy reducidas si se comparan con las de los que vivimos en la Veta. No es imposible, pero sí poco probable y, aunque las reglas las estableció el Capitolio y no los aldeas ni, sin duda, la familia de Ino, es difícil no sentir resentimiento hacia los que no tienen que pedir teselas.
Kiba es consciente de que su rabia no debería ir contra Ino.
Algunas veces, cuando estamos en lo más profundo del bosque, lo he oído despotricar contra las teselas, diciendo que no son más que otro instrumento para fomentar la miseria en nuestro aldea, una forma de sembrar el odio entre los trabajadores hambrientos de la Veta y los que no suelen tener problemas de comida, y, así, asegurarse de que nunca confiemos los unos en los otros. «Al Capitolio le viene bien que estemos divididos», me diría, si no hubiese nadie más que yo escuchándolo, si no fuese día de cosecha, si una chica con un alfiler de oro y sin teselas no hubiese hecho lo que seguramente ella consideraba un comentario inofensivo.
Mientras caminamos, lo miro a la cara, todavía ardiendo debajo de su expresión glacial; su ira me parece inútil, aunque no se lo digo. No es que no esté de acuerdo con él, porque lo estoy, pero ¿de qué sirve despotricar contra el Capitolio en medio del bosque? No cambia nada, no hace que la situación sea más justa y no nos llena el estómago. De hecho, asusta a las posibles presas. Sin embargo, lo dejo gritar; mejor hacerlo en el bosque que en el aldea.
Kiba y yo nos dividimos el botín, lo que nos deja con dos peces, un par de hogazas de buen pan, verduras, un puñado de fresas, sal, parafina y algo de dinero para cada uno.
-Nos vemos en la plaza -le digo.
-por favor báñate por que apestas -me responde, con humor
-lo mismo para ti pulgoso_ le dijo dándole la espalda.
En casa, encuentro a mi madre y a mi hermano preparados para salir. Mi madre lleva un vestido elegante de sus días de boticaria y Menma viste mi primer traje de cosecha: un pantalón negro que con el paso del tiempo ha perdido color y una camisa color cacle. le queda un poco grande, pero mi madre se lo ha sujetado con alfileres; aun así, la camisa se le sale por la parte de atrás.
Me espera una bañera llena de agua caliente. Me restriego para quitarme la tierra y el sudor de los bosques, e incluso me lavo el pelo. Veo, sorprendida, que mi madre me ha sacado uno de los pocos trajes de mi abuelo que tenía para mi papa -¿Estás segura? -le pregunto, porque intento evitar seguir rechazando su ayuda.
Antes estaba tan enfadado con ella que no le dejaba hacer nada por mí. Sin embargo, se trata de algo especial, porque le da mucho valor a la ropa de su pasado y que decir de la ropa de mi padre.-Claro que sí, y también me gustaría peinarte el pelo -me responde. La dejo Apenas me reconozco en el espejo agrietado que tenemos apoyado en la pared.
-Estás muy guapo -dice Menma, en un susurro.
-Y no me parezco en nada a mí -respondo.
La abrazo, porque sé que las horas que nos esperan serán terribles para él. Es su primera cosecha, aunque está lo más segura posible, ya que su nombre sólo ha entrado una vez en la urna; no le he dejado pedir ninguna tesela. Sin embargo, está preocupado por mí, le preocupa que ocurra lo inimaginable.
Protejo a Menma de todas las formas que me es posible, pero nada puedo hacer contra la cosecha. La angustia que noto en el pecho siempre que mi hermano sufre amenaza con asomar a la superficie. Me doy cuenta de que se le ha salido de nuevo la camisa por detrás y me obligo a mantener la calma.
-Arréglate la cola, patito -le digo, poniéndole de nuevo la camisa en su sitio.
-Cuac -responde Menma, soltando una risita.
-Eso lo serás tú -añado, riéndome también; el es la única que puede hacerme reír así-. Vamos, a comer -digo, dándole abrazo
Decidimos dejar para la cena el pescado y las verduras, que ya se están cocinando en un estofado, y guardamos las fresas y el pan para la noche, diciéndonos que así será algo especial; de modo que bebemos la leche de la cabra de Menma, y nos comemos el pan basto que hacemos con el cereal de la tesela, aunque, de todos modos, nadie tiene mucho apetito.
A la una en punto nos dirigimos a la plaza. La asistencia es obligatoria, a no ser que estés a las puertas de la muerte. Esta noche los funcionarios recorrerán las casas para comprobarlo. Si alguien ha mentido, lo meterán en la cárcel.
Es una verdadera pena que la ceremonia de la cosecha se celebre en la plaza, uno de los pocos lugares agradables del Konoha. La plaza está rodeada de tiendas y, en los días de mercado, sobre todo si hace buen tiempo, parece que es fiesta. Sin embargo, hoy, a pesar de los banderines de colores que cuelgan de los edificios, se respira un ambiente de tristeza. Las cámaras de televisión, encaramadas como águilas ratoneras en los tejados, sólo sirven para acentuar la sensación.
La gente entra en silencio y ficha; la cosecha también es la oportunidad perfecta para que el Capitolio lleve la cuenta de la población. Conducen a los chicos de entre doce y dieciocho años a las áreas delimitadas con cuerdas y divididas por edades, con los mayores delante y los jóvenes, como Menma, detrás. Los familiares se ponen en fila alrededor del perímetro, todos cogidos con fuerza de la mano. También hay otros, los que no tienen a nadie que perder o ya no les importa, que se cuelan entre la multitud para apostar por quiénes serán los dos chicos elegidos. Se apuesta por la edad que tendrán, por si serán de la Veta o comerciantes, o por si se derrumbarán y se echarán a llorar. La mayoría se niega a hacer tratos con los mañosos, salvo con mucha precaución; esas mismas personas suelen ser informadores, y ¿quién no ha infringido la ley alguna vez? Podrían pegarme un tiro todos los días por dedicarme a la caza furtiva, pero los apetitos de los que están al mando me protegen; no todos pueden decir lo mismo.
En cualquier caso, Kiba y yo estamos de acuerdo en que, si pudiéramos escoger entre morir de hambre y morir de un tiro en la cabeza, la bala sería mucho más rápida.
La plaza se va llenando, y se vuelve más claustrofóbica conforme llega la gente. A pesar de su tamaño, no es lo bastante grande para dar cabida a toda la población del Konoha, que es de unos ocho mil habitantes. Los que llegan los últimos tienen que quedarse en las calles adyacentes, desde donde podrán ver el acontecimiento en las pantallas, ya que el Estado lo televisa en directo.
Me encuentro de pie, en un grupo de chicos de dieciséis años de la Veta. Intercambiamos tensos saludos con la cabeza y centramos nuestra atención en el escenario provisional que han construido delante del Edificio de Justicia. Allí hay tres sillas, un podio y dos grandes urnas redondas de cristal, una para los chicos y otra para las chicas. Me quedo mirando los trozos de papel de la bola de los chicos: veinte de ellos tienen escrito con sumo cuidado el nombre de Naruto Namikaze.
Dos de las tres sillas están ocupadas por el alcalde Yamanaka el padre de Ino, un hombre alto con una coleta lo cual nunca e entendido y Sakura Haruno, la acompañante del Konoha, recién llegada del Capitolio, con su aterradora sonrisa blanca, el pelo rosáceo y un traje verde primavera. Los dos murmuran entre sí y miran con preocupación el asiento vacío.
Justo cuando el reloj da las dos, el alcalde sube al podio y empieza a leer. Es la misma historia de todos los años, en la que habla de la creación de la nación del fuego el país que se levantó de las cenizas de un lugar antes llamado Asia. Enumera la lista de desastres, las sequías, las tormentas, los incendios, los mares que subieron y se tragaron gran parte de la tierra, y la brutal guerra por hacerse con los pocos recursos que quedaron. El resultado fue el país del fuego, un reluciente Capitolio rodeado por trece aldeas, las cuales están escondidas entre ciertos tipos de climas y que nos dan nombre por ejemplo Konoha que quiere decir entre las hojas, que llevó la paz y la prosperidad a sus ciudadanos. Entonces llego la 4ta gran guerra es decir; la rebelión de los aldeas contra el Capitolio. Derrotaron a doce de ellos y aniquilaron al decimotercero. El Tratado de la Traición nos dio unas nuevas leyes para garantizar la paz y, como recordatorio anual de a que eso no deben volver a repetirse, nos dio también los Juegos del Hambre.
Las reglas de los Juegos del Hambre son sencillas: en castigo por la rebelión, cada una de las doce aldeas debe entregar a un chico y una chica, llamados tributos, para que participen. Los veinticuatro tributos se encierran en un enorme estadio al aire libre en la que puede haber cualquier cosa, desde un desierto abrasador hasta un páramo helado. Una vez dentro, los competidores tienen que luchar a muerte durante un periodo de varias semanas; el que quede vivo, gana.
Coger a los chicos de nuestras aldeas y obligarlos a matarse entre ellos mientras los demás observamos; así nos recuerda el Capitolio que estamos completamente a su merced, y que tendríamos muy pocas posibilidades de sobrevivir a otra rebelión. Da igual las palabras que utilicen, porque el verdadero mensaje queda claro: «Mirad cómo nos llevamos a vuestros hijos y los sacrificamos sin que podáis hacer nada al respecto. Si levantáis un solo dedo, os destrozaremos a todos, igual que hicimos con el Aldea oculta del Remolino».
Para que resulte humillante además de una tortura, el Capitolio exige que tratemos los Juegos del Hambre como una festividad, un acontecimiento deportivo en el que los aldeas compiten entre sí. Al último tributo vivo se le recompensa con una vida fácil, y su aldea recibe premios, sobre todo comida. El Capitolio regala cereales y aceite a la aldea ganador durante todo el año, e incluso algunos manjares como azúcar, mientras el resto de nosotros luchamos por no morir de hambre.
-Es el momento de arrepentirse, y también de dar gracias -recita el alcalde.
Después lee la lista de los habitantes del Konoha que han ganado en anteriores ediciones. En setenta y cuatro años hemos tenido exactamente dos, y sólo uno sigue vivo: Sasuke Uchiha, que aparece berreando algo ininteligible, se tambalea en el escenario y se deja caer sobre la tercera silla. Está borracho, y mucho. La multitud responde con su aplauso protocolario, pero el hombre está aturdido e intenta darle un gran abrazo a Sakura Haruno, que apenas consigue zafarse.
El alcalde parece angustiado. Como todo se televisa en directo, ahora mismo el Konoha es el hazmerreír del País del Fuego, y él lo sabe. Intenta devolver rápidamente la atención a la cosecha presentando a Sakura .La mujer, tan alegre y vivaracha como siempre, sube a trote ligero al podio y saluda con su habitual:
-¡Felices Juegos del Hambre! ¡Y que la suerte esté siempre, siempre de vuestra parte!
Seguro que su pelo rosa es una peluca, aunque siempre es igual tal vez si sea su color de cabello. Empieza a hablar sobre el honor que supone estar allí, aunque todos saben lo mucho que desea una promoción a una aldea mejor, con ganadores de verdad, Localizo a Kiba entre la multitud, y él me devuelve la mirada con la sombra de una sonrisa en los labios. Para ser una cosecha, al menos estaba resultando un poquito divertida. Pero, de repente, empiezo a pensar en Kiba y en las cuarenta y dos veces que aparece su nombre en esa gran bola de cristal, y en cómo la suerte no está siempre de su parte, sobre todo comparado con muchos de nosotros. Y quizá él esté pensando lo mismo sobre mí, porque se pone serio y aparta la vista.
«No te preocupes, hay mil papeletas», desearía poder decirle.
Ha llegado el momento del sorteo. Sakura Haruno dice lo de siempre, «¡las damas primero!», y se acerca a la urna de cristal con los nombres de las chicas. Mete la mano hasta el fondo y saca un trozo de papel. La multitud contiene el aliento, se podría oír un alfiler caer, y yo empiezo a sentir náuseas. Siempre es así cada año pero veo a la chica de pelo rosa tomar una papeleta quien podría ser. Sakura Haruno vuelve al podio, alisa el trozo de papel y lee el nombre con voz clara;
¡Hinata Hyuga!
«Oh, no -pienso-. Ella no.»
Porque reconozco su nombre, aunque nunca he hablado directamente con ella. Hinata Hyuga.
No, sin duda hoy la suerte no estaba de su parte.
La observo avanzar hacia el escenario; bajita con su vestido lila su cabello negro azulado suelto como pocas veces ya que ella es hija del panadero un viejo gruñón aunque bueno su esposa siempre tiene una sonrisa cálida la misma que más de una vez es visto en Hinata cuando llega a verla que es siempre porque ella me salvo la vida. En la cara se le nota la conmoción del momento, se ve que lucha por guardarse sus emociones, pero en sus ojos color gris constato la alarma que tan a menudo encuentro en mis presas. De todos modos, sube con paso firme al escenario y ocupa su lugar.
Sakura Haruno pide voluntarios; nadie da un paso adelante. Sé que tiene dos hermanos; una hermana menor la cual no ocupara su lugar y un hermano el cual no puede ocupar su lugar, los he visto en la panadería, es normal que el amor fraternal sea olvidado en momentos como estos pero sé que ella no soportaría que su hermana ocupe su lugar y también se que para su padre el hecho que sea ella y no la menor es lo mejor; lo he escuchado y bueno no es muy afectico con Hinata.
¿Pero por qué ella?, pienso. Después intento convencerme de que no importa, de que Hinata Hyuga y yo no somos amigos, ni siquiera somos vecinos y nunca hablamos. Nuestra única interacción real sucedió hace muchos años, y seguro que ella ya la ha olvidado; sin embargo, yo no, y sé que nunca lo haré.
Fue durante la peor época posible. Mi padre había muerto en un accidente minero hacía tres meses, en el enero más frío que se recordaba. Ya había pasado el entumecimiento causado por la pérdida, y el dolor me atacaba de repente, hacía que me doblase y que los sollozos me estremeciesen. ¿Dónde estás? -gritaba una voz en mi interior-. ¿Adónde has ido? Por supuesto, nunca recibí respuesta.
El aldea nos había concedido una pequeña suma de dinero como compensación por su muerte, lo bastante para un mes de luto, después del cual mi madre habría tenido que conseguir un trabajo. El problema fue que no lo hizo. Se limitaba a quedarse sentada en una silla o, lo más habitual, acurrucada debajo de las mantas de la cama, con la mirada perdida. De vez en cuando se movía, se levantaba como si la empujase alguna urgencia, para después quedarse de nuevo inmóvil. No le afectaban las súplicas constantes de Menma.
Yo estaba aterrado. Aunque ahora supongo que mi madre se había encerrado en una especie de oscuro mundo de tristeza, en aquel momento sólo sabía que había perdido a un padre y a una madre. A los once años, con un hermano de siete, me convertí en la cabeza de familia; no había alternativa. Compraba comida en el mercado, la cocinaba como podía, e intentaba que Menma y yo estuviésemos presentables porque, si se hacía público que mi madre ya no podía cuidarnos, nos habrían enviado al orfanato de la comunidad. Había crecido viendo a aquellos chicos en el colegio: la tristeza, las marcas de bofetadas en la cara, la desesperación que les hundía los hombros. No podía dejar que le pasara a Menma, al dulce y alegre Menma, que lloraba cuando yo lloraba sin tan siquiera saber la razón, que cepillaba y trenzaba el cabello de mi madre antes de irnos al colegio, que seguía limpiando el espejo de afeitarse de mi padre todas las noches porque odiaba la capa de polvo de carbón que siempre cubría la Veta. El orfanato lo habría aplastado como a un gusano, así que mantuve en secreto nuestras dificultades.
Al final, el dinero voló y empezamos a morirnos de hambre poco a poco. No hay otra forma de describirlo. No dejaba de decirme que todo iría bien si podía aguantar hasta octubre, sólo hasta el diez de octubre, porque entonces cumpliría doce años, y podría pedir las teselas y conseguir aquella valiosa cantidad de cereales y aceite que serviría para alimentarnos. El problema era que quedaban varias semanas y cabía la posibilidad de que no llegáramos vivos.
Morirse de hambre no era algo infrecuente en el Konoha. ¿Quién no ha visto a las víctimas? Ancianos que no pueden trabajar; niños de una familia con demasiadas bocas que alimentar; los heridos en las minas. Todos se arrastran por las calles y, un día, te encuentras con uno de ellos sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared o tirado en la Pradera, u oyes gemidos en una casa y los agentes de la paz acuden a llevarse el cadáver. El hambre nunca es la causa oficial de la muerte: siempre se trata de pulmonía, congelación o neumonía, pero eso no engaña a nadie.
La tarde de mi encuentro con Hinata Hyuga, la lluvia caía en implacables mantas de agua helada. Había estado en la ciudad intentando cambiar algunas ropas viejas de bebé de Menma en el mercado público, sin mucho éxito. Aunque había ido varias veces al Quemador con mi padre, me asustaba demasiado aventurarme sola en aquel lugar duro y mugriento. La lluvia había empapado la chaqueta de cazador de mi padre que llevaba puesta, y yo estaba muerto de frío. Llevábamos tres días comiendo agua hervida con algunas hojas de menta seca que había encontrado en el fondo de un armario; cuando cerró el mercado, temblaba tanto que se me cayó la ropa de bebé en un charco lleno de barro, pero no la recogí porque temía que, si me agachaba, no podría volver a levantarme. Además, nadie quería la ropa.
No podía volver a casa; allí estaban mi madre, con sus ojos sin vida, y mi hermano pequeño, con sus mejillas huecas y sus labios cuarteados. No podía entrar sin esperanza alguna en aquella habitación llena de humo por culpa de las ramas húmedas que había cogido al borde del bosque cuando se nos acabó el carbón para la chimenea.
Me encontré dando tumbos por una calle embarrada, detrás de las tiendas que servían a la gente más acomodada de la ciudad. Los comerciantes vivían sobre sus negocios, así que, básicamente, estaba en sus patios. Recuerdo las siluetas de los arriates sin plantar que esperaban al verano, de las cabras en un establo, de un perro empapado atado a un poste, hundido y derrotado en el lodo.
En el Konoha están prohibidos todos los tipos de robo, que se castigan con la muerte. A pesar de eso, se me pasó por la cabeza que quizás encontrara algo en los cubos de basura, ya que para esos había vía libre. Puede que un hueso en la carnicería o verduras podridas en la verdulería, algo que nadie salvo mi desesperada familia estuviese dispuesto a comer. Por desgracia, acababan de vaciar los cubos.
Cuando pasé junto a la panadería, el olor a pan recién hecho era tan intenso que me mareé. Los hornos estaban en la parte de atrás y de la puerta abierta de la cocina surgía un resplandor dorado. Me quedé allí, hipnotizado por el calor y el exquisito olor, hasta que la lluvia interfirió y me metió sus dedos helados por la espalda, obligándome a volver a la realidad. Levanté la tapa del cubo de basura de la panadería, y lo encontré completa e inhumanamente vacío.
De repente, alguien empezó a gritarme y, al levantar la cabeza, y vi al panadero diciéndome que me largara, que si quería que llamase a los agentes de la paz y que estaba harta de que los mocosos de la Veta escarbaran en su basura. Las palabras eran feas y yo no tenía defensa. Mientras ponía con cuidado la tapa en su sitio y retrocedía, la vi: una chica con el cabello corto negro azulado con sus dos ojos grises bien abiertos y con un rubor demasiado acentuado en las mejillas asomándose por detrás de su padre. La había visto en el colegio, estaba en mi curso, aunque no sabía su nombre. Se juntaba con los chicos de la ciudad, así que ¿cómo iba a saberlo? Su padre entró en la panadería, gruñendo, pero ella tuvo que haber estado observando cómo me alejaba por detrás de la pocilga en la que tenían su cerdo y cómo me apoyaba en el otro lado de un viejo manzano. Por fin me daba cuenta de que no tenía nada que llevar a casa. Me cedieron las rodillas y me dejé caer por el tronco del árbol hasta dar con las raíces. Era demasiado, estaba demasiado enfermo, débil y cansado, muy cansado...
«Que llamen a los agentes de la paz y nos lleven al orfanato -pensé-. O, mejor todavía, que me muera aquí mismo, bajo la lluvia.»
Oí un estrépito en la panadería, los gritos del panadero de nuevo y el sonido de un golpe, y me pregunté vagamente qué estaría pasando. Unos pies se arrastraban por el lodo hacia mí y pensé: «Es el, ha venido a echarme con un palo».
Pero no era ella, era la chica, y en los brazos llevaba dos enormes panes que debían de haberse caído al fuego, porque la corteza estaba ennegrecida. Su padre le chillaba: « ¡Dáselo al cerdo, cría estúpida! ¿Por qué no? ¡Ninguna persona decente va a comprarme el pan quemado!».
La chica empezó a arrancar las partes quemadas y a tirarlas al comedero; entonces sonó la campanilla de la puerta de la tienda y su madre desapareció en el interior, para atender al cliente.
La chica ni siquiera me miró, aunque yo sí lo miraba a élla, por el pan y por el verdugón rojo que le habían dejado en la mejilla. ¿Con qué lo habría golpeado su padre? Mis padres nunca nos pegaban, ni siquiera podía imaginármelo. La chica le echó un vistazo a la panadería, como para comprobar si había moros en la costa, y después, de nuevo atento al cerdo, tiró uno de los panes en mi dirección. El segundo lo siguió poco después y, acto seguido, volvió a la panadería arrastrando los pies y cerró la puerta con fuerza.
Me quedé mirando el pan sin poder creérmelo. Eran panes buenos, perfectos en realidad, salvo por las zonas quemadas. ¿Quería que me los llevase yo? Seguro, porque los tenía a mis pies. Antes de que nadie pudiese ver lo que había pasado, me metí los panes debajo de la camisa, me tapé bien con la chaqueta de cazador y me alejé corriendo. Aunque el calor del pan me quemaba la piel, los agarré con más fuerza, aferrándome a la vida.
Cuando llegué a casa, las hogazas se habían enfriado un poco, pero por dentro seguían calentitas. Las solté en la mesa y las manos de Menma se apresuraron a coger un trozo; sin embargo, la hice sentarse, obligué a mi madre a unirse a nosotras en la mesa y serví unas tazas de té caliente. Raspé la parte quemada del pan y lo corté en rebanadas. Nos comimos uno entero, rebanada a rebanada; era un pan bueno y sustancioso, con pasas y nueces.
Puse mi ropa a secar junto a la chimenea, me metí en la cama y disfruté de una noche sin sueños. Hasta el día siguiente no se me ocurrió la posibilidad de que ella quemara el pan a propósito. Quizá hubiera soltado las hogazas en las llamas, sabiendo que lo castigarían, para poder dármelas. Sin embargo, lo descarté, seguro que se trataba de un accidente. ¿Por qué iba a hacerlo? Ni siquiera me conocía. En cualquier caso, el simple gesto de tirarme el pan fue un acto de enorme amabilidad con el que se habría ganado una paliza de haber sido descubierto. No podía explicarme sus motivos. Estaba con sus amigos y no me hizo caso, pero cuando recogí a Menma para volver a casa por la tarde, lo descubrí mirándome desde el otro lado del patio. Nuestras miradas se cruzaron durante un segundo; después, él volvió la cabeza. Yo bajé la vista, avergonzada, y entonces la vi: el primer diente de león. Se me encendió una bombilla en la cabeza, pensé en las horas pasadas en los bosques con mi padre y supe cómo íbamos a sobrevivir.
Hasta el día de hoy, no he sido capaz de romper la conexión entre, Hinata Hyuga, el pan que me dio esperanza y el diente de león que me recordó que no estaba condenado. Más de una vez me he vuelto en el pasillo del colegio y me he encontrado con sus ojos clavados en mí, aunque él siempre aparta la vista rápidamente y tiene un color rojo en su rostro. Siento como si le debiese algo, y odio deberle cosas a la gente. Quizá debería haberle dado las gracias en algún momento, porque así me sentiría menos confuso. Lo pensé un par de veces, pero nunca parecía ser el momento oportuno, y ya nunca lo será, porque ella se ira. Y eso es lo que me duele.
¡Ha llegado el momento de elegir a nuestro tributo masculino! -Con la clara intención de contener la precaria situación de su vestido, avanza hacia la bola de los chicos con una mano en la cabeza; después coge la primera papeleta que se encuentra, vuelve rápidamente al podio y yo ni siquiera tengo tiempo para desear que no lea el nombre de Kiba o el mío y el de mi hermano pero la suerte parece ser que no esta esté día de mi lado y no lo volverá a estar.
-Menma Namikaze- dice jovial
Bueno tenía muchas gasa de hacer esta adaptación desde que bueno leí el libro por primera vez pero bueno no se no me imagino a Hinata siendo Katniss para mi ella es más como Peeta así que bueno el cambio y are los cambios respectivos espero les guste y de verdad su opinión es importante….
